A veces no somos conscientes de lo privilegiados que somos hoy al tener a un clic de distancia (casi) toda la música que deseemos escuchar. Al instante, sin esperas y sin intermediarios. En la era del streaming, las plataformas digitales y las playlists a la carta es fácil olvidarse de que hubo una época en la que localizar las canciones, capturarlas, secuenciarlas y regalárselas a alguien, a ese mejor amigo o a la chica que te gustaba, era una aventura apasionante. En realidad, pese a todas las incomodidades e inconveniencias que aquello suponía, grabar una casete era una romántica forma de arte punk, en el sentido de 'háztelo tú mismo'. Un acto de amor artesanal incluso, que nada tiene que ver con perderse en el algoritmo de Spotify.
Es tentador dejarse arrastrar por la nostalgia que convocan las casetes en ciertas generaciones. Al fin y al cabo es el formato bandera, más incluso que los vinilos, de quienes nos obsesionamos con la música cuando éramos niños o jóvenes en los años 80 y primeros 90. A nuestros primeros grupos y artistas favoritos les escuchábamos en esas cintas que nos grabábamos o nos grababan y poníamos en nuestros radiocasetes de doble pletina o nuestros queridos walkman, y eso, amigo, deja una marca para siempre. Nos recuerdan tiempos felices, más sencillos, aunque no necesariamente mejores.
Pero reconozcamos que aquellas cajas de plástico con bobina y dos carretes distaban mucho de ser la panacea del buen sonido. Ojo, había cintas de Chrome y Metal que sonaban como los ángeles, pero eran caras y la mayoría no nos las podíamos permitir de manera habitual. Con una TDK de 60 o de 90 ya íbamos bien servidos, pero el zumbido de fondo que salía de copias realizadas de otras copias era muchas veces deplorable. Además, el paso del tiempo y el uso constante lo llevaban regular, y tenían la mala costumbre de enrollarse de vez en cuando en las bovinas del reproductor, provocando un alarmante desastre que precisaba de una intervención casi quirúrgica para ser solucionado. Pero, bueno, hasta que no llegó el CD no estábamos tampoco para tantas sutilezas con el sonido, trabajábamos con lo que teníamos.
Y vaya si nos apañábamos. En aquella época si querías tener una canción concreta de un artista tenías tres opciones. O te comprabas la cinta original (o el vinilo) que la incluía, o te la grababa un colega que ya la tuviese, o te la grababas tú mismo de la radio en una cinta virgen. Lógicamente, con los reducidos presupuestos que manejábamos, teníamos que tirar de manera habitual de Los 40 Principales o cualquier otra radiofórmula. Pero no era tan sencillo. Aquello era como ir de caza. Te podías tirar horas al acecho hasta que aparecía esa canción que querías, la pieza deseada, y entonces había que ser ágil para identificarla al instante y pulsar con avidez el botón de Rec. Pero además había que rezar para que nuestro mayor enemigo, el locutor, no nos pisara el tema antes de tiempo con su indeseable verborrea. O para que no surgiera una una cuña publicitaria de la nada que te arruinara la operación.
Así, facturar una recopilación de canciones con la que expresar lo que sentíamos por alguien conllevaba un esfuerzo considerable. No solo en la selección y captura de lo que iba a entrar, sino (si nos poníamos exquisitos, y algunos podíamos serlo mucho) en planificar el orden en el que debía de ir. No era lo mismo abrir una casete con una balada que hacerlo con un tema rápido. Ibas a contar cosas distintas según empezaras, según qué pusieras después y según con qué terminases. Hoy las playlists amontonan temas a lo loco, sin orden ni concierto, y a nadie le importa ya el arte de una buena secuenciación.
No menos importante era la presentación, especialmente si iba para regalo. No iba a ser suficiente con anotar los títulos de las canciones en la carátula, había que emplear nuestra mejor caligrafía, pergeñar un diseño atractivo (especialmente crítico era el lomo), usar rotuladores de colores, etc. Según de alto llegara tu creatividad podías llegar a presentar auténticas obras de arte dignas de exposición. Posiblemente el destinatario o destinataria del casete jamás llegara a apreciar por completo la magnitud del trabajo invertido ni el despliegue de sutilezas realizado, pero lo importante era que uno mismo quedara satisfecho con el resultado.
Escuchar cintas también llevaba aparejado portar siempre encima un bolígrafo, preferiblemente Bic. ¿El motivo? Si queríamos escuchar una canción concreta había que rebobinar hasta encontrarla. No es que nuestros walkman no llevaran ya incorporados los botones de Rewind pero, diablos, ese simple acto gastaba muchísimo las pilas, y tampoco estábamos para derrochar si no era estrictamente necesario. El boli en esos casos era nuestro mejor aliado para llegar manualmente al punto de la cinta que queríamos, sin tirar de batería.
Por increíble que parezca, en los últimos años hay un pequeño resurgimiento del formato. Más allá del poderoso valor sentimental que puedan conservar las cintas amontonadas en viejas cajas en el trastero, ha aumentado el número de personas que compran, coleccionan o fabrican casetes. Aunque no deja de significar algo residual dentro del panorama general, las ventas de casetes aumentaron un 74% en 2022 en comparación con el año anterior. Y la tendencia ha seguido al alza. Algunos artistas incluso están lanzando ediciones limitadas en cinta de sus álbumes.
Hay, por tanto, un componente vintage y otro de coleccionismo, pero también existe ese factor analógico, esa fisicidad que muchos echan de menos con la fría reproducción digital. Hay quien incluso ha montado un local físico dedicado únicamente a este formato, como La Cassettería, en Madrid. “Grupos y sellos underground han seguido grabando sus discos de forma artesanal y editándolos en casete, haciendo la portada a mano… Es un formato muy cómodo. Hay gente que se lo piensa a la hora de comprar un vinilo en un concierto, porque luego tiene que cargar con él toda la noche. La casete te la metes en el bolsillo”, explicaba a Uppers su propietario, Luis González.
El interminable revival de los ochenta en el que sigue inmersa la cultura audiovisual contemporánea, con productos como 'Stranger Things' y compañía que miran sin disimulo a aquella época, ha contribuido a que el casete no sea un elemento del todo ajeno a las nuevas generaciones, que incluso pueden comprender (y admirar) el romanticismo cool que rodeaban a aquellos cachitos de hierro y cromo, completamente ausente en la dictadura de las listas de reproducción.