Mucho ha cambiado la industria musical desde que en los años 80 y 90 la venta de discos fuera su principal sostén. En aquella época bastaba con colocar una canción en lo más alto de las listas de éxitos para hacerse de oro. Hoy la mayor parte de los ingresos de un artista no provienen de las menguadas ventas del formato físico, sino del streaming, pero sobre todo de las giras, el merchandising, la concesión de licencias para televisión, películas o videojuegos y los negocios paralelos como la publicidad. En el centro de todo subyace un factor al que no siempre se ha hecho caso: los derechos de autor. Cuando un artista tiene el control de su propia obra también obtiene la libertad para decidir el uso que hace de ella.
El caso de Taylor Swift es el más mediático, dada la trascendencia de la artista pop más famosa de nuestro tiempo, y el que puede marcar un antes y después en la relación de las discográficas con sus artistas. Cuando el antiguo sello de la autora de '1989' vendió sus seis primeros álbumes por 300 millones de euros a un grupo de capital de riesgo sin contar con su visto bueno, la cantante decidió volver a grabar esos álbumes para ser la dueña de las nuevas versiones, que rápidamente han superado en popularidad a las originales en las plataformas de streaming. Y Taylor no es la única artista con visión empresarial de futuro. Rihanna, Zara Larsson o Dua Lipa también han comprado los derechos de su música.
Ante este fenómeno, las grandes discográficas han empezado a incluir en sus contratos la denominada cláusula 'anti Taylor Swift', para evitar que otros artistas sigan sus pasos. Se estima que el 70% de los músicos no poseen los derechos de su música. Estos ajustes estipulan que los artistas no puedan volver a grabar sus temas hasta pasados 30 años desde la grabación original. Una práctica que puede ser legal, pero es éticamente peliaguda. El objetivo es retener los beneficios económicos generados por las grabaciones originales el mayor tiempo posible. Actualmente, el estándar es de 7 años sin poder regrabar sus discos.
En una industria donde el streaming representa el 83% de los ingresos totales de la música grabada en EEUU según la Recording Industry Association of America (RIAA), el control sobre las versiones originales de las canciones se torna imprescindible desde el punto de vista empresarial. Hay que tener en cuenta que cada vez que una canción suena por la radio o se utiliza en un programa de televisión, una serie o una película, su autor recibe una cantidad de dinero en concepto de derechos de reproducción, los royalties.
Dado que ya raramente se compran álbumes, en formato físico o para descargar, las plataformas de streaming se han convertido en pieza clave de la industria musical, superado el bache del 'todo gratis' al que condujo el auge de la piratería a principios del siglo XXI. Spotify, por ejemplo, paga una media de 0,0033 dólares por reproducción a los artistas. Es la plataforma más popular pero también la que menos paga. Otras como Napster, Tidal o Apple music, llegan a pagar hasta 0,0054 dólares. Youtube también paga a los artistas por las reproducciones de los sus videoclips además de aportarles más publicidad y mayor alcance de sus canciones.
Según un informe de la empresa Valora, para que un artista pueda llegar a ganar un dólar por su canción, esta debe escucharse un total de 250 veces en Spotify, aunque las plataformas no son muy transparentes a la hora de contabilizar ingresos. Además del número de reproducciones, también depende del tiempo que se escuchen. Según algunas teorías, las canciones solo monetizan a partir de los 30 segundos.
Un vídeo con más de 30 millones de reproducciones en Youtube generaría entre 14.000 y 115.000 euros, según los cálculos de Social Blade. Por tanto, el streaming es un negocio aún lucrativo para los artistas más populares, los que generan millones de clics, pero no tanto (o prácticamente nada) para la clase media. Tampoco para los veteranos que acumulan décadas de galones pero ya no figuran entre las preferencias más populares en el mundo del streaming.
Artistas como los Rolling Stones, Bruce Springsteen, Metallica o U2 no obtienen sus ingresos principales de Spotify y compañía, sino de la venta de entradas para sus conciertos. Solo en 2023 el 'Boss' recaudó 379 millones de dólares en sus 66 conciertos, mientras que Beyoncé facturó un total de 580 millones con su 'Renaissance World Tour', y la reina Swift convirtió a 'The Eras Tour' en la primera gira de la historia en sobrepasar el billón de dólares.
Tan importantes son las ganancias de los conciertos que cuando la pandemia de covid obligó a cancelar giras muchas artistas tuvieron que replantearse sus fuentes de ingresos. Comenzó entonces un fenómeno contrario al de Taylor Swift con la venta de catálogos musicales a cambio de pingües beneficios inmediatos. La corriente la protagonizaron, sobre todo, veteranos que se encuentran en la fase final de su carrera y que prefieren la posibilidad de repartir dinero a sus herederos en vez de dejar complicados derechos de autor que pueden acarrear problemas legales o disputas familiares.
Bob Dylan vendió el 100 % de su catálogo, que incluye más o menos 600 canciones, por por cerca de 350 millones de dólares a Universal. Neil Young se deshizo de la mitad de sus obras de toda una vida por un acuerdo estimado en 150 millones de dólares, y Bruce Springsteen liquidó los derechos de reproducción de todas sus canciones a Sony por 500 millones de dólares. Pero también hay casos de artistas más jóvenes como Shakira, que vendió todo su repertorio a Hipgnosis Songs Fund, una compañía británica de inversión en propiedad intelectual de música. Se aseguran una vida tranquila pero renuncian a la explotación directa de su discografía.
Para el vendedor, el beneficio radica en la obtención inmediata de unos ingresos que, según la popularidad de los títulos del catálogo que despache, pueden ser considerables. En el caso de los artistas de Estados Unidos, algunos también han vendido su música para obtener ventajas fiscales. Cuando Joe Biden anunció una subida de los impuestos en el ámbito artístico, muchos se apresuraron a vender su catálogo antes de que la nueva normativa entrara en vigor. Los grupos inversores que compran dichos catálogos saben que la música de los grandes artistas es un valor seguro que no se deprecia.
Y no hemos hablado de la mercadotecnia, que siempre ha existido pero que en la última década se ha diversificado y perfeccionado, desde las camisetas y sudaderas de toda la vida hasta líneas de pintauñas, pasando por ropa interior o prendas deportivas. Según el Global Licensing Survey, los ingresos generados a escala internacional a través de merchandising de licencias ascendieron a 280.300 millones de dólares en 2019. El artista que más factura a través de merchandising, Harry Styles, ingresó unos 23 millones de dólares en 2021 por este concepto. Y cada vez son más los artistas que se suman a campañas de publicidad que van desde la moda hasta la restauración. En definitiva, constantes cambios y distintas formas de monetizar, pero la industria musical, después de todo, sigue siendo un negocio lucrativo.