En 2001, la canción “Color esperanza” fue un gran éxito internacional. Ascendió al número uno de ventas en Argentina, a los puestos más altos de las listas de música latina de Estados Unidos y, en España, lideró la clasificación de sencillos. Su intérprete, Diego Torres —el compositor era Coti Sorokin, otro argentino—, llegó a cantarla ante el papa Juan Pablo II. La letra apelaba a la fe frente a la adversidad y dibujaba un futuro halagüeño en la incertidumbre del milenio recién iniciado. En 2020, durante la pandemia de covid, cobró renovado vigor gracias a la emotiva versión de una treintena de artistas. Han pasado veintitrés años desde su estreno y nada parece haber cambiado en Diego Torres, de 53 años, que sigue viendo la vida con el mismo color.
Al menos es lo que transmite su nuevo disco, Mejor que ayer, elocuente incluso desde el título. Cualquier pasado no fue mejor para Torres, irredento partidario de que lo mejor está por venir. Entre baladas pop, algo de flamenco y el tema bailable que canta con su amigo Carlos Vives (“Kapún”, con tintes de canción del verano), habla “de nostalgia, de amor en sentido amplio, de familia, de valorar las cosas a tiempo y disfrutar la vida hoy porque a lo mejor mañana va a ser demasiado tarde”, describe.
Mensajes que parten de experiencias personales, no siempre buenas. “Pero siempre buscando el lado positivo y el salir adelante”, añade. “Es mi filosofía de vida. No hay optimismo sin sufrimiento. Mi mensaje es el de ser guerrero en la vida, de luchar; las cosas malas por algo pasan y aprendemos de ellas. Seguramente hay otros a los que les pasa lo mismo. Las canciones me ayudan a transitar momentos, encontrar respuestas que uno no tiene; te aportan razonamientos en los que no habías pensado”.
Ese enfoque vitalista, psicológico, muy argentino, ha calado hondo en muchos de sus fans, que se han aferrado a las letras de Diego Torres para afrontar graves problemas. “Gracias a la música he conectado con personas que están en situaciones complicadas y las he podido acompañar en la distancia. Me pasó con una chica de Colombia que luego falleció de una enfermedad terminal; apareció en mi vida de una forma mágica, nos relacionamos en ese último tiempo, y con su juventud y su joven partida, me enseñó a pensar: ‘Hay que disfrutar la vida’. Nunca escribiría una canción diciendo: ‘La vida no tiene sentido, tírate de un puente porque no vas a encontrar solución’. No está en mí esa esencia. Vengo de la tierra del tango, soy de Buenos Aires, soy sentimental, sufrido…”.
Basta asomarse a su cuenta de Instagram para toparse con su sonrisa perpetua y contagiosa, franca y sana. Aunque admite que no es siempre oro lo que reluce en ella. “Instagram es parte de mi trabajo”, explica. “Como los de mi generación, vuelco los problemas en terapia y con amigos de toda la vida. No hago terapia para fuera. Veo a muchos jóvenes que usan las redes sociales para contar sus problemas, y está bien que cada uno los manifieste como quiera mientras le resulte beneficioso, pero tengo otros refugios, como son mis amigos y mi familia. Ese es el ámbito en el que lloro, abrazo, escucho y me escuchan”.
Y, a pesar de todo, no ha cogido manía a esa canción que propulsó su nombre en todos los países donde se habla español y perdura como bandera de su optimismo. “La gente la hizo un himno, lo que me hace sentir por ella un profundo respeto. Aunque pienso que limitar todo a una sola canción es injusto: con ‘La última noche’ lideré todas las listas, mi versión de ‘Penélope’, de Joan Manuel Serrat, me abrió un montón de puertas… Y hay otras muchas canciones. Tengo amigos españoles que me dicen: ‘No sabía que estas canciones eran tuyas, aunque las conocía’. Eso es bueno. Prefiero que ‘Color esperanza’ esté en mi maleta a que no esté”.
Así sigue siendo Diego Torres, quien ha entrado en la madurez con talante reflexivo, creyendo que cada experiencia nos hace crecer, y en buena forma, pues practica ciclismo, natación, tenis y otras actividades físicas. “Me cuido mucho”, afirma. “Soy muy deportista y eso me mantiene muy vivo. El deporte, como la música, es mi vida. Por haber visto a generaciones anteriores, como la de mis padres, que no se cuidaban para nada, soy muy consciente de que hay que hacerlo. A mi edad te planteas cómo va a estar esa segunda parte de tu vida. Quiero seguir caminando, trotando, viajando, estando sano y jugando al tenis con mi hija, y para eso trato de llevar una vida ordenada”.
Su hija Nina tiene ahora 11 años. Nació fruto de la relación del cantante con Débora Bello, modelo y presentadora argentina. Se separaron a finales de 2021, cuando la niña tenía 7 años. “Por suerte mantengo una buena relación con la madre; es una gran madre y yo quiero ser un gran padre. Ambos estamos enamorados de nuestra hija”, declara. Hombre muy familiar —una de sus nuevas canciones, “Las leyes de la vida”, está dedicada al amor de familia, y en ella colaboran sus sobrinos Ángela y Benja Torres—, la ruptura y el hecho de no poder volver a ver a su hija a diario supusieron un duro golpe.
“Es difícil salir del confort de una casa de familia —confiesa— y reemprender la vida uno solo para decir: ‘Te levanto a la mañana, te preparo la lonchera, te llevo al colegio, te recojo…”. Aun así, y siendo fiel a lo que plasma en su música, ha sabido sacar lo mejor de esa nueva realidad hogareña: “Me encanta. Siempre trato de transmitírselo a mi hija: ‘Papá no es un rockstar, es un tipo que canta pero que ves en casa cocinando, sacando la basura, llevándote al colegio, mirándote en la clase de tenis…’. Todas las separaciones son difíciles, y esta no fue una excepción, pero hay que transitarlo y, después de todo, estoy mejor que ayer”.
Diego es hijo de la actriz Lolita Torres, institución del cine argentino (algo así como la Sara Montiel porteña). Marcelo, hermano de Diego, es un conocido músico de rock; la hija de Marcelo, Ángela, es a sus 25 años una popular actriz de cine, teatro y televisión. Benja Torres, también de la tercera generación, se abre paso en la música urbana. Los Torres, en definitiva, son un clan de artistas, y no es extraño que la pequeña Nina haya heredado ese gen creativo.
“Le gusta mucho la música, canta, pero también es muy deportista: juega al tenis, navega, aunque lo importante ahora son los estudios. Hablo con ella acerca de su vocación, de encontrar su camino en la vida. No pienso que por venir de una familia de artistas tenga que continuar con eso. A mi sobrino Benja, que también es músico y estudia Derecho, le digo: ‘Vos hacedlo todo’. Porque en la vida hay que tener un plan A y un plan B, y si tienes un plan C, mejor”, explica Diego.
Diego y Nina comparten la práctica de deportes como el tenis e intercambian descubrimientos musicales. “Ella me muestra canciones y yo a ella. De repente me pone una canción de The Police y me encanta que le guste”. Aunque Argentina es hoy importante meca del reggaetón (Bizarrap, María Becerra, Emilia Mernes, Tini), Nina escucha todo tipo de música. “Trato de criarla como me criaron a mí”, dice Diego.
“No hay que centrarse en un solo género —agrega—, la música es música. Como Nina vive entre Buenos Aires y Miami, está expuesta a mucha música anglosajona que también incorpora. En su playlist hay temas de Bruno Mars, Taylor Swift, Charlie Puth… Ese es el camino. No hay que encasillarse en un estilo. Soy de la fusión: cuando empecé en el pop me querían encasillar en un sonido donde no quería estar. Empecé a viajar, la vida me llevó por este camino, y desde ese lugar trato de aconsejarle a mi hija. Los jóvenes tienen la mente abierta y hay que aprovecharlo”.