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Hispavox, la compañía que cambió la música en España: “Hacíamos alta costura; hoy se hace ‘prêt-à-porter”

  • José María Díez Monzón, ingeniero de sonido retirado, relata en un libro la historia de la extinta discográfica, equivalente nacional a Motown, Atlantic o Sun Records.

  • Alaska, Nacha Pop, Radio Futura, Miguel Ríos, Raphael, Mari Trini y muchos otros nombres legendarios grabaron en ese sello sus mejores discos.

  • En sus estudios se acuñó el mítico “sonido Torrelaguna”: “Fue como pasar de ir por calzadas romanas a encontrarse de pronto con una autovía”.

Hubo durante más de treinta años en el número 64 de la calle Torrelaguna, en la zona nordeste de Madrid, un edificio de ladrillo visto y gresite por cuyas instalaciones desfilaron Alaska y los Pegamoides, Radio Futura, Nacha Pop, Ramoncín, Miguel Ríos, Raphael, José Luis Perales, Mari Trini, Karina, Cánovas, Rodrigo, Adolfo & Guzmán, Jeanette y un larguísimo etcétera de nombres ilustres de la música española. Allí grabaron sus mejores discos. Esos muros ya no existen; demolidos, hoy ocupa su lugar un anodino bloque de oficinas revestido de espejos. Pero parece que ciertos ecos aún resuenan en el aire.

“Esto es como una estrella de neutrones que ha colapsado y por densidad se ha quedado en el fondo. Aquí todavía sigue el espíritu de esa gente. Está muy cambiado, pero algo permanece en el sustrato de las cosas. Aquí se hizo tanta historia, que alguna energía queda”, dice José María Díez Monzón.

Lo que allí se alzaba antaño era la sede de Hispavox, la compañía discográfica española por antonomasia. El complejo albergaba todo lo necesario para producir discos: estudios, oficinas, almacén, fábrica, departamento de diseño… Era más que la central de una compañía: un símbolo. A principios de los setenta, para describir la música que facturaba, se acuñó el término “sonido Torrelaguna”, sinónimo de calidad.

Cuando se acerca al actual portal, Díez (74 años) no puede evitar emocionarse. “Ahí estaban los estudios”, dice señalando con el dedo. “A la izquierda, las oficinas. Enfrente, el aparcamiento”. Y aunque no pasó en la empresa más que siete años —como ingeniero de sonido—, fue tiempo suficiente para que Hispavox se le quedara prendida en el alma y, como agradecido homenaje, haya contado en un minucioso libro (Hispavox. El sonido de una época) lo que allí se hizo, quién lo hizo y cómo se hizo.

Hispavox, como aquel emblemático inmueble, ya no existe. En 1985 la compró la multinacional EMI. Durante la década posterior, EMI mantuvo vivo el sello, aunque con total control sobre él; finalmente, el gigante discográfico encontró unos terrenos más baratos en la Ciudad de la Imagen, a las afueras de la capital, se deshizo de la célebre construcción y, casi a la vez, de la mítica marca, hoy en completo desuso.

Si disqueras de fuera como Motown, Sun Records, Stax o Atlantic generan justa devoción por su impagable contribución, idéntico aprecio merece Hispavox, cuya historia es la de la música española. Desde que se asentase en la calle Torrelaguna en 1963 —la compañía la habían constituido en 1953, junto con varios socios, los hermanos José Manuel y Luis Vidal Zapater, y había empezado editando música clásica, zarzuelas y folclore regional—, marcó el paso de la evolución del pop y el rock hechos en nuestro país.

Con la ayuda de un brillante plantel de productores, arreglistas y técnicos, estudios que quitaban el hipo y con el último grito en equipamiento de grabación, pulió los discos de los grupos de pop de finales de los sesenta; modernizó el sonido de los cantautores; sació al público adolescente con guapos artistas para fans; y cuando, en las postrimerías de los setenta, sus cazatalentos detectaron una camada de jóvenes músicos con crestas, imperdibles en las orejas y ropa de colores chillones, abrió sus estudios a la movida madrileña.

Trabucchelli, Waldo de los Ríos y el sonido Torrelaguna

Sin duda, la edad de oro de Hispavox transcurrió a finales de los sesenta y en la primera mitad de los setenta, por obra y gracia de dos genios que actualizaron la forma de grabar música en España. Uno era el productor Rafael Trabucchelli (1929-2006), milanés, contratado en 1964.

“Lo traté mucho, porque grabé mucho con él”, dice Díez. “Era una persona seria, cuidadosa en sus producciones, muy italiano, en el sentido de que sabía mimar mucho los detalles en las producciones, muy limpias. Era exquisito trabajando”. Trabuchelli fue el productor de discos antológicos como “Himno a la alegría”, de Miguel Ríos; “Señora azul”, de Cánovas, Rodrigo, Adolfo & Guzmán; “Soy rebelde” y “Por qué te vas”, de Jeanette; “Yo no soy esa”, de Mari Trini; o “La canción del tamborilero”, de Raphael.

Formó indisoluble tándem con Trabucchelli el arreglista argentino Waldo de los Ríos (1934-1977). Osvaldo Nicolás Ferraro —su verdadero nombre— era el encargado de coger las canciones de grupos, solistas y reputados compositores, y elevarlas a otro nivel, dotándolas de ornamentos originalísimos y novedosos en esa época. “Como músico era excepcional”, lo describe Díez.

“Probablemente, de lo mejor que recaló en los años sesenta en España. Tenía una cultura musical muy amplia, había estado trabajando en Miami, y llegó con un bagaje musical muy elevado. Aquí todavía estábamos en otro punto. Era muy afable en el trato, una persona extrovertida, alegre”. Trabucchelli, De los Ríos y el técnico chileno Mike Llewellyn Jones como infalible escudero formaron, como sostiene el autor del libro, “un trío excepcional”.

Ellos tres crearon el “sonido Torrelaguna”, que Díez define gráficamente: “Imagina que vas por una calzada romana y de repente te encuentras en el cruce con una autovía. En España íbamos por calzadas romanas. Apareció esa autovía y todo el mundo dijo: ‘¡Contra! ¿Esto es lo mismo que eso?’. Aquí todavía se grababa con la orquestita de posguerra: orquestas de verbena puestas en un set de grabación. Waldo llega con un concepto más americano de lo que es una orquesta, y cuando se encuentra este estudio de casi 500 metros cuadrados, como no los había ni en Miami, con presupuesto y la posibilidad de meter allí a ochenta músicos, ¿qué iba a hacer? Pues hacer todo de maravilla”.

Parte del éxito de aquella divisa reside en un método de trabajo propio de otros tiempos. “No existía eso que tanto se da hoy en las empresas que es la competencia interna. Teníamos un espíritu más abierto. No había miedo de enseñar lo que sabías a un compañero. Todo el que entraba tenía un maestro. Pienso que eso enriquece la profesión y a la persona”, señala Díez.

Miguel Ríos, reacio al ‘Himno a la alegría’

Sirva de ejemplo para ilustrar el peso de Waldo de los Ríos en las grabaciones de aquellos años el hecho de que su nombre aparezca casi al mismo tamaño que el de Miguel Ríos en la portada de “Himno a la alegría” (1969). Disco que el rockero granadino, al principio, se mostraba reacio a grabar: es una de las anécdotas más jugosas del libro.

De hecho, según relata Díez, Trabucchelli y De los Ríos, con ánimo de honrar la figura de Beethoven en el bicentenario de su nacimiento (1770), habían grabado ya la base musical del tema cuando todavía no tenían claro quién iba a cantarlo. (A este respecto, y con buen tino, Díez subraya que tan importante como la adaptación de la partitura de Beethoven es la letra de Amado Regueiro, cuyos versos forman parte de la memoria colectiva de varias generaciones.)

Una vez que los responsables de la compañía resolvieron que Miguel Ríos era el solista de su escudería idóneo para cantarlo, le citaron para proponérselo. Pero a Miguel todo eso de Beethoven y una obra clásica le pareció chocante y solo después de que le pusieran la soberbia grabación dijo que se lo pensaría.

Mientras deliberaba consigo mismo, en Hispavox buscaron un plan B en la figura de Tony Landa, bilbaíno excantante de Los Mitos. Finalmente, Miguel Ríos aceptó y el “Himno a la alegría” se convirtió en el mayor hito de su carrera (su versión en inglés, “A song of joy”, llegó al número 14 en la lista de ventas de Estados Unidos).

“Miguel era lo más moderno que teníamos en aquellos tiempos. El otro que tenía cualidades era Tony Landa, pero era un crooner. Lo que son las cosas: ¡menos mal que lo grabó este hombre! Cuando escuchó aquello pensó: ‘Esto es otra cosa’. En esos días, Beethoven todavía era un poco conocido; a Mozart apenas lo conocía nadie. España ha tenido una gran orfandad en cuanto a cultura musical. Vas a Austria, Alemania, y uno toca el violín, otro el piano… En Francia hay un piano en todas las casas. La gente que aquí iba al conservatorio se consideraba rara. Waldo de los Ríos lo hizo tan bien, que si Beethoven hubiera tenido sus medios, habría hecho lo mismo”.

Tras la crisis del petróleo de 1973, que afectó a toda la industria discográfica, Hispavox remontó gracias al público infantil y adolescente. Con la entrada de José Luis Gil, que venía de CBS, como director general en 1975 (ascendería a presidente dos años después), y mientras seguía lanzando discos de José Luis Perales, Mari Trini, Paloma San Basilio y Alberto Cortez, creó el dúo Enrique y Ana y, en 1979, viendo un amplio mercado en jovencitas que por primera vez podían exteriorizar las calenturas propias de la edad, afianzó el fenómeno de fans con el lanzamiento de Pedro Marín, joven ídolo a quien, como Díez revela en el libro, se seleccionó por foto (nunca había cantado antes). Es un periodo que conoce bien, pues fue en 1977 cuando entró a trabajar en Hispavox.

“Había un nicho comercial que había que aprovechar”, explica. “José Luis Gil es también un adelantado para la época. En CBS había tenido mucho éxito con Miguel Bosé. Llega y cambia toda la estructura de la compañía. Trae ideas neoliberales de comercio. Sabía crear necesidades en la gente. Y acierta. Pasamos de ser una compañía en pérdidas (éramos como unos aristócratas con abolengo pero sin dinero), a ganar millones y millones”.

Hispavox y la movida madrileña

Simultáneamente, un joven A&R (responsable de Artistas y Repertorio, o lo que es lo mismo: cazatalentos) de la compañía llamado Carlos Juan Casado se dio cuenta de que una nueva hornada de grupos, que apenas sabían tocar pero hacían una música fresca y distinta, reflejo del punk y la nueva ola que agitaban Nueva York y Londres, empezaba a atraer la atención de un público juvenil y de ciertas emisoras de radio, que programaban sus maquetas. Algo se estaba cociendo en la capital, e Hispavox rápidamente firmó a Alaska y los Pegamoides, Nacha Pop, Radio Futura y Ejecutivos Agresivos.

“Carlos Juan era un tipo increíble”, dice Díez. “Había estado trabajando para compañías en Londres, y tenía olfato. Se movía mucho por Malasaña. Vestido con ropa del Soho, por las noches iba a los garitos, se tomaba su cubata y escuchaba. Al día siguiente nos lo contaba. Nos decía que había grupos nuevos que estaban cantando temas con letras raras, con ritmos raros… No lo decía así, pero era la idea que se nos quedaba”.

Díez no olvidará el día en que, desde la ventana de departamento de Sonido, en la segunda planta, divisó bajándose de un coche a los componentes de Radio Futura. “Veo crestas de colores fluorescentes, pantalones estrechos, chupas de cuero, piercings por todos sitios… Yo tenía 29 años y me preciaba de tener un aspecto moderno, pero pensé: ‘¡Lo que me ha tocado aquí!’.

Habíamos pasado de una etapa moderna, de guitarras eléctricas, bajo y batería, a unos tíos que contaban unas historias que culturamente no coincidían contigo, pero que formaban parte de su cultura. Esos diez años que nos llevábamos eran un abismo. Y aquello petó: ‘Enamorado de la moda juvenil’ fue un éxito tremendo, también en Sudamérica”.

“Recuerdo —añade— cuando grabé ‘El bote de Colón’, de los Pegamoides: nunca me he reído más grabando una canción. ¡Pero cómo se les ocurrían esas frases! Carlos Berlanga era único”. A Nacha Pop los encontró más ortodoxos. “Eran un concepto más acorde con lo que yo había vivido, pero contaban también historias menos ñoñas que las que se habían contado en los setenta y narraban lo que se respiraba en Madrid: nos habíamos quitado el polvo de la dictadura, sus chupas de cuero rompían con la falsa modernidad de los setenta, de los pantalones de pana hippies, que al fin y al cabo era algo importado. Esto era autóctono”.

Díez desmiente el viejo rumor de que muchos de aquellos principiantes tocaban tan mal que no daban la talla para grabar un disco, por lo que, por las noches, curtidos músicos de sesión regrababan sus pistas. Asegura que todos los que él conoció tocaron en sus propios discos.

Cuando el primer batería de Nacha Pop se mostró incapaz de llevar bien el ritmo en “Chica de ayer”, no se llamó a un batería de sesión, sino que directamente fue reemplazado en el seno de la banda por el más experimentado Ñete. “Los músicos de la movida decían que si no tocaban ellos, no grababan. Por eso tienen ese sonido tan característico”, dice Díez. “Ñete, que tocaba en Zapatón con el guitarrista Tony Luz [exPekenikes y exmarido de Karina], me encantaba, y propuse que entrara en Nacha Pop. Y fíjate luego a todo lo que dio lugar”.

Con la extinción de Hispavox murió una forma de hacer música en España. “Mi madre era modista. En los sesenta apareció el pret-a-porter, una ropa que es fácil de comprar y de llevar y que, sobre todo, se adapta a una moda. Los grandes modistas se pasaron a esa tendencia. Lo mismo ha sucedido con la música. Nosotros hacíamos alta costura. La producción musical ha cambiado: cualquiera por mil euros se monta un estudio en casa. ¿A peor? Sí. ¿Se ha empobrecido? Sí. Pero hay que ver las cosas con el contexto del momento”.