Cuando Queen pasó por España como un ciclón en el verano de 1986, con conciertos en Barcelona, Madrid y Marbella, a Freddie Mercury aún no le había sido diagnosticado el sida. Este no es un apunte baladí, ya que constata que en aquel entonces su estado de forma seguía siendo el de un atleta del rock. De hecho, en esas actuaciones, que formaron parte de la exitosa gira europea 'Magic Tour', Mercury se mostró sobre el escenario como el hijo de los dioses que fue. Pura potencia. Pura magia. Un trueno.
Pero en cuestión de meses todo iba a cambiar para él, y también para sus millones de seguidores. Al archifamoso vocalista le dispararon a quemarropa la peor noticia posible: había contraído la enfermedad "de los maricas y los yonquis", y en los cinco años que transcurrieron hasta su muerte (con apenas 45 años, un putadón) no volvió a actuar con el grupo que se lo había dado todo. Ese dato confirma hasta qué punto fuimos unos privilegiados quienes pudimos verle en acción en cualquiera de esas tres ciudades españolas.
La noche del 3 de agosto de 1986, ninguna de las 30.000 personas que acudimos al estadio de fútbol del Rayo Vallecano podíamos imaginar que aquella iba a ser la antepenúltima actuación de Mercury con Queen, y es lógico pensar que el propio músico tampoco podía sospecharlo. A aquel concierto le sucedieron otros dos, en Marbella y en Stevenage (Inglaterra), al cabo de los cuales la gira tocó a su fin y ya nunca más volvió a haber conciertos con la formación original.
Pienso en aquella noche y me alegra comprobar que, a pesar de la nebulosa de los años –nada menos que tres décadas y media–, mi memoria conserva un nutrido álbum de grandes momentos. Pero de entre todos ellos destaca la figura omnipotente de Freddie Mercury, quizá el cantante más atípico que ha dado el rock y, quizá también, la mejor voz, por delante de la de colosos como Elvis, Ian Gillan y Robert Plant.
Con su mostacho setentero y su nervioso chasis, que por momentos parecía multiplicarse y cubrir todo el escenario, Freddie era un espectáculo en sí mismo. Porque en él se cumplía al milímetro aquello de que una gran personalidad puede con todo, con todos.
Vestido de blanco, con casaca corta primero y una leve camiseta sin mangas después, el hiperactivo cantante refulgía en la noche como un muñeco de neón. Frente a él, entre la selva de cuerpos, sentí que se entregaba a sus canciones más allá del estricto oficio, con alma.
En cada uno de los temas que interpretó, y a veces fuera de ellos, fardó cuanto quiso de poderío vocal. Y esas virguerías de su voz fueron celebradas con el entusiasmo que se suele poner ante las descargas de genialidad: gritos, saltos, silbidos, aplausos... Porque estábamos ante uno de los más grandes héroes del rock, una leyenda viva, y, conscientes de ello, nos era imposible represar las emociones.
Esa noche, insisto, fue la noche de Freddie Mercury, porque su brillo era hipnótico y su presencia apabullante, pero hubo otros alicientes. Recuerdo que los instrumentos sonaban como bombas y que el juego de luces parecía venido directamente del futuro. Nada que ver, en fin, con la cacharrería escénica de los grupos españoles de entonces.
Por lo demás, el baterista Roger Taylor y el bajista John Deacon cumplieron de forma notable su cometido rítmico, mientras que Brian May tuvo la habilidad o el don de atravesarnos y elevarnos con esos solos de guitarra que mezclaban belleza y virtuosismo. Me impactó ver con qué facilidad tocaba su Red Special, sin que se le moviera un solo rizo.
Aquella noche aún me faltaban unos meses para ingresar en la mayoría de edad, pero mi primer contacto con Queen se había producido unos años antes, en plena adolescencia, cuando rompí de tantas veces como lo puse el vinilo de 'Greatest Hits', una joya. Después, en 1985, cuando vi por televisión el macroconcierto 'Live Aid', a punto estuvo de salírseme el corazón por la boca.
De entre todas las actuaciones que tuvieron lugar en el estadio Wembley de Londres, las de U2 y Queen estuvieron en un plano superior, y la de estos últimos fue la más excitante. Por eso, nada tuve que objetar cuando años después distintas encuestas concluyeron que aquel breve concierto de Queen era el mejor de la historia del rock.
Esa antigua militancia en el 'universo Queen' fue la que me llevó esa noche de agosto de hace ya 35 años al templo vallecano, donde algunas de las canciones que sonaron, clásicos incontestables del rock universal –'Under pressure', 'Another one bites the dust', 'I want to break free’, 'Bohemian rhapsody', 'Crazy Little thing called love', 'We will rock you', 'Friends will be friends', 'We are the champions'…–, eran como viejas amigas que en aquel lugar cobraron una dimensión nueva, amplificadas por la presencia de sus creadores.
Un día antes de ese concierto, el programa 'Informe Semanal' emitió un reportaje sobre Queen de más de 20 minutos. Aquella inusual extensión se debió a que incluyeron una entrevista con el grupo en la que consiguieron que participara Freddie, quien llevaba años sin hablar con los medios porque, como manifestó, detestaba profundamente las entrevistas.
En esa suerte de publirreportaje, en el que el líder expresó su admiración por Montserrat Caballé, con quien llegaría a grabar un disco dos años después, se le puede ver tranquilo, irónico y, sobre todo, rebosante de salud.
La misma salud que rezumó en el estadio del Rayo Vallecano, donde nos regaló algunas imágenes impagables. Como el momento en el que se envolvió en una bandera con la doble nacionalidad británica y española y el tsunami de gratitud acalló la música.
O la épica despedida, cuando, con el himno de su sacrosanta tierra de fondo, la estrella sin discusión, con capa y corona de monarca y el micrófono/bastón a modo de cetro, se descubrió en señal de reconocimiento y derritió de gusto al Madrid más profundo y visceral.
Esa noche, aquellos cuatro hijos de la Gran Bretaña revolucionaron el extrarradio de Madrid durante cerca de dos horas. Y 30.000 adictos a la buena música lo celebramos mimetizados con el recinto que nos envolvía, con ardor puramente vallecano.
Antes de abandonar el escenario, Freddie Mercury, la 'reina' más viril de la historia, se saltó el protocolo y con un parsimonioso barrido visual nos abrazó fuertemente a todos. Su gesto era el de alguien satisfecho, humano, cómplice. El de alguien que desconocía por completo su sino y se limitaba a disfrutar el grato instante, la vida. Dios lo salve.