Por mucho que nos pese, hay momentos en los que nos descubrimos comportándonos tal y como nuestros padres o imitando ciertos gestos de los abuelos. Bien porque nos sale espontáneo aquello de "cuando seas padre comerás huevos", bien porque se manifiestan esos porsiacasos que nos incitan a ser precavidos, incluso cuando nos creíamos liberados del hábito familiar. La congoja de los porsiacasos llevaba a nuestros antecesores a guardar un dinero debajo del colchón, en botes de cocina, en la viga o debajo de una baldosa. ¿Cuántas historias se han contado de gente que murió en la indigencia sobre un colchón lleno de billetes?
En Israel se dio el caso, hace unos años, de una hija que le regaló a su madre un nuevo colchón y, sin contar con ella, arrojó a la basura el viejo, que contenía un millón de dólares, el ahorro de toda una vida. Cuando quisieron rescatarlo del vertedero municipal de Khyria (Tel Aviv), ya estaba hecho trizas junto con 3.000 toneladas de basura. A Alejandro Varela, economista e hijo del albañil de pueblo, su padre le contaba mil historias similares sobre fajos de billetes antiquísimos que encontraban al derruir las casas, pero carentes de valor.
¿Por qué seguimos guardando el dinero bajo el colchón si ni siquiera hacemos ya uso de efectivo? Una encuesta del Banco de España indica que el 40% de los ciudadanos admite que siguen ahorrando en efectivo, una práctica que, además, crece entre la población más joven. Es una mala costumbre financiera presente en el 60% de los jóvenes menores de 34 años. La cifra se reduce a un 22% entre los adultos de 65 a 79 años. Generalmente, el motivo es el bajo poder adquisitivo de las familias y, por tanto, su poca capacidad de ahorro.
La clave está en la seguridad. "Ese dinero que vas apartando al cabo de un tiempo se convierte en una cantidad que, al estar a la vista y fuera del flujo de facturas y recibos que te pasan por el banco, lo percibes como algo tangible y seguro", indica Varela. El problema de esos ahorrillos es que pierden valor debido a la inflación.
El economista reconoce que nos falta cultura financiera para saber qué hacer con ese dinero que acaba en los lugares más insospechados de la casa. Si son pequeñas cantidades, no tiene mayor importancia. Si son grandes sumas, entramos en terreno pantanoso. ¿Es dinero sin declarar? ¿De dónde procede?
No existe ninguna regulación que limite la cantidad de dinero que los ciudadanos pueden guardar en sus domicilios. Eso sí, siempre y cuando se trate de ahorros personales y no dinero procedente de actividades ilegales. A Hacienda no le importa el destino de nuestro dinero, pero sí que esté declarado a través del Impuesto de la Renta sobre las Personas Físicas (IRPF) y justificado su origen.
En su lucha contra la economía sumergida, vigila especialmente aquellas operaciones en las que se mueven billetes de 500 euros y entradas o salidas de efectivo a partir de 3.000 euros. Hay, además, un límite para pagar en efectivo, que se aplica a todas las compras por un valor superior a 1000 euros. Con esta medida, la Agencia Tributaria pretende luchar contra las actividades ilegales como el blanqueo de capitales o las estafas. En caso de pasarse del límite establecido, la agencia establece una multa del 25% de lo pagado en metálico para ambas partes infractoras.
Las entidades bancarias están obligadas por ley a informar a la Agencia Tributaria de esos movimientos porque se encuentran dentro del catálogo de operaciones que podrían albergar comportamientos sospechosos de uso de dinero en efectivo.
Por otra parte, no descubriremos nada nuevo si decimos que ese dinero corre serios peligros. Según el comparador de productos bancarios HelpMyCash, las tres mayores amenazas son, además de una inspección de la Agencia Tributaria, la inflación -en un 3,5% en este momento-, los robos y los desastres naturales. Por muy seguro que creamos el escondite, siempre está expuesto a amenazas: un robo, un desastre natural, la muerte inesperada de quien lo guardó o, como le ocurrió a la ciudadana israelí, que un hijo te sorprenda con un cambio de mobiliario.
"Yo me encontré en mi piso, al quitar los muebles viejos después de comprarlo, un sobre con un fajo billetes de pesetas. Estaba escondido detrás de un armario. Tanto, que la dueña debió de olvidarse de que estaba allí durante años. Debió de ser una pequeña fortuna en su tiempo y ahora no era nada más allá de una anécdota. Ni quiera en una tienda de numismática tenía valor. Me pregunto qué hubiese podido hacer la dueña con ello de haberlo disfrutado, ojalá lo hubiese hecho. Yo prefiero dejarlo en el banco y tener apenas 200 o 300 euros por casa", nos cuenta María, una lectora de 52 años.
Tiene razón María en que esa cantidad moderada de 200 o 300 euros puede salvar en un momento de apuro. No olvidemos que la tecnología también falla y podemos encontrarnos sin posibilidad de hacer frente a un pago. Por un problema del sistema informático de nuestro banco, de la red de comunicaciones, de nuestra compañía telefónica o de nuestro propio terminal. Stephanie Shirley, filántropa británica e informática pionera de 91 años tuvo que huir con cinco años de la Alemania nazi y en una reciente entrevista para el diario The Times contaba que "los refugiados siempre tienen un alijo por si acaso, para emergencias". Algunos de los niños de aquel Kindertransport que los trasladó a Inglaterra llevaban dinero en efectivo en sus zapatos. Es algo que no ha podido borrar de su memoria y, por si acaso, siempre tiene un billete de 20 dólares en la funda de su teléfono móvil, a pesar de que su última gran compra fue un cuadro cuyo precio llevaba cinco cifras.