Rondando los 60, a punto de jubilarse y en su mayoría solteras, un grupo de amigas del malagueño barrio de la Victoria se juntaron con un plan: envejecer juntas en comunidad, cómodamente, pero sin perder su independencia. Así nació el primer cohousing. Una forma de vida en cooperativa que ya entonces, sin tirar de neologismos, resultaba utópica. Treinta años después, la idea de tomar las riendas del propio envejecimiento sigue resultando revolucionaria. El modelo imperante, que tras el golpe de la pandemia en estos centros urge a hacer cambios, relega estas últimas edades a fórmulas institucionalizadas con las que se pierde autonomía.
Ahora, como primera generación de residentes adentrada en la cuarta edad y desde el hogar comunitario que comparten en los montes malagueños -a dos kilómetros de sus casas de toda la vida-, las pioneras de Santa Clara señalan de nuevo al futuro: ¿qué necesita una sociedad cada vez más longeva para vivir dignamente y hasta el final sin perder su derecho a un hogar?
A Aurora Moreno (85) la idea le llegó a los treinta años. Acudía como voluntaria con un grupo de jóvenes de su parroquia "a llevarle la alegría cantando guitarra en mano a las personas mayores que vivían en una residencia, que entonces llamábamos asilo. Estaban bien asistidos físicamente y en cuanto a manutención y limpieza, pero se percibía la soledad. Faltaba el cariño y la amistad de unos con otros", cuenta a Uppers por teléfono desde su casa, uno de los 76 apartamentos propios de 50 metros cuadrados y terrazas con vistas envidiables que componen el residencial.
"Ya de mayores es más difícil hacer una nueva amistad. Pensando esto fue cuando me di cuenta de que yo no quería envejecer así, quería hacerlo junto a mis amigas y en una continuidad de nuestras casas". Tuvieron que pasar otras tres décadas hasta que se materializó el sueño. Por el camino se hizo monja, abandonó el convento para cuidar a su madre enferma, ejerció de profesora y, rondando los 60, entre misas y "copitas", se propuso convencerlas. "Me decían que estaba loca, que cómo íbamos a llevar nosotras algo así, que quién iba a querer meterse", recuerda.
Al otro lado del teléfono, una tarde diferente y tras dos meses extraños a causa de la pandemia en los que no han podido compartir los espacios, actividades y salidas comunes que les dan tanta "vidilla", su amiga Ana Rosa Pérez (84) lo confirma. "Yo me metí en esto porque Aurora es mi amiga y estaba tan ilusionada con el proyecto que, aunque en principio nos parecía una utopía, no pude más que apoyarla". Con 45 años de experiencia como trabajadora en Hacienda a sus espaldas, donde se jubiló como subinspectora, se hizo cargo de la tesorería: "Me daba mucho miedo coger dinero de los demás, que fracasara. Con la mala fama que las cooperativas tenían entonces".
La amistad y el boca a boca lo tejen todo en su historia. Con la idea firme de buscar "un lugar cercano al barrio que, cuando saliésemos, nos permitiera vernos con nuestros amigos y la familia", y tras barajar varias opciones, Aurora dice que tuvo el pálpito de que ese "terreno rústico" sobre el que ahora residen era el definitivo cuando vio el anuncio en el periódico. Sin haber formado la cooperativa ni formalidad alguna, pudieron entregar el primer millón de pesetas para dar la entrada a tiempo gracias a la confianza ciega de otras de las dos mujeres y amigas que se unieron al proyecto desde el inicio: Paquita Ramírez (90) y Ángeles Cabeza.
Ambas, que fueron asistentes sociales, ahora con demencia y Alzheimer, pero residiendo aún en Santa Clara, donde pasan casi la totalidad del tiempo atendidas en habitaciones reservadas a la atención de enfermos; prestaron sin recibo a cambio 500 mil pesetas cada una para arrancar. "A Ángeles, su hermano, que trabajaba en el banco, le dijo que no se metiera en semejante locura", recuerda Aurora.
Paquita, como cuenta a este medio su familia, también se topó con la desconfianza sobre la inversión en el proyecto de su cuñado y su hermana, que ahora vive con ella en el residencial. "Había mucha desconfianza por ser una cosa nueva y desconocida, pero la gente siguió sumándose. Amigos, amigos de amigos, y hasta personas de otras ciudades se empezaron a interesar", narra Ana Rosa.
"A las personas con menos capacidad económica las asistía el gobierno con asilo y la gente con mucho dinero estaba en sitios exclusivos. Nosotros, que éramos clase media, no nos situábamos", explica Aurora Moreno. Subinspectoras de Hacienda, de Magisterio, asistentes sociales, profesoras, abogadas y abogados, arquitectos… La primera junta rectora de la cooperativa Los Milagros se creó en 1991. Pasaron siete años de domingos con paella en el terreno hasta que se puso la primera piedra para edificar lo que hoy alberga. Además de los hogares individuales, están los espacios comunes como comedor, piscina, biblioteca, gimnasio, capilla, salas de reuniones o de juegos.
No fue hasta el 2000 cuando los primeros residentes empezaron a habitar sus casas. "Entre 15 y 20 personas vinieron en la primera tanda, en la que había unos tres o cuatro matrimonios y lo demás eran mujeres", cuenta Ana Rosa Pérez. "Mari y su madre, Ángeles, Clara 'la alemana', Rafael Pastor y su mujer Clara, María Segura, Paquita, Adela…", enumera haciendo memoria.
El sistema de ingreso, permitido a partir de los 50 años, funciona con una cuota no reembolsable (pero hereditaria) de entrada de 66.000 euros y mediante el pago de mensualidades en concepto de comunidad y servicios. Esta varía según lo contratado (comedor, limpieza, fisioterapia, gimnasia, peluquería, asistencia continuada para los más dependientes…) y ronda de media los 1.100 o 1.200 euros al mes. Un modelo que hoy, con una pensión media de jubilación de 1.137,99 euros en datos de la Seguridad Social, no es apto para todos los bolsillos. Menos en el caso de las mujeres: ellas tienen una pensión media de 846,91 euros a los 74 años y ellos, con una edad media de 70, ingresan 1.362,76.
¿Cómo hacerlo más asequible y accesible? Javier del Monte, arquitecto, gerontólogo y socio fundador de la Asociación Jubilares, explica a Uppers que esto requeriría "un esfuerzo y colaboración económica también por parte de las administraciones públicas, entidades y agencias financieras. Que se entienda en mayor medida su funcionamiento, que son modelos sostenibles y que el cohousing sea otro recurso más que incluir en el catálogo de la Ley de Dependencia; esto haría más sencillo el acceso a ellas. Además beneficia también a las comunidades".
"Cuando te vas a una residencia normalmente es porque ya no puedes valerte por ti mismo y estás con gente que no conoces. Aquí no, me vine a con 65 (ahora tengo 84) y he envejecido con los demás. Si te pones malo vienen a verte y echarte una mano, se forma como una familia", cuenta Ana Rosa Pérez. Esta forma de vida en comunidad viene heredada de los años 70 y del modelo de cohousing de holandeses y daneses, explica el gerontólogo. Lo curioso del caso español es que, en vez iniciarse entre perfiles familiares o intergeneracionales, más propio de sus inicios en estos países, aquí arrancó directamente entre mayores y para mayores: nuestro primer cohousing.
Ahora hay en torno a 150 viviendas colaborativas en toda España (12 de mayores ya en pleno funcionamiento), señalan los datos de Cohousing Spain y MOVICOMA. Estas varían en sus formas, perfiles y niveles socioeconómicos, pero apelan a un mismo patrón que llama a rescatar los valores comunitarios que el modelo capitalista ha llevado cada vez más hacia el individualismo, apostando por un estilo de vida activo, de cocuidados y más sostenible.
Como explica Javier del Monte: "Se crea una red de apoyo mutuo muy potente que pueda servir, especialmente en el caso de las personas mayores, como soporte emocional. Y está demostrado que reduce la morbilidad" -el 39,8 % de las personas mayores de 65 años sufren "soledad emocional" en España, según un estudio de La Caixa publicado en 2019-. "Por eso no hablamos de residencia, se trata de crear algo, un entorno que va más allá de lo arquitectónico y de un modelo inmobiliario; es un modelo comunitario".
"En ellos no se elimina, sino que se potencia, la individualidad (mi economía, mi espacio). La clave del modelo de vivienda colaborativa o cohousing es este equilibrio sobre vida comunitaria y privada y también el fomento de la vida pública mas allá del centro, en contacto con el barrio y la comunidad vecinal de una forma también intergeneracional", apunta del Monte.
Como consecuencia de esta filosofía, es habitual para los vecinos de los barrios malagueños de Fuenteolletas y la Victoria ver pasar varias veces al día a 'la Blanquita', la furgoneta blanca que lleva a los residentes de Santa Clara monte abajo y arriba por un euro el trayecto para que los puedan hacer planes o recados. Y en Trabensol (Torremocha del Jarama), una de las muchas cooperativas que por todo el país se han inspirado en su modelo, la iniciativa de fundir fronteras entre el centro y la localidad va más allá, según cuenta el gerontólogo, abriendo sus puertas para que personas de la zona acudan a actividades dentro.
Que la historia del Residencial Santa Clara se escriba principalmente en femenino no es casualidad. "Entre los que trabajamos en esto existe esa misma sensación: hay mayor presencia de mujeres en este tipo de iniciativas. En la Asociación Jubilares, por ejemplo, son entre el 60 y el 70% del total. Ocurre igual cuando hacemos actividades o trabajos participativos en ciudades: las mujeres acuden en mayor proporción", explica Javier del Monte. "Sí que se palpa esa motivación, la sororidad: 'en una sociedad que nos discrimina en ciertos aspectos, por lo menos estamos juntas", sería la reflexión.
Y como apunta a partir de las conclusiones de los estudios desarrollados por el proyecto MOVICOMA (UOC), que investiga la idiosincrasia de las viviendas colaborativas de mayores en España, es una forma de vida a la que hombres y mujeres se acercan con expectativas diferentes: "Los hombres en muchos casos se lo plantean desde la perspectiva de la corresponsabilidad y las mujeres lo hacen más con una idea de emancipación, de dejar atrás esos roles de género -yo no quiero coger la escoba, quiero escribir mi libro-", explica. Aunque en la práctica las investigaciones de MOVICOMA alertan de que se siguen perpetuando los modelos tradicionales de reparto de trabajo y cuidados, que recaen en mayor medida en las mujeres.
No obstante, Javier advierte que el cambio es constante y que la generación que ahora tiene 65 (la generación bisagra, que ha cuidado de sus padres pero no quiere que les cuiden sus hijos), difiere mucho de la de los mayores de 80 que en principio desarrollaron estos modelos. "En estos ocho años que llevamos en Jubilares ya hemos apreciado los cambios: el perfil de asociado ha cambiado de un perfil socioeconómico y cultural medio-alto y va abriéndose a mayor rango".
La actual crisis sanitaria, en la que 19.218 personas mayores han fallecido en residencias con COVID-19 o síntomas compatibles, ha puesto el foco de manera inevitable en cómo se gestionan estos espacios, regulados por las respectivas comunidades autónomas. Aunque los modelos de cohousing sénior no responden al mismo esquema, sus necesidades sí lo hacen: la población, cada vez más longeva y dependiente, precisa de una atención médica y profesional más especializada. "En el año 2000 había seis personas de entre 45 y 65 años por cada personas de más de 80, en 2050 va a haber una por cada persona mayor de 80 años. Ese es el reto del envejecimiento", apunta el gerontólogo Javier del Monte.
"Ya en el proyecto con el arquitecto propusimos que se realizara parte del edificio acondicionándola para cuando nos pusiéramos enfermos y tuviéramos más edad. Hicimos una zona con seis habitaciones de de atención a enfermos, ahora tenemos ocho", explica Aurora Moreno. "Cada vez vas necesitando más ayuda", asegura Ana Rosa Pérez. "Los que entraron al principio ya van cayendo, el consuelo es que lo hacen rodeados de amigos". Sin casos de contagio por el virus, la presencia del coronavirus se ha notado en Santa Clara de otro modo. A Ana Rosa le ha quitado, hasta nuevo aviso, sus salidas a comer con su amiga Adela, los lunes de echar la Primitiva o el coger su coche o un taxi para irse al teatro. "El confinamiento me ha sentado mal porque ando menos y se nota. Con 84 años que tengo, ya mismo me va a tocar cambiar de vida".
Dependientes, como recuerda del Monte, no quiere decir no autónomos. "La idea en estos espacios es poder ayudar a los demás y cuidar sin que esto desvanezca el proyecto de vida propio". Una idea que va alcanzando réplica. A finales de abril se publicaba en catalán el manifiesto Queremos hogares para vivir, como defensa del derecho de todas las personas a poder decidir cómo, dónde y con quién vivir; sin importar condiciones de edad, cognitivas o físicas. "Muchas personas que están en residencias no tienen las mismas condiciones que serían propias de un hogar. Además, cuando no se dispone de estas condiciones se sufre un mayor riesgo para la salud, como se ha hecho evidente con el Covid-19", reclaman los más de 3.600 individuos y 100 entidades adheridas.
Un alegato que toca en la raíz del concepto de cohousing que Aurora, Paquita, Ana Rosa, Ángeles, Rafael, Clara, Mari o Adela promovieron desde Málaga bajo su lema registrado "autogestiona tu futuro". Mantener la autonomía y el proyecto vital deseado hasta el final de sus días.