Cuando medio país se sumerge en la ya cansina Operación bikini, surge un modelo de nutrición que promete ayudar a bajar peso y mantenerlo mientras cuidamos la salud, y, lo más importante, sin privaciones traumáticas. Esta nueva tendencia se llama alimentación intuitiva. No se trata de mezclar ingredientes extraños (¿canela y aceite de coco?) o comer en tramos horarios imposibles, sino de hacer de la comida un espacio de serenidad.
Desarrollada por los nutricionistas americanos Evelyn Tribole y Elyse Resch en los años 90, la alimentación intuitiva se ha convertido en una filosofía de vida para numerosos adeptos. ¿Cómo funciona? Te mostramos sus diez mandamientos.
Es un hecho: las dietas milagro no existen. Además de ineficaces y de esconder en su mayoría un desilusionante efecto rebote, pueden ser peligrosas para la salud. Desde el punto de vista psicológico, introducen la variable de privación o restricción calórica, algo que provoca el efecto contrario. Numerosos estudios muestran que cuando se introduce la noción de prohibición de algo, el cerebro empieza a pensar en esa prohibición. Por ello, restringir un tipo de alimento es establecer una lucha contra el cuerpo y la mente. Además, si no somos capaces de evitar las prohibiciones, nuestra auto-estima bajará y el sentimiento de fracaso nos asolará.
Sí, has leído bien. Comer cuando tenemos hambre es bueno. Pero a veces confundimos el hambre con la sed o hacemos un tipo de dieta que precisamente busca que siempre tengamos sensación de saciedad. En la alimentación intuitiva es imperativo sentir hambre (por lo tanto, mejor no picar entre horas) y no pone la atención en lo que comemos cuando estamos hambrientos. Si elegimos un tazón de fresas con toda su vitamina C, perfecto, pero si necesitamos chocolate por las endorfinas que nos van a hacer sentir bien, también perfecto. En la alimentación intuitiva se confía en lo que el cuerpo pide.
La 'obesofobia' ha llegado a tal extremo que sentarse ante un buen plato de comida es algo así como librar una guerra contra los alimentos. Casi todos son buenos en sí mismos, lo que sí hay que conocer son las proporciones que cada cuerpo necesita y las combinaciones mejores para la salud. Pero pensémoslo, que haya un plato de comida apetecible y variada es un lujo (no hay que irse muy lejos, basta pensar en Ucrania) y saborearla nos permite un instante de placer. ¿No es como para llevarse bien con ella?
Los azúcares, la grasa, la sal... Tenemos tendencia a categorizar todos los alimentos en buenos o malos, pero la realidad es que todos los alimentos son funcionales, cumplen una función en nuestro sistema endocrino. Las restricciones, como adelantábamos, contribuyen a fijar la atracción precisamente por el tipo de alimentos que queremos evitar. En definitiva, démonos permiso para comer lo que nos gusta. El truco está en la cantidad.
Ya lo decía Francisco Grande Covián, "comer de todo, pero poco y nunca saciarnos". Algo muy parecido hacen en Japón, con una de las tasas de obesidad más bajas del mundo (solo un 3,5% frente al 21% de España). Comamos siempre la ración justa y evitemos sentirnos saciados.
Los alimentos son algo más que la suma de calorías, glúcidos, lípidos, proteínas y vitaminas. Comer es también un acto placentero y una manera de relacionarnos con los demás. ¿A cuántos acuerdos se llegan tras una comida? ¿Cómo imaginamos la mejor de las celebraciones?
Existe y a todos nos ha dado alguna vez. La soledad, la tristeza o la ira, entre otras emociones, nos pueden empujar hacia los atracones de alimentos en su mayoría hipercalóricos. Antes de caer en estos automatismos, respiremos profundo y pensemos en otros recursos que no arruinen la figura.
Aprender a respetar el cuerpo y a mimarlo quizá es el precepto fundamental de la alimentación intuitiva. Nuestro propio cuerpo va a marcar distancias con lo que no necesita y va a avisarnos de lo que pide. Y a veces no es tanto comida como hidratación. Si estamos bien hidratados, mejor con agua e infusiones, es menos probable que nos den ataques de falso hambre.
El ejercicio siempre es bueno. La diferencia respecto a las dietas tradicionales es que no importan tanto las calorías quemadas o los grupos musculares que trabajan. En este caso, se hace ejercicio por la respuesta que da ante el estrés: lo neutraliza de raíz porque el deporte genera endorfinas que van más allá del momento concreto. No hace falta matarse en el gimnasio, basta con una vida activa y con movimiento.
Es el último mandamiento y quizá el más importante. Ser más saludables es el objetivo real de este tipo de alimentación. Y cuando se escucha realmente al cuerpo solo apetecen los alimentos que les van bien a nuestro paladar y a nuestra salud.