El cocido es uno de los platos nacionales de España y a la vez un ejemplo de mixtura y diversidad gastronómica. Separando ingrediente a ingrediente viajamos por medio planeta: los garbanzos llegaron del norte de África (el actual Túnez) -aunque su origen parece situarse entre Turquía, Líbano y Siria- de la mano del general cartaginés Aníbal, tan despreciado por los romanos como los propios garbanzos, que eran objeto de mofas y chanzas. La patata vino de América del Sur en las carabelas; la zanahoria, de Asia; la col (repollo) procede de distintas zonas de Europa aunque los primeros en cultivarla fueron los egipcios; e incluso la ternera como fuente de proteínas tampoco es un invento exactamente español: fue domesticada hace diez mil años en Oriente Medio para obtener carne y leche.
Sin embargo, el tiempo, el arraigo y las diferentes culturas que moraron la península ibérica han ido dejando posos e improntas hasta convertir en monumento nutricional y placentero esa olla de caldo profundo y sustancioso donde se han cocido los garbanzos, las verduras y las carnes. Pero conste que eso de los platos nacionales es un ejercicio muy optimista de purismo si lo que se pretende es ensalzar su españolidad. Todo está mezclado y agitado desde antes que se decretara el inicio de la globalización. De hecho, Thomas Friedman considera que el descubrimiento de América fue la primera globalización y no la que empezó con el agricultor Bové tirando piedras contra un McDonald.
Este 27 de febrero, como cada año, se celebrará el Día Internacional del cocido. Tal efeméride no figura en las agendas de la ONU ni de sus agencias (Unesco, OMS, etc) sin embargo corre con fuerza por internet, con el objetivo declarado de ayudar a popularizar las virtudes del cocido español, que el tiempo ha ido simplificando mucho hasta convertirlo en cocido madrileño. Cierto es que Madrid es posiblemente donde más se ha cuidado el plato. En el medievo ya se servía en el barrio de Lavapiés, entonces en la periferia de la capital, con “gallina y pernil”. Lope de Vega y Cervantes lo citan con frecuencia.
Por los datos que se recogen, el consumo de garbanzos no siempre tuvo una elevada consideración social. Ya en Plauto un personaje de nombre Pultifagónides servía de cachondeo a los espectadores por su afición a ingerir garbanzos. Valle Inclán le ajustó alguna cuenta pendiente a Pérez Galdós en Luces De Bohemia apodándolo Don Benito el garbancero, legumbre omnipresente en la obra del escritor canario.
Cocidos los hay por España por donde quiera que vaya, no solo en Madrid. El origen más parecido a la receta actual se encuentra en la adafina. Era un cocido que ponían al fuego en olla de barro los viernes por la noche los judíos sefarditas para celebrar el shabat. Garbanzos, arroz, alubias y carne de cordero, además de cebolla, canela y clavos de olor. En cada región española hay hoy cocido y durante todo el año.
El cocido de Lalín (Pontevedra), con productos de cerdo incluyendo la cacheira o careta; la olla ferroviaria cántabra, a base de carne y patatas estofadas en una olla de hierro tan contundente como el plato que fue creada por los empleados del ferrocarril de La Robla; el cocido Maragato, originario de León y que se caracteriza porque mantiene los tres vuelcos tradicionales pero consumidos al revés: primero la carne, después los garbanzos y al final la sopa: si sobra algo que sobre la sopa, dicen; o el de Lebaniegos; la olla podrida de Burgos con alubias rojas; a la andaluza, con un majado de ajos; el cocido extremeño o la olla gitana de Murcia. Un no acabar, aunque el rey de los cocidos, el más universal, lleva garbanzos.
El garbanzo no será de origen español pero es uno de los alimentos más populares, socorridos, extendidos y versátiles de nuestro país. Siempre estuvo asociado a la penuria económica y a la escasez, de ahí que sea leyenda de arrabal antes que cénit en mesas de alcurnia, donde aunque se consumía se privilegiaba a las carnes del cocido que a los garbanzos. Sin embargo, hoy estamos ante algo parecido a una revolución del cocido. Goza de prestigio social, se abren restaurantes dedicados exclusivamente a estos platos: gourmets, gourmands, foodies, triperos, comilones y otras tribus de medio mundo llegan a Madrid para comer el cocido, especialmente en los meses más fríos y los restaurantes agotan la reserva de mesas rápidamente. La modernidad también era esto: sacudirse los complejos y abrazar la nutritiva tradición de una olla al fuego con verduras, hortalizas, carnes y garbanzos.
Hasta aquí la teórica. Vamos con la práctica. Antonio Cosmen es un cocinerazo de 64 años que llegó desde Puerto de Leitariegos (Asturias) a Madrid cuando tenía 14 años. Comenzó a fregar y limpiar el pescado en La Giralda. De las 3.500 pesetas que cobraba se gastaba 3.000 en la habitación –“dicen que los pisos están caros ahora…”, ironiza-; trabajaba doce horas diarias y libraba un día a la semana. Cotiza en la Seguridad Social desde 1973: es de los que mantienen el sistema, conste.
Después echó los dientes en Casa Antón durante años haciendo y aprendiendo de todo y terminó montando su primer restaurante: Aldea Cosmen, un restaurante asturiano en la calle Moratín, en cuyos fogones oficiaba Raquel, la guisandera de la que Cosmen lo aprendió todo. Los jueves daban cocido. Y desde entonces anda pegado a la olla reina. Diez años después se instaló en la calle Carlos Martín Álvarez con un socio, en lo que hoy es la Cruz Blanca de Vallecas. Terminó comprando el local y quedándose el negocio en solitario.
Todo cambió en 2008, cuando los miembros del club de amigos del cocido fueron a comer a su casa. En realidad, entonces solo lo hacía los jueves y para la familia y empleados. Pero el club había oído hablar de la excelencia de su cocido y se plantaron allí 45 personas cuchara y servilleta en ristre. Desde aquel día su cocido tiene una puntuación de 9,03, la máxima emitida desde entonces. Cosmen tiene desde hace 15 años el galardón del mejor cocido de España. Y en su restaurante se ofrecen los cinco grandes de la gastronomía madrileña: cocido, callos, calamares rebozados, conejo al ajillo de los merenderos de toda la vida y churros para desayunar.
Un poco de cirugía para entender porqué este cocido es de clase superior. Los garbanzos – unos 8.000 kilos al año- vienen de La Moraña (Ávila). Son garbanzos escogidos y exclusivos para su restaurante. La variedad es castellana, terciado de tamaño y con especial atención a las tres aguas: la siembra, cuando florece y cuando se cuece. Nada es casual. Al sembrarlos necesitan más agua pero sin pasarse; cuando florecen, solo el riego justo; y al cocerlos con agua de Madrid, el tiempo justo y “cocidos en libertad, sin malla ni presión”, explica Cosmen, que pone al fuego cada día unos 25 kilos de garbanzos.
Y el tiempo de la cocción depende del tiempo transcurrido entre el día en que se cosechó hasta que se pone al fuego: el garbanzo de final de agosto unos 35 minutos, el de septiembre, 40 minutos y el de octubre puede llegar hasta 50 minutos de fuego. Y un asunto clave: jamás se puede cortar el fuego porque el garbanzo se endurece y ya no hay quien controle el punto de cocción. El cocinero insiste en algo: “Para mantener el nivel solo se puede trabajar con proveedores comprometidos con la calidad”. El morcillo es de carne de novilla y los huesos de caña, el tuétano, las puntas de jamón, el tocino y la gallina de la mejor calidad. El chorizo y la morcilla, asturianas; y las verduras y hortalizas de las mejores huertas de España.
Cosmen cuece el cocido por separado y siempre el día antes. “Así se desgrasa el caldo: si no se forma una película por encima que contamina todos los sabores y todas las piezas saben a lo mismo”. La forma de hacerlo diferencia el de Cosmen de otros cocidos. El caldo con los garbanzos, por un lado, las carnes por otra y las verduras y hortalizas en su olla. El chorizo, aparte: que dé sabor pero no añada grasa.
En esta casa la sopa se sirve acompañada de un plato de cebolletas y piparras para el primer vuelco, que en esta casa solo son dos: el segundo ya incorpora todo mezclado: carnes, verduras y garbanzos, con un cuenco en tomate frito con caldo de cocido y comino para quien quiera mezclarlo con los garbanzos, siguiendo la tradición. No han renunciado en la Cruz Blanca a seguir haciendo la clásica pelota con miga de pan, ajo, perejil y panceta picada: puro ingenio español destinado a llenar la panza del comensal antes de atacar el plato de carne.
El de Antonio Cosmen tiene bien ganada fama, pero en Madrid hay otros clásicos y del máximo nivel como el de La Bola, Malacatín o Lhardy. “Los centenarios tienen mucho mérito porque son ellos los que han conservado la tradición a lo largo de los tiempos”, admite Antonio Cosmen. Entre los restaurantes de Madrid más reputados para un buen cocido pueden añadir La Taberna de la Daniela, El charolés (en El Escorial), casa Carola, La clave, Taberna Pedraza, la Gran tasca o La antigua. Hay para elegir.
Los tiempos han cambiado definitivamente para el cocido, que se corona de mitos populares y de subsistencia, como el del sustanciero, el tipo que recorría las calles de las ciudades alquilando su hueso de jamón para darle sabor al cocido. No está claro si aquella figura fue un invento de la mente de Julio Camba, aunque en El Buscón de Quevedo hay referencias al hueso que manejaba el dómine Cabra y “las sospechas de sustancia” que dejaba en el caldo tras enseñarle apenas la caja con orificios donde guardaba el hueso.
Desde que el hombre domina el fuego y empezamos a ablandar la carne de mamut en una olla de barro entramos en la modernidad gastronómica. En eso está el cocido: entre la tradición -popular y fervorosa-; el federalismo patriótico – un pueblo, mil cocidos: iguales pero diferentes-; y la modernidad – mejor, el cocido que el caviar- de un pueblo tragaldabas que honra la memoria de cuantos garbanceros han sido y existido.