La británica Carolyn Steel, una de las mentes más brillantes en la reflexión sobre el futuro de la alimentación, sostiene que los seres humanos somos los únicos animales que hemos aprendido a compartir la comida en vez de despedazarnos por el trozo mayor del botín. Casi podría decirse que ese hallazgo es el comienzo de la socialización. Y socializar nos hace felices y sentirnos bien. Todo viene de Darwin. En el Origen de las especies desarrolló teorías revolucionarias en lo tocante a la relación del hombre con la naturaleza. Su postulado era que la comida consiste en seres vivos que matamos para vivir y eso incluye matarnos unos a otros. Uno de los ejemplos más recurrentes es el de los chimpancés machos. Tras cazar se enzarzan en un combate atroz, gritando como descosidos, mientras se disputan la presa. Como resultado: los machos débiles y las hembras solo comen verduras. También lo hacen los leones y las hienas manchadas.
La hospitalidad es una forma refinada de socializar y es una de las bellas artes sin academia que la revindique. No solo nos relacionamos, sino que además acogemos al otro en nuestra casa. Preparamos el mejor condumio, descorchamos vinos y preparamos la mesa con las mejores galas y la mejor vajilla disponible. Sentamos a la mesa a gentes que a veces ni se conocen entre ellos. El ritual desinhibe, acerca y engrana. Se aparcan las diferencias y se activan los mecanismos del compartir felicidad. La hospitalidad cambia la hostilidad por la amistad.
Aunque además del amor o la amistad, las mesas han sido testigos de declaraciones de guerra. Al calor del vino se han firmado armisticios y se han repartido estados, a la mesa Jesús repartía el pan, se han rubricado transacciones comerciales históricas, se han movido líneas en los mapas, en las mesas se ha traficado con personas y con obras de arte, los emperadores y reyes celebraron sus coronaciones, se han organizado magnicidios y conjuras papales; el rey Arturo y sus caballeros gobernaban el reino desde la mesa de la tabla redonda y en las mesas se han tejido conspiraciones de todos los tamaños y colores. Siempre en torno a unas viandas y unos vinos. “Usted deme buenos cocineros y yo le traeré buenos acuerdos”, le dijo Tayllerand, su ministro de Exteriores, a Napoléon. Su castillo de Valencay se convirtió en el centro de operaciones gastronómico-diplomáticas bajo el oficio del monumental Carême, padre de la alta cocina francesa.
Comer es una actividad social. Tanto que comer solos nos parece algo raro, incómodo, nos sentimos ansiosos. Explican los expertos que esa sensación es un instinto ancestral heredado de nuestros antepasados salvajes, que se sentían desprotegidos y vulnerables a los ataques cuando comían solos. Un antropólogo británico, Robin Dunbar, sostiene que el hecho de comer juntos libera endorfinas: su efecto es similar a una caricia. Y también libera oxitocina, a la que podríamos llamar la hormona socializadora porque es la que nos dice al oído que hay límites, que hay que compartir la comida para que haya para todos y es la hormona que te impide que te sirvas tres platos del estofado dejando a algún comensal sin comer, explica Steel en Sitopía, un libro imprescindible.
Somos la única especie que pensamos, hablamos y tenemos unos códigos avanzados respecto a la comida. En torno a esa realidad hemos construido un mundo sofisticado en torno a la alimentación al que llamamos gastronomía. Todo lo edificado redunda en la búsqueda de un mayor disfrute, en la exploración de cada espacio detrás de las proteínas. Las recetas elaboradas, las presentaciones más esmeradas, el afán de originalidad, de sorprender, son hábitos que forman parte de ese lenguaje. Y todo acaba compartiendo la mesa.
La comida es santo y seña de nuestra identidad. Solemos repetir los rituales y hábitos cotidianos cuando viajamos. Tendemos a reencontramos con nuestro mundo allá donde estemos para sentirnos en casa o al menos que lo parezca o nos lo recuerde. Animales de costumbres, diría la voz popular. Solo hay que observar a los ingleses desayunando beans y bacon allende los mares y caiga quien caiga. Cada cultura, cada país, tiene rituales propios en torno a la mesa. Son de origen religioso, antropológico o cultural pero todos están cosidos por la misma idea de compartir la mesa en aras a la convivencia, la conversación y el disfrute, que son variables de una misma emoción.
Desde Proust y su magdalena quedó bien definida la existencia de anclajes sensoriales que nos llevan al pasado, que activan los resortes de la memoria, nuestros recuerdos. Palancas que nos hacen recordar tiempos vividos, aromas, sabores, sensaciones. Y muchas de esas magdalenas son colectivas. Los beans ingleses les hace sentirse parte de una comunidad, pero también el haggis (un plato de asaduras de cordero y otros despieces de casquería muy condimentado, con cebolla, harina de avena e hierbas) a los escoceses, o el cocido a los madrileños y el cochinillo de Cándido a los segovianos, el gazpacho de la madre a los andaluces, un arroz en paella a los valencianos, la calçotada familiar a los catalanes o una caponata a uno de Palermo.
La comida cose historias compartidas, nos acerca, nos empuja a ser agradecidos. Dicen que es compartir amor y sentencia el anónimo que “quien comparte la comida no pasa solo la vida”.
El sol ya asoma. Es tiempo de salir y desperezarse del invierno. La primavera llegará e invitará a pasar un sábado cocinando para los amigos, o a sentarse bajo un árbol con unas fiambreras u organizar la más sofisticada de las cenas con velas para doce. Hágalo como quiera, como los coreanos en el seollal (su año nuevo lunar), como el pope rumano tras un entierro en mesas con manteles blancos y bendiciendo el kooliba, el dulce ritual; cocine una tortilla de patatas campeona o si quiere haga la ceremonia del té como los bereberes. Cualquier ritual de conexión sirve, y sepa que cuando lo hace esta perpetuando un comportamiento civilizatorio y socializador que nos aleja de la barbarie. Y en estos tiempos no es poca cosa.
Y nunca olviden al sabio y pionero de gastrónomos Brillat-Savarin: “El placer de la mesa es de todas las edades, de todas las condiciones, de todos los países y de todos los días. Puede asociarse a todos los demás placeres y es el único que nos queda para consolarnos de la pérdida de los demás”.