Allá por los años 70 los niños españoles dimos un estirón. No todos por igual, pero la talla de la población aumentó diez centímetros de media. Era el principio del fin del landismo. En el futuro, los españoles ya no serían una raza irredenta de bajitos ni cazadores de suecas por las piscinas de los hoteles de Torremolinos. Para eso han inventado Tinder. Los que ya pasamos de los 45 somos los llamados uppers.
La generación X. "Cá uno es cá uno y tiene sus caunás", decía el Guerrita: pero a estas alturas de la vida tenemos algunos rasgos comunes o razonablemente comunes: empezamos a ver demasiadas cosas en el retrovisor pero seguimos queriendo comernos la vida; con un poco de suerte hemos terminado de pagar la hipoteca o enfilamos ya la recta final, tenemos una vida más o menos organizada o gozosamente desorganizada y, según un estudio de 40db de Belén Barreiro para este medio, somos "libres, felices, optimistas, relajados y un poco sobrados". Bueno, si lo dice una de las sociólogas más respetadas de España será así.
En el seiscientos familiar cabía un numero indeterminado de personas que no bajaba de cinco y no excedía de nueve. Un cochecito, que era aspiracional para una clase media española que se iba consolidando, y que no tenía por supuesto ni cinturones de seguridad ni reposacabezas. Del air bag, ni hablamos. Muchos nos criamos con el gatito que cambiaba de color en función de la meteorología cimbreándose en la bandeja trasera del coche. Que yo recuerde siempre le hemos hablado de usted a las personas mayores y a los desconocidos en general y nos levantábamos para dejar el asiento en el autobús a los ancianos.
Tenemos marcas de vacunas por el cuerpo. Nos pusieron todas las que quisieron porque la resistencia civil a la vacunación ni estaba ni se le esperaba. Y en todo caso los atisbos de rebelión los arreglaba el practicante -así se llamaban los enfermeros- por decreto ley. Ibamos al fútbol a ver a nuestro equipo con el bocata de chorizo y tan contentos. No llevabámos bandera porque siempre nos decían que íbamos a dejar tuerto al de delante.
Nacimos con esa frustración. Hemos visto arrojar balones hinchables de Nivea a las playas desde las avionetas, las primeras televisiones en blanco y negro con filtros de acetato tricolores y, por fin, el milagro de la tele en color. Aunque aún conservamos la tara del mando a distancia tardío. Huelga decir que solo tuvimos un canal, después dos y mas tarde el regional: ya aquello fue una fiesta. Lo de hoy es una broma pesada. Las máquinas de marcianitos de los billares fueron nuestra Nintendo Switch PS5.
Pero si tenemos una patria común anclada en el pasado es lo que comíamos y bebíamos en nuestras casas y en la calle, porque estábamos todo el santo día en la calle y,a falta de móviles, nuestras madres nos llamaban desde el balcón a viva voz. Esos hábitos sí que identifican a una generación. Los desdichados que no comparten nuestra inserción generacional deben saber de antemano que nuestro mundo no era opulento. La oferta de compra era limitada. No había cientos de marcas de galletas en los supermercados. Es que ni siquiera había cientos de supermercados. La llegada del carrito de mano de los grandes supermercados fue para nosotros como el primer vehículo lunar.
Como diría un modernito, tenemos un relato común. Pero ningún relato une tanto como lo que comimos y bebimos. Venimos de un tiempo en el que se incrementó la variedad de alimentos disponibles a la vez que bajaba el consumo de legumbres y se aumentaba el de lácteos, cárnicos y azúcar. El primer Estudio Nacional de Nutrición y Alimentación establecía que en 1964 ingeríamos más de 3.000 calorías diarias, casi 400 más que hoy.
Aquí van diez flashes de nuestro tiempo, diez hitos fundacionales de lo que fuimos y quizás de parte de lo que somos. Completen su lista.
A finales de los sesenta nacía la Nocilla, a imagen y semejanza de la Nutella, que era la original. La italiana tenía más concentración de avellanas y más diseño en el tarro. Pero la Nocilla nos marcó, incluido su vaso de cien dioptrías reutilizable para beber agua. El churretazo en el rostro y las manos pringadas del ungüento de chocolate era una experiencia religiosa de la que no todas las generaciones pueden presumir.
Tan relevante fue la cosa que incluso hubo un intento de proclamar la Generación nocilla en torno a un grupo de escritores y con el Nocilla Dream de Agustín Fernández Mallo como códice fundacional. Aunque aquello quedó en un coitus interruptus. Tendríamos que vivir mucho tiempo para que se borraran del disco duro dos melodías que forman parte de la banda sonora de nuestra juventud. El "leche, cacao, avellanas y azúcar...no-ci-lla" y aquella cosa sencilla y a la vez gamberra de Siniestro total incluido en su ¿Cuándo se come aquí?: "nocilla, qué merendilla...mamá más" que para el propio Mallo era una especie de punk dadaísta.
Esa madre abnegada madrugaba para freír las patatas, cuajar la tortilla y empanar los filetes en día de excursión. Huelga decir que por aquel entonces los padres creían que conciliar era un delantero de la Juventus. Ese ritual es posiblemente de los pocos que aún se practican hoy, aunque en franca decadencia. El ingrediente más determinante del menú materno era el amor. Lo comprendimos con los años, cuando madrugamos para hacerle los filetes a nuestros hijos.
José Andrés nuestro cocinero más internacional, confiesa que los días en los que más echa de menos España prepara una tortilla "y el proceso de elaboración me transporta hasta la cocina de mi madre". Que hay que ser muy malos padres para meterle al niño en la mochila un bocata de tortilla precocinada. La tortilla es, en todo caso, intergeneracional, y hoy está más viva que nunca, aunque los uppers la disfrutamos como nadie por la escasez de oferta paralela. Es una cosa muy nuestra, vaya.
Igual que la generación de nuestro padres para ver algo de cine de destape (feliz expresión acuñada por Angel Casas) tenían que irse a los cines de Perpiñán, nosotros teníamos que bucear en una lata para saborear una piña. En almíbar o al natural. Hasta que en los setenta llegó la piña fresca a España. Joder, estaba riquísima. No tenía nada que ver. Huelga decir que fue tratada como un producto de lujo en las mesas familiares. Se reservaba para las navidades y fiestas de guardar. Al principio como postre. Con el tiempo empezó a utilizarse para acompañar el solomillo de cerdo, en ensalada, incluso se hacía piña rellena de langostinos.
En fin, una revolución. Pelarla y cortarla era otra aventura dada la impericia hispánica con el producto. Teniendo en cuenta que la piña es originaria de los confines suramericanos a los que llegaron los españoles ignoro por qué no se convirtió en alimento habitual en nuestras mesas mucho antes, como el tomate o la patata. Carlos Azcoytia, director de la revista historiacocina.com, erudito en la materia y que se ha currado el tema de la piña arroja muchas dudas sobre su origen y sus avatares. Si tienen interés en profundizar, lean.
Eran los ochenta y cuando la paga semanal no alcanzaba para helados o polos recurríamos al sucedáneo: el estilizado flash congelado. Un jarabe concentrado con saborizantes que se congelaba y se chupaba poco a poco sacándolo con suavidad de su envoltorio de plástico. Los catalanes le llamaban polines, los andaluces lo llamábamos flá (para qué malgastar tiempo y saliva en pronunciar la ese y la hache, que no aportan nada).
La marca flagolosina la creó José Nortes en Lora del Río (Sevilla), era el mismo empresario que vendía el pimentón Las tres rosas. También coexistía con otra marca llamada Burmar flax, que fue un invento del empresario español Evaristo Burgueño. Los flashes se compraban, baratos, en el kiosko del barrio, a cinco, diez o 25 pesetas, según tamaño. Los que más éxito tenían era los de lima, naranja, fresa y, por supuesto, los de coca cola. La parte del final, la cola del sobre, llegaba ya a la boca derretido o en escarcha. Hoy se siguen vendiendo aunque adaptados a los tiempos: con productos naturales sin edulcorantes ni aditivos. Mejor no conocer la fórmula de los que nos tomábamos allá en los ochenta.
No recuerdo haber asistido jamás a un cumpleaños de los setenta con payasos. Ni con magos y mucho menos con toboganes hinchables ni cosas tan sofisticadas. Lo más, una piñata de papel con regalos de plástico modelo premio roscón de Reyes. Y ya. Pero tampoco recuerdo haber asistido a ninguno donde no se ofrecieran nutridas bandejas de medias noches. Ese bollito suculento. Los más finos eran un brioche, pero los más habituales eran industriales, rellenos de paté de hígado de cerdo, de jamón york con mantequilla o sobrasada.
Eran un clásico. En la mesa no faltaban las bandejas de sandwiches -con sus cortezas laterales reglamentarias- ni la tarta, a veces casera con galletas y crema pastelera y otras veces de pastelería. Y sus velas, que no faltaba una. De beber, mirinda de naranja y caseras "de color". A veces, algún batido industrial. Y a correr a la calle. A menudo, baile infantil con el picú (pick-up, vulgo tocadiscos) de fondo. Y los más afortunados, proyección con cine Exin, cuya función de moviola duraba justo lo que tardabas en darle a la manivela hacia atrás, una función teóricamente prevista, pero que siempre terminaba con la manivela en la mano y con la sesión de cine.
Uno de los platos cumbre de los setenta y los ochenta, solo comparable a la irrupción en nuestras vidas del melón con jamón -vanguardia pura de la época- y del pijama: ese misil con una base de plátano coronado por bolas de helado, nata y demás siropes. Pero el cóctel de marisco reinaba en las mesas españolas en días de celebración especial. Sobre todo en navidades y días así. Este plato hoy considerado de la cocina viejuna dio grandes alegrías a nuestra generación. Parece que su origen es californiano de la mano de la cocktail sauce y su sublimación se produce en los casinos de las Vegas y en las mesas de los ricos y famosos de la época.
Comparado con los guisos de toda la vida, el pescado frito y la tortilla, el cóctel de marisco era algo exótico. Tenía glamour. Mezclaba pescado, gambas y piña con una salsa rosa que llevaba su pizca de tabasco y de coñac, todo bien mezclado con lechuga. Y encima se servía en una copa de champagne modelo Pompadour, llamada así por una de las amantes de Luis XVI, aunque también se le conoce como copa María Antonieta, por la esposa del Rey, quien le regaló a su marido una copa con el tamaño y el contorno de su seno izquierdo. Todo muy bestial para un país en blanco y negro.
En 1963 una empresa de Zaragoza creó esa delicia que siempre nos dejaba frustrados porque venían muy pocos en la bolsa. Los conguitos, un nombre que hoy sería imposible en aras a la corrección política. La fórmula era sencilla: cacahuete tostado cubierto por chocolate negro. Después llegaría la cobertura con chocolate blanco.
Venían en bolsas naranjas, muy aparentes, pero, es necesario insistir, medio vacías, como la mayoría de las actuales de patatas fritas ración pequeña. Al menos yo lo recuerdo así. La empresa fabricante tuvo un litigio tres años después de nacer con un empresario de Madrid, quien inventó los chimpancitos, que eran una imitación en toda regla. Este hombre fue condenado a una multa de 10.000 pesetas y un día de arresto por un delito contra la propiedad industrial. Los conguitos eran adictivos, si los tenías mucho tiempo en la mano te pringabas de chocolate. Y sobre todo, que resplandezca la verdad, te los comías a caraperro para no compartirlos con nadie.
Estábamos habituados a los zumos o néctares industriales de frutas cuando llegó el Tang, de naranja o de limón, Ahora también los hay modelo tropical, de fresa o de piña. Eran sobres que contenían un concentrado en polvo saborizado que se mezclaba con agua fría y sacaba algo parecido a un refresco con ínfulas de zumo: la historia de Tang es interesante porque comenzó fracasando hasta que la NASA lo incorporó a sus misiones espaciales. El astronauta John Glenn fue el primero en consumirlo en el espacio exterior. Sinceramente, a mí siempre me pareció una gran porquería. Pero Kraft Foods, que es la propietaria, declara ventas por valor de más de 12.000 millones de dólares. Así que seguro que el equivocado soy yo.
El yogur colonizó nuestra vida. Aquel invento búlgaro a base de leche fermentada se instaló en nuestros postres desplazando a la fruta nuestra de cada día, para disgusto de nuestras abuelas. Incluso hay quien habla también de la generación yogur. Desde principios del siglo XX, al menos dos marcas, Agil -que también vendía kéfir- y Danone, explotaban el invento, que inicialmente se vendía en las farmacias. De hecho se le atribuían cualidades medicinales e incluso se colocaba como desinfectante intestinal para "empachos gástricos y pereza estomacal".
En los 50 empieza a despacharse en lecherías y a partir de los sesenta da el salto a los supermercados. En esa misma década llegan al mercado español los Yoplait, que era la marca resultante de la unión de dos grandes cooperativas francesas de la época, Yola y Coplait. Al principio el yogur era básico: natural, de fresa y algunos sabores limitados. Sin alharacas ni filigranas. Cuando le añadieron pedacitos fue ganando en personalidad y sustancia, aunque a los más delicaditos no les gustaban los tropezones.
Y así hasta la explosión actual de productos, marcas, sabores y formatos. Hoy es imposible seguir la pista del catálogo de novedades. Hace solo dos años Lidl incluyó en su oferta yogures de verduras para veganos, con calabaza, espinacas y zanahorias. Pero nada como aquellos yogures iniciáticos. Después de chuparlas, coleccionábamos sus tapas, no recuerdo bien para qué. Y fue un bombazo la serie de Danone con el Naranjito en sus tapas: la mascota del Mundial 82. No podemos dejar de lado una derivada: el ingenio electrodoméstico asociado al creciente gusto de la época por los yogures: la yogurtera.
En realidad, ese bicho, que hoy figura en el museo de los artefactos inútiles de millones de hogares, lo que hacía era mezclar yogures preexistentes con leche y someterlos al calor y a un cimbreo sospechoso que parecía que cortaba el producto final. Por ahí andan las yogurteras, en los trasteros, junto a las licuadoras, las cintas cassetes, las revistas viejas y las mancuernas de tres kilos.
Y hasta aquí llegó la broma. El Cola cao fue un símbolo para los uppers Un emblema de nuestra generación, aunque había sido lanzado al mercado a mitad de los años cuarenta por Nutrexpa. Su imagen de marca y su popularidad se disparó tras patrocinar al equipo olímpico español en los Juegos de Munich(1972). Hablamos de esos polvos maravillosos que contienen cacao soluble, azúcar, cola malteada y harina de trigo y que obraban el milagro de convertir la leche en... leche pero con sabor a cacao.
Cola cao tuvo también buena entrada en los hogares españoles desde los cuarenta como patrocinador del popular serial Matilde Perico y Periquín en la Cadena SER. Y por si le faltaba algo, la célebre canción del negrito del África tropical que cultivando cantaba la canción del Cola cao fue un himno. Y de paso, otro mensaje imposible en el siglo XXI. De hecho, tras la muerte de George Floyd los movimientos anti racistas pidieron la retirada de la marca, igual que la de Conguitos. También piden incluso que se archive para siempre Lo que el viento se llevó. El Cola cao se hizo fuerte en un histórica disputa con el Nesquik, de Nestlé. El sabor era distinto, pero el verdadero hecho diferencial eran los grumos. El Cola cao se disolvía mal. El Nesquik, bien.
Los de Nutrexpa siempre dijeron que se debía a que el suyo utilizaba cacao natural. Puede ser, pero con el tiempo terminaron sacando el Cola cao turbo, que no deja grumos. Quien suscribe era militante del Cola cao, aquel invento de unos industriales catalanes que pretendían crear un producto que mejorara la ingesta nutricional de los chavales de la época. En su día lo vendían en un bote rematado con una tapa de la latón que siempre se vencía la tercera vez que metías la cucharilla para hacer palanca. Las dos marcas siguen compitiendo ahora por un púlico joven que se les escapa. Han creado dos marcas: Noir los del Cola cao e Intenso los de Nesquik, con más cacao y menos azúcar, en la línea saludable que practica hoy la humanidad. Nada que ver con aquellos tiempos en los que nos dejábamos las rodillas en el suelo emulando a Arconada