Cuando cada año en Valdepiélagos organizan la cena para mayores que inaugura las fiestas patronales, el alcalde y sus seis concejales se ocupan de poner las mesas y servir la comida. Hace poco, un vecino cumplió cien años y el primer edil llevó una rondalla a la puerta de su casa y le compró una tarta. Con arreglo a esa misma cercanía, si llega la noticia de un fallecimiento durante la celebración de algún festejo —a través del tradicional tañido de campanas—, la tristeza embarga a habitantes y regidores y el sarao se suspende. “Estamos para las alegrías y las penas”, dice Pedro José Cabrera (66), máximo mandatario del municipio.
Pueblos de 640 habitantes hay muchos en España, pero no abundan en la hiperpoblada Comunidad de Madrid, en cuyo nordeste, casi en el límite con Guadalajara, Valdepiélagos se asienta. La sinuosa carretera local M-120 parte en dos la población, e incluso atraviesa su pequeña plaza mayor, de extraña forma triangular; en uno de sus vértices convergen el tranquilo bar La Plaza y el edificio del ayuntamiento, una discreta construcción de ladrillo de la que solo las banderas ondeantes en su terraza dan fe de su carácter oficial. En su planta superior, al otro lado de una mesa abarrotada de documentos, se sienta el alcalde, un hombre de mirada bondadosa y hablar pausado. Parece una persona tímida: solo al cabo de media hora de conversación se permite una broma y una sonrisa.
Sociólogo de profesión, Pedro dio clases durante casi cuarenta años en la Universidad Pontificia de Comillas. Orientó siempre sus investigaciones al estudio de problemas sociales: publicó trabajos sobre personas sin hogar, reclusos e inmigrantes. Carece de raíces en Valdepiélagos: residía en el madrileño barrio de Tetúan, hasta que a mediados de los noventa él y su esposa entraron en una cooperativa creada para construir casas bioclimáticas en un modelo de ecoaldea en Valdepiélagos.
Tras superar muchos escollos burocráticos, pudieron mudarse hace quince años. Su vocación altruista animó a Pedro a entrar en la agrupación independiente que desde las primeras elecciones, en 1979, administra el pueblo (la Candidatura Independiente de Valdepiélagos). Los partidos convencionales ya no concurren a los comicios. Primero ejerció de concejal y en 2019 fue elegido alcalde.
Pedro no percibe retribución alguna por su cometido. Después del fallecimiento de su esposa en agosto de 2022, decidió retirarse de su actividad docente; vive de su pensión de jubilación. Podría quedarse en casa descansando y disfrutando de alguna afición; prefiere, en cambio, consagrarse de manera plena y desinteresada a ayudar a sus convecinos desde el despacho del consistorio.
Desde el despacho y en cualquier parte. “Es inevitable que si me encuentro a alguien por la calle que tiene una cuestión que le preocupa, me lo diga. Sea sábado, domingo… La gente tiende a ser discreta, pero hay personas más discretas que otras. Pero eso es bueno, porque permite tener una detección precoz de cualquier problema”, dice. Ser la primera autoridad municipal de un pueblo de estas características implica dedicación completa. Aquí la política se practica en las distancias cortas. “La gente no diferencia a Pedro el alcalde de Pedro el vecino”, añade con más orgullo que resignación. “Es también la parte más satisfactoria”.
Sus funciones exceden las propias de la política. Pedro es el vecino, el amigo, el alcalde y quien está ahí para echar una mano si es necesario. Cuando la tormenta Filomena sembró de gruesas capas de nieve el municipio, Pedro adquirió unas palas y se puso a despejar la entrada de las viviendas. “No para salir en la foto: había gente encerrada en sus casas”, dice.
El Día de la Madre de 2020 coincidió con lo más crudo de la pandemia de covid y quiso repartir alegría a sus convecinas. “Compramos doscientas macetitas y fuimos casa por casa, entregándolas a todas las mujeres”. Si surgen desavenencias entre dos vecinos, ahí está él para calmar los ánimos. “La labor de mediación es muy importante: tratar de solucionar conflictos antes de que pasen a mayores”. Pese a todo, considera que su tarea “no es agobiante. Nos ayudamos entre todos”.
En su opinión, el alcalde de pueblo está para unir, no para dividir. Recurre a la etimología de la palabra “ayuntamiento” para justificarlo: “Viene de ‘ayuntar’, de juntarse; es el lugar donde la gente se junta. Si lo convertimos en el lugar donde la gente se pelea… Muchas veces lo que envenena la política en los lugares pequeños es reproducir los conflictos y las divisiones que se ven en los informativos de televisión. Aquí las mejoras que puedas hacer con difícilmente discutibles. A poco que detectes lo que la gente quiere hacer, las cosas salen con facilidad”.
En poblaciones de modesto censo, la política se reduce a su esencia: es un medio para hacer mejor la vida de la gente. “Debe primar la voluntad de hacer cosas que beneficien a todos”, sostiene Pedro. “Cuando veo lo que ocurre en la política nacional me da mucha pena. Se pierde aquello que puede dar satisfacción a los electores. Hay que ser generoso, porque cuando se generan dinámicas de generosidad, eso deriva en riqueza colectiva. En cambio, cuando uno barre para lo suyo, se produce fragmentación. La política puede ser una cosa muy digna y positiva, no algo turbio”.
¿Pero qué asuntos ocupan, sobre todo, a un alcalde rural? En Allepuz, localidad de 120 habitantes situada en la turolense comarca del Maestrazgo, la conservación de los pocos servicios de que disponen. “Que la escuela se mantenga abierta en el futuro, que nos siga visitando el médico… Antes la oficina del banco venía cinco días a la semana, después se redujo a tres; ahora viene uno. A la gente le preocupa no perder esos servicios”, dice su regidor, Ignacio Martínez, que tampoco cobra por su labor política (es agricultor) y forma parte de una agrupación independiente de electores, Unidos x Allepuz, que fundó “con una cuadrilla de amigos” tras darse cuenta de que si ellos no se ponían manos a la obra, nadie lo haría. Por el desglose que hace de sus cometidos, podría decirse que el alcalde de un lugar pequeño es el equivalente al presidente de una comunidad de vecinos en una gran ciudad; una comunidad bien avenida, claro está.
Por supuesto, también debe atender cuestiones que atañen a vecinos de forma individual. “Parecemos un hombre orquesta, valemos para todo. El primero al que llaman es a ti. Si alguien necesita algo, el boca a boca funciona en el pueblo, donde formamos una familia de poco más de cien habitantes. Si en una casa tienen que salir por alguna urgencia, te piden que cuides a los chiquillos un tarde. Eso es el día a día. Todo el mundo en el pueblo tiene mi teléfono, y recibo llamadas y whatsapps los siete días de la semana”. Y añade en tono de broma: “Políticos son los que cobran de la política, el resto somos un poco canelos”. Se siente a años luz de los gobernantes que dirigen capitales, comunidades autónomas o incluso el país. “Viven en una burbuja. Han perdido el contacto real con la ciudadanía”, lamenta.
“La forma de hacer política a nivel nacional hace mucho daño en el mundo rural”, opina Raúl Gómez (59), alcalde de El Royo, municipalidad soriana de 250 habitantes. “En una ciudad grande, cada ideología política tiene sus zonas y sus sitios de celebración; en un pueblo no te vas a cambiar de acera cuando tropiezas con alguien, convives de forma mucho más estrecha y el enfrentamiento continuo de la política hace muchísimo daño. Ese fue el motivo principal por el que decidimos no ir con partidos políticos y apostar por una candidatura independiente”.
Raúl nació en El Royo, aunque estudió fuera y acabó trabajando en Madrid más de veinte años. Pero, explica, llegó un momento en que “me planteé cómo quería que fuese el resto de mi vida, y decidí que no quería la ciudad”. Entró en política por ese prurito de ayudar a los demás tan frecuente en los pueblos. “Aquí cada uno pone sus habilidades y su capacidad al servicio de la comunidad y me metí por eso”, dice.
El partido al que pertenece, la Agrupación de Electores Independiente Comunidad Cintora, lleva ocho años gobernando en El Royo. Tampoco Raúl recibe contraprestación económica por llevar el bastón de mando (nunca el alcalde de este municipio ha recibido un sueldo). Vive de su trabajo como electricista instalador y de su plantación de frutos rojos ecológicos.
No es que un alcalde de una pequeña localidad esté en contacto real con los problemas de la calle; es que, como dice Raúl, la política se hace, de hecho, en la calle. Mientras desayuna en el bar, durante una partida de cartas o en la panadería, cualquier momento es bueno para que los vecinos le transmitan sus inquietudes. “Ni siquiera tengo despacho en el ayuntamiento, y si es que hay uno, no lo uso”, señala. “Estás veinticuatro horas al día disponible, siete días a la semana. La gente te aborda donde donde te ve y te cuenta sus problemas. Se siente con esa confianza”.
“A veces son cuestiones personales: alguien que necesita hacer alguna gestión y no sabe a qué organismo recurrir, está despistado. Evidentemente, ante una emergencia, estás ahí para ayudar. El vecino es tu primer familiar. Generalmente te comentan cosas relativas a la comunidad, lo cual es positivo, porque así se puede arreglar enseguida una farola que no funciona o algo que se ha roto. Pero igual que los vecinos se fijan durante todo el día en las cosas que están mal, los miembros del ayuntamiento también tenemos que estar disponibles en cualquier momento”.