Pensaba ir a recoger mi traje rosa a la tintorería hace ya casi un año, y al final me olvidé. Seguí olvidándome durante meses. Quizá pequé de relajación. Después de todo, unos días antes de dejarlo a limpiar había hecho lo más difícil: ponérmelo. «Es para matarte», me había dicho Marta cuando lo compré. Me costó cuatro años estrenarlo, pero tuve paciencia, y en el último carnaval me disfracé de Joker.
Siempre hay un momento perfecto para todo, y esta semana, sin venir a cuento, exclamé: «¡El traje rosa, rediós!» Casi salí corriendo a recuperarlo. Me lo imaginé dando vueltas, desmoralizado, en ese circuito automático que tienen las tintorerías por el que las prendas limpias y planchadas giran en bucle, colgadas en sus perchas, cubiertas por un plástico, como una procesión de fantasmas, hasta que los dueños se pasan a recogerlas. Equivale a una lección de vida, que a veces consiste en eso, en dar vueltas como un idiota, hasta que alguien se fija en ti.
«Vengo a recoger un traje rosa», le dije a la dependiente. «¿Y el resguardo?». Negué con la cabeza. Naturalmente, después de un año, no lo conservaba. Me parecía que caía de cajón: los objetos pequeños se esfuman con la misma lógica que los recuerdos. Me dedicó una mirada de frívolo reproche, como si después de ese tiempo ninguna tintorería estuviese obligada a guardar nada, ni un vulgar traje rosa, ni el abrigo con estampado de leopardo de Barbra Streisand en Funny Girl. «Un año pasa rapidísimo, ¿a qué sí?», estuve a punto de decir, recordando de paso que también Hunter S. Thompson tardó un año en darse cuenta de que había dejado escondidos bajo una baldosa de la cocina de su anterior apartamento, en San Francisco, 250 gramos de hachís. Aunque en su caso sí era tarde de verdad: cuando quiso recuperarlos, descubrió que los nuevos inquilinos eran dos policías.
«Así que un traje rosa», repitió burlonamente, mientras se volvía y pulsaba un botón y la ropa limpia comenzaba a girar como un tiovivo. «No tendrá muchas prendas que lleven aquí un año, y menos con ese color», presumí, para darle conversación. «Ja. Este chaquetón amarillo, sin ir más lejos, espera desde hace cinco años a que alguien venga buscarlo». Me pareció lógico pensar que su dueño estaba muerto y que nadie volvería a vestirlo. Me entraron ganas de recitar a Idea Vilariño y decir «uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo».
De todo lo bueno, pensé de regreso de la tintorería, empezaba a hacer un año exacto. Bien podríamos llamar «las últimas cosas» a todo eso con lo que aún disfrutábamos hasta el pasado febrero, cuando al cabo el mundo cambió y ya nos pareció imposible seguir haciendo las cosas de siempre. Estas se volvieron poco a poco recuerdos. Las cosas de siempre pasaron a ser las cosas de antes. A la vuelta de un año, están ya lejísimos. Para recordarlas bien, dentro de nada, quizá cuando transcurra otro año, tendremos que inventar, poner algo de nuestra parte que a lo mejor no estaba al principio.
Me pareció que las miradas se volvían al paso del traje rosa por la calle. En ese momento, pese al olvido de todo un año al que lo sometí, me di cuenta de que el traje, tan ridículo y cómico a la vista, era el comienzo de una cascada de aniversarios por venir. Después de mi último disfraz, de hecho, a los escasos días llegó la última comida con veinte amigos, la última farra, la última presentación en una librería, la última película en una sala a reventar…