Iba a hacer una fiesta, ya que vivo en la fase 1 y tengo una terraza estupenda. Pensaba ya en seis o siete invitados y en lo que iba a comprar para animar la noche, y al menos en un sentido recuperar la vieja normalidad. Entonces oí nítidamente una voz que decía "pero qué haces, payaso". Era mi propia voz, curioso. Eso fue casi más desolador –mi gesto de madurez– que la suspensión de la fiesta. Antes no eras así, me dije. Supongo que estos actos, de una cordura desesperante, se volverán cada vez más comunes.
Aunque ese no es el tema, sino la necesidad de las fiestas, su capacidad para reflotar vidas golpeadas por las ciento y pico horas insustanciales que hay que atravesar cada semana. Amamos las fiestas porque nos alejan de los estándares de la vida insípida y trillada, de todo lo que es plano. La fiesta es una muestra de la que humanidad llegó lejísimos para pasárselo bien.
Las fiestas se organizan a medida y también como se puede. Hay fiestas grandes, íntimas, sofisticadas, fiestas modestas, espontáneas, que no iban a celebrarse y de pronto empiezan. Hay fiestas en apartamentos, en bares, en plazas, en oficinas, en baños, en mansiones. A veces la fiesta tiene piscina, incluso playa, y a veces simplemente cocina, salón y un pasillo largo, sin luz. Hay fiestas para dos, cinco, diez personas, para quince, cincuenta, doscientos, treinta mil.
Aunque fiestas verdaderamente grandes no hay tantas. No todas salen bien. Algo común a las grandes fiestas es que por fin no tienes la sensación de que el lugar donde no estás es más divertido que ese. A menudo es perfecta la fiesta menos pensada. Cuando sale bien, nunca deja de resonar. Una vez acaba, y no queda nadie, solo el desbarajuste y la basura, la fiesta se convierte rápidamente en anécdota. Y qué anécdota. A lo mejor durante algunos días los hechos permanecen borrosos. Poco a poco se aclaran, y una amiga recupera un detalle, otro amigo otro, y así hasta que al fin tienes el recuerdo entero. En ese punto, la fiesta es ya una leyenda, un relato que cada cierto tiempo sale a la luz gracias a unas cervezas, en una cena, quizás en otra fiesta. "¿Te acuerdas el día que…?", empezamos diciendo.
Quizá lo más divertido de nuestras vidas se resume en esas pocas fiestas célebres, que generaron momentos cómicos, excitantes, embalados, surrealistas, catárticos, gracias a los cuales todo lo que pasa antes, o lo que viene después, te importa una higa. Cualquier imprevisto que irrumpa ante uno puede ser respondido con un "Qué más da". No sabes qué hora es, ni qué será de ti, y quieres que siga así.
La fiesta es una exageración del presente, que por arte de magia se estira. Es tan intenso que no se te ocurre que pueda acabar a alguna hora. Metido en harina, solo eres capaz de desear que la fiesta dure, porque sabes que la esencia del placer es su fragilidad. Todo tiene su duración, pero en mitad de una fiesta tu objetivo es ensanchar el momento.
Y entonces descubres que imperceptiblemente las dos de la mañana se convirtieron en las seis, o que un día de fiesta fueron en realidad cuatro días, cuando te pones a contar con los dedos. El tiempo pasó como si nada, he ahí el resumen. Y te parece que sigue pasando así cuando años después lo cuentas, y también cuando te propones organizar tu propia fiesta en tu terraza, durante la desescalada, y la aplazas porque al parecer ahora eres una persona sensata. Pero quizá solo hasta sábado que viene, día 23, a las ocho. Traed hielo, colegas.