Hace dos años, en pleno agosto, un amigo entró en un bar de Puebla de Sanabria, a donde regresa de vacaciones todos los veranos, y varios clientes empezaron a aplaudirle y a gritar «¡ole!» porque iba especialmente mal vestido. Entre esos clientes, al parecer, había un par de amigos de la localidad, siempre predispuestos a exagerar, y tres o cuatro señores que no conocía, y que lo ovacionaron sinceramente, ninguno borracho. «Pero qué diablos te pusiste», pregunté cuando me lo contó. «Nada del otro mundo: unas bermudas muy floreadas, en varios colores, un poco por debajo de la rodilla, y una camisa hawaiana a la que le tengo mucho cariño porque me hace parecer Tom Selleck en Magnum», confesó. «Ah, y unos zuecos de plástico naranjas, y un sombrero bucket azul cielo, rojo, amarillo y azul marino. Supongo que me relajé demasiado», añadió. Guau, dije para mí.
Vestirse mal en verano es facilísimo. Lo hacen millones de personas todo el tiempo. Cuando aprieta el calor se consigue con muy poco esfuerzo parecer un impresentable. Pero llevarse un aplauso es otra cosa, es un salto cualitativo, un 'no va más'. Requiere una extraña habilidad, cierto sentido infausto del gusto y estar casi ciego. De hecho, la gente que viste rematadamente mal no ve que viste así de mal. Terrible. Eso es lo peor, supongo. Cuando te vistes sin criterio ni gusto, y te miras en el espejo, y eres consciente del horror que avivas, pero aún así sales a la calle, cabe la posibilidad –por caber– de la parodia, la provocación, el sentido del humor. No se trata de buscar excusas: si te vistes mal, y no se te escapa, y te importa un pito, es gravísimo, para matarte. Pero si no te das cuenta, si no lo ves, eso es catastrófico. Significa que no tienes remedio y mereces que alguien te llame la atención.
Hay cientos de maneras de equivocarse con la ropa de verano. Aunque sería una pena quedarse cortos, así que pongamos que hay miles de maneras, lo más seguro. A veces es posible que coincidan varios errores macabros en un mismo atuendo, como le ocurrió a mi amigo en Puebla de Sanabria. El verano nos lanza algunos retos de los que no somos conscientes. Nos imaginamos que esos desafíos nos salen al paso en forma de aprietos, disyuntivas, paradojas, y en esos casos nos esforzamos, pero también pueden llegarnos en forma de facilidades, como ponerse algo de ropa con sentido en cualquier momento del día. Y no sé por qué, desaprovechamos la oportunidad de salir indemnes de tan facilita prueba.
La levedad del verano, y el sentido de agradable irrealidad al que induce, crea monstruos. Se ven por la calle: prendas espantosas, disformes, ridículas, llevadas por personas demasiado desesperadas por combatir el calor, y persuadidas de que en verano nada grave tiene importancia. Vestirse es una maniobra en apariencia sencillísima, llena de automatismos (un brazo, otro brazo, la cabeza, una pierna, otra pierna…) que te hacen creer que se trata de un acto meramente corporal, físico, consistente, en verano, en abrir cajones y coger la ropa más liviana, el calzado más fresco, etc, y ponérselos. Pero no. La sencillez posee trámites, exigencias, de modo que la selección de las prendas no puede reducirse a una pelea sin más contra el calor, carente de sentido, armonía, agudeza. Ha de haber reglas. Y la primera, digámoslo, es no parecer un espantajo o un mamarracho. El verano se lo merece.