Martín, de 56 años, suspira con nostalgia cuando recuerda su primera relación. Él y ella eran veinteañeros; sus gustos, aún poco definidos, se fundieron enseguida; sus amigos, por pura juventud, eran recientes y no muy influyentes; no tenían hijos, ni manías, ni achaques, ni malas experiencias sentimentales que intentaran evitar, ni nada que condicionara su amor. Tampoco les perseguía la sombra de un ex. La última vez que Martín se enamoró fue hace dos años. Según su experiencia, iniciar un noviazgo pasados los cincuenta es más duro que hacerlo a los veinte.
Cuando empezó a salir con Raquel, su actual pareja —52 años—, creyó ingenuamente que bastaba con que le chiflaran su inteligencia, su carácter y su físico. Primero chocó con sus gustos, fuertemente arraigados. “Siempre me he considerado un hombre culturalmente inquieto”, explica Martín. “Pero me revientan los sabiondos, los pedantes y los culturetas. Al poco de empezar a salir, descubrí que Raquel era asidua a los cines de arte y ensayo, teatros alternativos y festivales de música experimental. Esos hábitos se habían afianzado en ella con los años, por influencia de una hermana mayor y varios amigos. En ese aspecto, era mi antítesis. Tuvimos muchas discusiones por ello. No pude evitar pensar que si la hubiera conocido a los 20, ese conflicto no existiría. Quizá habría sido más fácil para mí seguir su ritmo, o para ella adaptarse al mío. Yo podría haberle influido a ella, igual que otros la influyeron en el pasado, y ella a mí”. A Martín le pareció injusto que por mero azar cronológico, se hubiera interpuesto entre ellos esa diferencia.
Con todo, aquella discrepancia, por sí sola, no constituía un problema para ninguno de los dos. Pero a medida que iba conociendo mejor a Raquel, afloraban otras. Por ejemplo, cuando ella le presentó a su mejor amigo, Martín lo catalogó al instante como “un cretino malhablado”. Raquel se lo tomó muy mal: eran amigos desde los 18 años, toda una vida. Durante más de tres décadas habían compartido infinidad de experiencias, de viajes a entierros. La furibunda reacción de Raquel llevó a Martín a deducir que ese amigo era más importante para ella que él mismo. Un concepto nuevo de relación de pareja para el que no estaba preparado.
Por si fuera poco, la experiencia del matrimonio fallido de Raquel también condicionaba su romance con Martín. Ella decía que lo había dado todo con su ex a cambio de nada, que había ejercido “de madre” con él y, ahora, por supuesto, no quería cometer los mismos errores; valoraba mucho su independencia. Martín, en cambio, venía de una relación distante, y estaba loco por fomentar la cercanía con Raquel, y salir con ella a cenar, al cine, al teatro o a ver exposiciones. Pero Raquel quedaba con sus amigos tanto o más que con él. A Martín le dio la sensación de que era un apartado más en su agenda.
Por estos y otros escollos, la relación de Martín y Raquel, que alberga mucho amor, se volvió tormentosa. Parece que todo habría sido más sencillo si se hubieran conocido antes. “Forzosamente, enamorarse a los 50 es completamente distinto que a los 20”, asegura tajante Trinidad Bernal, doctora en Psicología especializada en terapia de pareja, mediadora y miembro del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid.
“El asentamiento de la personalidad está mucho más marcado en una persona de cincuenta y tantos que en una de 20”, prosigue. “Las amistades son más sólidas. Que a tu amigo del alma le caiga mal tu nueva pareja, va a situarte en una posición difícil. La existencia de hijos… Si las parejas estables chocan mucho en lo que se refiere a la educación de sus hijos, imagínate aquellas que son nueva relación y en las que él puede tener un estilo de tratar a sus hijos que no tiene nada que ver con el de ella con los suyos. Que el otro se inmiscuya en ese terreno es algo que se lleva muy mal”.
“Todo eso hace pensar en un panorama poco adecuado para la estabilidad de una nueva relación”, añade. “Y de hecho, los datos que nosotros manejamos apuntan a que las personas de esas edades pueden tener varias relaciones porque al final no cuajan. Parece que todo funciona bien, pero llega un momento en que tienen que dejarse”.
Puede que el problema de Martín y otros que pasan por lo mismo que él sea que esperaban una relación idílica como a los veinte. Pero “el saber que no es lo mismo el amor a unas edades que a otras sirve de amortiguador. Si uno es consciente de que todo esto ocurre, la expectativa con respecto a la nueva relación no puede ser idealizada. Pese a la ilusión de una nueva aventura vital, no puedes pensar que es maravillosa, porque en realidad vas a tener que convivir con una realidad que choca con esa maravilla que te has creado. Una vez que se tiene eso en cuenta, el primer paso sería exigir menos a esa relación”, explica Bernal.
El segundo paso sería prevenir. “Pensar cómo afrontar la realidad del otro para que no se genere el conflicto. Cómo va a gestionar las salidas de los miércoles al cine con sus amigos, sus compromisos con amigos íntimos, cómo va a llevar el esquema con sus hijos, con su ex…”, propone la especialista.
Exigir menos a esta nueva relación pasa, a veces, por acordar un formato distinto pero que, en base a la experiencia de Trinidad Bernal en su gabinete, puede resultar exitoso: “Son pareja, porque tienen cierto compromiso, pero se marcan un alto grado de individualidad, respetan lo que es de cada uno, mantienen sus dos casas… Es otra fórmula que la gente está adoptando para evitar lo que sería volver a crear otra familia porque todos estos inconvenientes pronostican una relación de medio plazo”, dice.
Dado que el amor se alimenta de experiencias conjuntas, ¿significa esto que está condenado a marchitarse a partir de cierta edad? La clave para disfrutarlo, según la psicóloga, es hallar el equilibrio. “Que uno vaya al cine los miércoles con sus amigos no implica que no pueda irse de viaje con su pareja. La vida tiene un gran abanico de posibilidades para la persona; lo que hace falta es saber combinarlas”.
Podría parecer tristísimo, a la vez que frustrante: enamorarse hasta las trancas y no poder alcanzar la plenitud por culpa de esa serie de impedimentos. Pero no todo es negativo. Tanto o más importante que conocer y aprender a gestionar la parte mala, es potenciar lo que la madurez tiene de bueno. “Hacerse mayor comporta pérdidas, pero también ganancias”, dice Bernal. “Y la principal ganancia es que hay un mayor equilibrio emocional. Eso ayuda a que pueda consolidarse la relación si uno la plantea bien”. Enamorarse a los cincuenta puede ser maravilloso; pero hay que trabajárselo.