Hay en la deliciosa y apacible ciudad nicaragüense de Granada, de las más antiguas de América, un café-restaurante en el que los camareros no oyen la comanda. Son sordos. Aun así, la sirven tal cual el cliente la pide, incluso cuando este tiene alguna intolerancia o simplemente prefiere edulcorante a azúcar. No es magia: es el Café de las Sonrisas, el negocio que un español, Antonio Prieto, de 63 años, se ha inventado para dar empleo digno a jóvenes locales a quienes, por su discapacidad auditiva, les resultaría muy difícil encontrarlo.
“Tener un trabajo y un salario es tener un proyecto de vida. Esa es la madre del cordero”, dice el propietario, a quien todo el mundo en Granada conoce como Tío Antonio. No quiere que la clientela acuda al local por el hecho de que el 100% del personal sea sordo. “Mi mayor exigencia es la calidad. Yo no quería enfocar mi café como: ‘Ven a ver cómo sordos te atienden’. Si el café está bueno, los clientes volverán otro día”. Antes del café abrió una fábrica de hamacas, con idéntica filosofía. “Lo cerré al mes. Las primeras que hacíamos eran horribles, y los turistas las compraban porque las confeccionaban unos sordos y un ciego. Pensé: ‘Si tuviéramos un buen producto, verían trabajadores”. Mejoraron, el taller reabrió y hoy exporta hamacas a treinta países.
La historia de Tío Antonio es la de un valenciano que a los cuarenta y pico cruzó el Atlántico, dio un vuelco a su vida y encontró en la lucha por la inclusión su razón de ser. Nacido en el barrio de El Cabañal, ejerció durante años de cocinero en restaurantes de su zona. “Soy de la generación que salió de la escuela para trabajar”, dice. Acabó harto y se dejó convencer por un amigo que se trasladaba a Costa Rica para montar allí un restaurante donde despachar por la noche lo que pescaran por el día. Antonio no encajó en aquel país, por lo que cuando caducó el visado cruzó la frontera norte y pasó a Nicaragua.
Se enamoró de Granada, joya turística de aire colonial. “Tiene duende, algo que te atrapa”, explica. “No soy el único extranjero que ha venido aquí de paso y se ha quedado a vivir. Veía todo y retrocedía cuarenta años en mi vida. La gente sacaba las sillas a la calle como había visto en mi niñez; el mercado era de barrio… Estaba volviendo a la España de los setenta. Y luego está la gente. Aquí llevas tres días viviendo y el cuarto vas a la tienda y ya te llaman por tu nombre y te preguntan cómo estás. Cosas que en España hemos ido perdiendo y a las que ahora doy un valor que no te quiero ni contar”.
Tanto como la simpatía de los lugareños le sedujo su sencillo estilo de vida, opuesto al europeo. “Vivimos una gran mentira. Yo he sido el primero que he querido tener una buena casa, la mejor televisión… Cuando conoces un país como Nicaragua, deja de sorprendente que en las encuestas de lugares donde la gente es más feliz aparezcan en los primeros puestos los países pobres. ¿Por qué? Porque tienen tiempo para vivir. He aprendido que con un par de alpargatas o chinelas, como se llaman aquí, otro de zapatos, tres pantalones y cuatro camisas, eres feliz. No pasas dos horas en un coche de ida y vuelta al trabajo, no desperdicias tu día de fiesta en un centro comercial, no te quedas dormido cuando llegas a casa viendo una serie porque estás agotado… Al final, aquí lo que tenemos es tiempo, algo que no valoramos en Europa porque es lo único que no podemos comprar”.
Un día le presentaron a un niño con discapacidad auditiva; Antonio le compró un audífono y contrató a una profesora para que le diera clases. La maestra le habló entonces de otro chaval con el mismo problema, y ante la buena predisposición del valenciano, le llevó tres. Antonio visitó la escuela de educación especial y quedó horrorizado ante la escasez de medios. Se ofreció a cocinar para los críos. Consternado al saber que la educación especial concluía en Nicaragua a los 16 años y esos niños quedaban desemparados, les animó a encontrar trabajo.
“Cada negocio que he montado viene de un cabreo”, explica. “Convencí a cuatro chicos sordos para que salieran a buscar empleo. Les compré ropa, los llevé a la peluquería, les escribí una carta y les dije: ‘Salgan ahí fuera y conquisten el mundo. Vuelvan con un trabajo’. Antes de una hora dos regresaron llorando: se burlaron de ellos. Sentí una rabia como nunca antes había sentido. Ese día, sin pensarlo, dije: ‘Chicos, si no hay trabajo, lo vamos a crear nosotros”.
De aquel cabreo nació la vena benefactora de Tío Antonio. “Surgió por puro accidente, lo cual no quiere decir que no haya llevado siempre dentro cierto espíritu solidario. Antes de eso había apadrinado, ayudaba temporalmente… Lo que hice después no fue planificado. Si lo hubiera planificado, no lo habría hecho”. Desencantado de la hosteleria, donde había estado trajinando desde los 13 años, pensó en ofrecer un producto que pudiera interesar a los turistas que recalan en la bella Granada, e ideó una fábrica de hamacas.
“Pedí ayuda, pero veían a un turista blanquito diciendo que con cuatro sordos y un ciego abría una fábrica de hamacas. Esa vez se rieron de mí. Nos tocó aprender a hacer hamacas por Internet. La velocidad que teníamos era de 25k: para ver un vídeo de tres minutos tardábamos dos horas. En esas circunstancias comenzamos. Aun así, dije: ‘Saldremos adelante”. Aunque, como se ha dicho, el taller no empezó con buen pie, al cabo de un tiempo remontó e incluso los chicos tejieron una hamaca para el Papa Francisco, quien les envió una afectuosa carta de agradecimiento.
Como en Granada hay muchos bares y restaurantes para viajeros, trató de que los dueños dieran trabajo a estos jóvenes. Pero no le hicieron caso. “En una reunión con ochenta empresarios hablé diez minutos para intentar que contrataran a personas con discapacidad. Me respondieron: ‘Qué Dios te bendiga, qué bonito’, pero nadie hizo nada. En aquella cena se quejaban de que sus trabajadores no paraban de hablar. Para ese problema yo tenía la solución, pero ni aun así llamaban a esos chicos. Decidí provocar, demostrar que era posible, y abrí un restaurante como los de ellos, pero con la totalidad de los trabajadores sordos”. Pese a sus reticencias, fue consciente de que la hostelería era el sector que mejor conocía, y en 2012 inauguró el Café de las Sonrisas.
Sus amigos y familiares creyeron que había perdido la cabeza: ¡un café atendido exclusivamente por sordos! “Al principio me decían que estaba muy loco. Ahora, cada vez que hago algo nuevo, les va gustando”, dice. Asegura que los inicios no fueron fáciles. “Imagina que en el bar de debajo de tu casa los camareros son sordos y tienes una alergia y la tienes que explicar. Tuvimos que inventar toda la metodología porque no había referentes”. Tras darle muchas vueltas, concibió un sistema novedoso para solventar el problema de comunicación: a su entrada, el cliente recibe una carta impresa en la que, con solo señalarlo con el dedo, puede especificar qué no puede comer o qué ingrediente desea evitar porque no le gusta.
El café fue, y sigue siendo, un éxito. Mediante ese sistema, cualquier visitante puede hacer su pedido sin necesidad de conocer nuestro idioma. “Como somos una ciudad turística, recibimos a gente de igual sesenta países. No todos hablan castellano. Es más fácil para un chino, un japonés o un alemán hacerse entender en nuestro restaurante, donde los chicos son sordos, que en cualquier otro. Conseguir eso, en cuanto a inclusión, ya es una pasada”.
Muchos clientes eligen el Café de las Sonrisas porque han oído hablar de él; otros traspasan su puerta al azar, porque quieren tomar un café o un refresco o comer algo, y se llevan una sorpresa agradable. “Dicen: ‘Buenos días’, y los chicos se señalan el oído dando a entender que no oyen. La reacción más bonita, que a mí me sigue impactando, es cuando vienen turistas sordos, que los hay: se te ponen a llorar, te abrazan, te dicen que nunca habían estado en un entorno tan amigable en su vida. Cuando ocurre eso, pienso: ‘Ha merecido la pena hacerlo”, subraya Antonio.
En sus negocios han llegado a estar trabajando 49 personas, todas con discapacidad. Los disturbios en Nicaragua en 2018, que mermaron el turismo, el incendio que sufrió el café el 1 de enero de 2020 y, nada más reconstruirlo, el parón obligado de la pandemia de covid han reducido la plantilla a la mitad. “Estuvimos dieciocho meses sin recibir turistas”, indica. “Mi sueño es recuperar todos los puestos”. Ocho personas trabajan hoy en el café; el resto lo hace en el taller de hamacas.
No hay en el café la rotación de personal que a Antonio le habría gustado. Los chicos y las chicas, conscientes de que fuera de ahí lo tendrán complicado para trabajar, se resisten a marcharse. “La idea era que no estuvieran más de un año, para que entrasen nuevos y los ya formados creasen sus propios negocios. Pero no se van. El primer año, cuando anuncié que habría rotación, se pusieron a llorar: ‘Ya no nos quieres’. Así que los chicos que entraron hace doce años siguien trabajando, no se van ni con agua caliente. Por un lado es bonito, pero por otro no era la idea original”. En el taller de hamacas hay más rotación, porque algunos se han establecido por su cuenta o se han trasladado. “En general —añade—, los trabajadores con discapacidad no abandonan los puestos de trabajo, un dato favorable que deberían tener en cuenta los empresarios”.
La relación de Antonio y estos jóvenes excede lo profesional: forman una gran familia. Historias como la de Rodolfo, actual encargado en el taller, dan fe de ello. “Lo conocí cuando él tenía 13 años. Empezó haciendo prácticas. Fui el padrino de su boda, estuve en el hospital catorce horas esperando el nacimiento de su hijo, cuando se casó me iba enseñando cómo iba arreglando su casa…”, recuerda Antonio. La adolescencia es una etapa muy cruda para estos muchachos. “Es cuando se dan cuenta de que serán así toda la vida. Tengo trabajando a un chico que se quedó ciego con 19 años. Estuvo tres años sin salir de su casa. Su madre me vio por televisión y le dijo: ‘Hay un señor al que no le importa contratar a ciegos’. Le convenció para salir de la casa y venir a conocerme. Lleva cinco años trabajando con nosotros”.
A estos proyectos se han sumado en los últimos años otros más, como un taller de macramé, una boutique del café, una academia de lengua de señas y un banco de empleo para personas con discapacidad. Afirma que no cobra por sus actividades. “Tengo lo justo para mis gastos”, declara. En Granada, Antonio vive como un lugareño más. “Felizmente divorciado”, dice, ha adoptado ocho niños, que ya son mayores. “No estaban ni registrados, e hice un reconocimiento paterno. Como entonces tenían 13 o 14 años y han pasado dieciocho, ya soy abuelo. Tengo nueve nietos”. La prole le regaña cariñosamente por pasar demasiadas horas al pie del cañón. “A las siete de la mañana empiezo y no paro hasta las once de la noche; no lo puedo evitar. Para disgusto de mis hijos, soy un animal del trabajo”.
Cuando le pregunto por España, adonde retorna de tanto en tanto para pasar cortas temporadas, habla de sus orígenes con cierta distancia. “Cada vez que voy, me siento más extranjero. Mi sitio está acá. No pierdo las raíces, pero cada vez echo menos cosas en falta”, dice. Lo que más añora es la comida. “Me he llegado a despertar oliendo a chorizo, porque había soñado con él. Aquí no puedes comprar lentejas, porque son de importación y cuestan seis euros el kilo; el queso es malo, lo tienen en los mercados a 30 grados y lleno de sal; el pan, por la humedad, es terrible…”. Pese a todo, si volviera a nacer no cambiaría el guion de su biografía. “El pasar el fin de semana rodeado de nietos, que me den un beso de buenos días por la mañana, interactuar con la gente que viene al café… hace que tenga una vida muy plena. Aunque la mochila de problemas es grande, soy feliz. Si algún día la tierra me llama, me iré en paz”.