Como el experto de Saimaza que viajaba a las cumbres colombianas para seleccionar con esmero los mejores granos de café, Francisco Javier Zuazaga (66) dedicó muchos años de su vida a explorar rincones apartados de la India en busca de especias. Volaba hasta allí solo, y con la ayuda de un traductor, se adentraba durante veinte o veinticinco días en los cultivos del sur del país, sobre todo en los alrededores de Cochín —región de intenso verdor conocida por sus canales como “la Venecia asiática”—, para localizar los más delicados condimentos picantes y regatear con los productores locales para obtener el mejor precio. Pagaba, y una vez recibida la mercancía por barco, la despachaba en su establecimiento del muelle Marzana.
“Me dirigía a zonas de producción, a plantaciones”, recuerda. “Allí hay modestos almacenes, como pequeños caseríos, donde iba conociendo gente y haciendo contactos. Era bonito ver el ambiente, la forma de vida de las gentes del campo, muy sonrientes; no les falta comida, los niños van todos a colegios… Pero constataba la miseria de otras partes del país. Cuando volvía de viaje y veía los vicios que tenemos aquí, pensaba: ‘¿Cómo puedes decir que esto no te gusta, si allí hay gente que moriría por comerlo?’. El contraste era brutal”.
Cosme y José Luis, padre y tío de Francisco Javier, fundaron el negocio en la década de los cincuenta. Al principio solo se dedicaba a la compra de tripas para la elaboración de embutidos. Recogían los intestinos de los mataderos de los pueblos vizcaínos, los limpiaban, calibraban (los separaban por tamaños), salaban y vendían a carniceros y charcuteros para la elaboración de chorizos, salchichones, morcillas y chistorra. También ofertaban pimientas y pimentones, más que nada como aderezos para la producción de embutidos. Aunque se recuerda de pequeño trasteando por allí con la carretilla, Francisco Javier había llevado su vida por otros derroteros. Desde finales de los setenta trabajó en un laboratorio farmacéutico y en una planta papelera más tarde. Pero en 1983 un desastre natural lo cambió todo.
El 26 de agosto de ese año, una terrible inundación arrasó Bilbao. Una lluvia torrencial (cayeron 600 litros de agua por metro cuadrado, cuentan las crónicas) elevó el nivel de la ría, que terminó por desbordarse, anegando las calles del casco viejo y provocando la muerte de treinta y cuatro personas y cuantiosas pérdidas materiales. Por su situación asomado a la ría, el comercio de los Zuazaga fue de los más afectados. Quedó destruido por completo: la maquinaria, las instalaciones, la mercancía… Todo se echó a perder. Los hermanos propietarios, desolados, decidieron abandonar el negocio. Pero en 1985, Francisco Javier, que tenía entonces 28 años, optó por reflotar la tienda. “Me daba mucha pena que esto se perdiese, y les dije que no, que yo me venía para aquí. Me lancé a la aventura, no con el beneplácito de mi familia, y poco a poco fuimos recuperando”, explica.
Al tiempo de hacerse cargo del colmado, se dio cuenta de que vecinos que viajaban al extranjero volvían pidiéndole especias poco convencionales en la gastronomía nacional: pimienta rosa, curry, cardamomo, cúrcuma, jengibre… Para satisfacer la demanda, investigó el mercado y detectó que le salía más barato comprar estos productos en su lugar origen que encargarlos desde España. “Los precios que conseguías aquí en Europa eran elevadísimos”, dice. Y comenzó así su peripecia viajera.
Los marcados contrastes culturales entre la India y España propiciaron sabrosas anécdotas. “Allí las direcciones no existen, y tenías que ir tocando puerta por puerta. Y donde pensabas que ibas a encontrar especias, donde te habían dicho que fueses, pues resulta que ese señor lo único que quería era un contacto con un extranjero y te ofrecía alpargatas, telas, collares o cerámica, que no tenía nada que ver con lo que iba buscando”, rememora.
Precediendo uno de sus viajes, agregados de la embajada de España que estaban allí de prácticas no tuvieron otra ocurrencia que poner un anuncio en un periódico notificando la llegada de “un empresario español interesado en contactar con productores de especias”. Una mañana, cuando despertó en el hotel de la India, su traductor le informó: “Hay gente abajo esperando para hablar con usted”, a lo que Francisco Javier respondió: “Muy bien, vamos a bajar, ve reservando un salón”. El traductor replicó: “Es que no hay uno, ni dos…”. “¿Cuántos hay, cuarenta o así?”, quiso saber el empresario. El traductor le animó a salir a la calle y que lo viera con sus propios ojos.
“La cola daba la vuelta la manzana del hotel”, describe ahora. “Había policía para tener a la gente en fila, porque querían entrar todos a la vez. Resultó que de los que traían especias había cuatro y de tripas otros cuatro; el resto te iban a ofrecer de todo, cualquier cosa que te puedas imaginar: manillares y zapatas de bicis, frenos, ruedas… Hasta caca de vaca seca para para calentar porque allí la utilizan como carburante”.
A tres cosas le costó habituarse. Una, la costumbre de aquella región de la India de mover la cabeza de arriba abajo para decir “no” (el mismo gesto que usamos en occidente para decir “sí”) y de deslizarla lateralmente para decir “sí” (como aquí decimos “no”). “Yo hacía un comentario, el traductor lo repetía en su idioma, y el agricultor meneaba la cabeza así como diciendo: ‘No, no, no’. Y luego el traductor me decía que había dicho que sí, que estaba conforme. Al principio no entendía nada. Pensaba que me estaba tomando el pelo o que me decía que sí para quedar bien y que no me enfadara. Más adelante me lo explicó. Le dije: ‘¡Pues ya lo podíamos haber aclarado el primer día!”.
Tampoco se libró de un problema afecta a la mayoría de viajeros que se trasladan a países exóticos: la diarrea. En su caso, ni diez años de periplos ininterrumpidos le libraron de padecer el molesto mal. “Tienen mucha tradición de tomar el té, pero las aguas de allí no son como las de aquí. Cogía unas descomposiciones muy fuertes y eso que estaba precavido. Procuraba tomar el té en los hoteles, pero incluso en algunos, a los cinco minutos de beberlo, tenía que decir a mis invitados: ‘Miren, señores, se acabó la reunión, me voy para el baño y no sé cuándo volveré a salir’. Y si estábamos en mi habitación, lo mismo: ‘Señores, abandonen la habitación que me voy a quedar aquí’. Eso ocurría con cierta frecuencia”.
Por último, y aunque él trabajaba con especias, el desmedido uso que en la India hacen de ellas se le hacía insoportable al paladar. “Cuando aquí decimos que algo está muy especiado, para ellos no tiene absolutamente nada”, aclara. “Por las noches, en el hotel, pedía que me preparasen una tortilla para cenar sin nada de picante. Me decían: ‘Ok’. La probaba y estaba picante. Uno de los días fui con el traductor a la cocina, me enseñaron la sartén, y estaba impecable, pero la olí y oía a especias; estaba el sabor impregnado en la sartén”.
Los periplos a la India Francisco Javier los alternaba con recaladas en Pakistán, Indonesia, Singapur… o Turquía, Siria, Irán, Irak, países árabes grandes productores de cordero donde compraba intestinos, la otra rama de su negocio. Y si bien en estos países las relaciones humanas eran menos cercanas (“el trato era más serio, las personas más distantes”, dice), en la India tuvo ocasión de entablar sinceras amistades. La más entrañable con Mayadi, el traductor que siempre le acompañaba. “Cuando dejé de ir, me invitó a su boda. No fui porque allí duran dos semanas”, se excusa Francisco Javier. También hizo buenas migas con Mohamed Suvair, comerciante local. “Quedábamos e íbamos con sus hijos por ahí a pasar el fin de semana. Tuvieron un trato conmigo exquisito. Él y otros pasaron de ser proveedores a amigos”.
Procuraba, además, reservarse unos días para descansar. “En el sur de la India hay un clima bueno, playas preciosas, salvajes, donde estás con los pescadores…”, nos cuenta. A ninguno de aquellos viajes de negocios llevó a su mujer. “Yo no iba a zonas turísticas y las condiciones no eran las mejores”, alega. Más adelante fueron juntos a Estambul y algunos países de Latinoamérica.
De regreso a Bilbao, su aromático botín siempre se vendía bien. “Hay una serie de especias tradicionales, como el clavo, la nuez moscada…, cuyo consumo es más o menos estable. El resto tiene consumos más pequeños, pero a veces se ponen de moda, como cuando dicen que la cúrcuma es un gran antioxidante y anticancerígeno, y se dispara su venta durante equis años”.
Las largas excursiones comerciales del señor Zuazaga terminaron cuando confluyeron dos circunstancias: la política de la Unión Europea en cuestiones sanitarias (“empiezas a valorar si es conveniente el seguir importando directamente con los riesgos que encuentras, porque claro, toda esta mercancía se paga por adelantado y aquí llega lo que llega y tienes que mirar el tanto por ciento de producto que no es válido”) y el desarrollo de multinacionales que compraban a los productores en enormes cantidades (“al final el mismo producto que ibas a comprarlo allí, ahora por el mismo costo, o incluso menor, por volumen, lo encontrabas en Europa”). La radicalización religiosa en algunos países también le disuadió de seguir haciendo la maleta.
Podría decirse que Francisco Javier hace bueno el refrán: “En casa del herrero, cuchillo de palo”. “No tengo nada en contra de las especias”, sostiene. “En la comida hay pequeños toques que dan la diferencia, pero tenemos la suerte en el norte de disponer de un producto de gran calidad y no ha necesitado la utilización de especias”. En cualquier caso, su sistema olfativo, saturado de esencias picantes, ya no las detecta. “La gente que viene al establecimiento asegura que ya huele por la calle, antes de llegar. ‘Parece que estoy en Estambul’, dicen. En cambio, yo y los que trabajamos aquí no olemos absolutamente nada. A veces voy a tomar un txikito con los amigos y me dicen: ‘Hoy has andado con canela, hueles mucho’. Pues yo no huelo a nada”.
En la actualidad, Francisco Javier sigue pasándose por su comercio todos los días. Hace dos años, su hija Cristina empezó a tomar el relevo. “Yo encantado, pues claro. ¡Cómo no me va a gustar que lo que crearon mi padre y mi tío, y que yo continué contra su voluntad, lo prosiga mi hija! Ahora ella me ha hecho lo mismo. Cuando le pongo pegas a que siga en el negocio, me suelta: ‘¿Tú que hiciste?’. Y me calla la boca”. Pero para las expediciones lejanas de este simpático bilbaíno no habrá ya sustituto; en su memoria quedan.