Los paquetes de vacaciones con ‘todo incluido’ son ya un clásico del verano. Muchos de los que viajan eligen esta opción para ahorrar tiempo y así poder disfrutar de lo que importa: el destino, el buen tiempo y la compañía de la familia, la pareja o los amigos.
A fin de cuentas, librarnos de tener que estar eligiendo cada día cafetería y restaurantes para desayunar, comer y cenar representa una ventaja que convence a buena parte de quienes quieren unas vacaciones de relajo total. En ese sentido, el bufé libre con todo incluido que ofrecen tantos hoteles es una opción más que apetecible. Comer todo lo que queramos y cuando queramos. ¿No es maravilloso?
Solo en parte. Aunque pueda parecer que solo buscan facilitarnos la vida con este maná de comida interminable, los hoteles no son hermanitas de la caridad. También en este espejismo del ‘todo incluido’ buscan maximizar beneficios al menor coste posible. ¿Cómo? Con el conocido como truco del 'tercer día’.
Es sencillo. Uno piensa que repitiendo tres veces postre, tragándose dos o tres cruasanes y guardando unos cuantos bollos de pan en el bolso está obteniendo una ventaja competitiva en sus vacaciones, el ahorro total en su gasto en comida y en el tiempo que destina a pensar en ella.
La realidad es que las dinámicas de consumo de los clientes que contratan el ‘todo incluido’ son un factor con el que ya cuentan las cadenas hoteleras, que lo utilizan en su beneficio para ahorrar costes y calcular qué impacto real tendrá en su balance de pérdidas y ganancias.
Esta treta psicológica es puro marketing. Se refiere al tipo de cliente que contrata esta oferta infinita de comida y al mecanismo psicológico básico que lo lleva a cambiar, poco a poco, su forma de comer durante su estancia en el hotel.
Según revela el periódico 20 minutos, el truco del tercer día es una estrategia de sustitución progresiva: de un tipo de alimentos y un número de raciones más suculentas se pasa a raciones que disminuyen sin que nos demos cuenta. Por lo general, nosotros mismos vamos siendo más racionales y sanos a medida que el maná de comida se vuelve más y más familiar.
El primer día en que disfrutan del bufé libre sin medida, los clientes que suelen contratar este tipo de paquetes sienten esa alegría efervescente de la novedad y consumen grandes cantidades de comida. No existen límites a la grasa, las calorías; o una necesidad de comer con moderación.
En palabras de Rubén Úbric, director corporativo del servicio de restauración de una importante cadena hotelera: “Es imposible que durante una semana estés poniéndote hasta las cejas de todo. En los primeros días, todos abusamos de la comida y la bebida, pero a partir del tercer día todo se modera. Cambiamos el whisky por el agua con gas… y nosotros calculamos la media”.
Según se deduce de las palabras del experto, de la euforia, a partir del segundo día, pasamos a la indiferencia. Por último, al cansancio. Terminamos por imponernos ciertas restricciones. “No voy a tomar alcohol”. “Anteayer repetí cuatro veces de postre; hoy, mejor, me modero un poco”
Los hoteles tienen perfectamente calculado este viaje psicológico que tanto favorece a sus cuentas. Se anticipan a ese cliente infantilizado amante de la gula por la gula que se transforma en un consumidor moderado y racional, lo que le supone un ahorro considerable en sus costes.
A partir del tercer día, las cadenas hoteleras saben cómo opera nuestro cerebro. Multitud de clientes cambian sin darse cuenta el tipo de alimentos y bebidas que consumen en el buffé: carne, grasa y salsa por ensalada, proteína a la plancha y fruta. Esto se evidencia además en el tipo de bebidas que eligen: en lugar de alcohol, pasamos a consumir refrescos y, en muchos casos, agua.
Menos consumo por parte del cliente, y menos gasto para el hotel, que con un sencillo cebo visual y una correcta gestión ha conseguido llevar esta fuente de comida infinita y el correspondiente gasto a su terreno.