Volver al pueblo en vacaciones está de moda. Al igual que en aquellos veranos de los 80 muchas familias regresaban a la España entonces 'no tan vaciada' para reencontrarse con sus padres y pasar todos juntos las fiestas y verbenas patronales de agosto, la opción de volver al 'hogar' de nuestra infancia se impone como una de las más razonables (y económicas) en una época en la que nuestro país acoge a más de 40 millones de turistas extranjeros.
Los precios de los hoteles de lujo han subido casi un 30% desde el fin de la pandemia y los hoteles asequibles han desaparecido. El precio de los vuelos nacionales también ha subido. En definitiva, tal y como subrayaba nuestro analista económico Javier Ruiz en 'MoneyTalks', "estas son las vacaciones más caras de nuestra vida". "Quienes disfrutan de rentas altas no van a notarlo tanto, pero los que aún no se han repuesto de la crisis de 2008 no pueden salir. Es el momento de la casa del pueblo, tirar de familia o ser aún más amigos de los amigos que tienen piscina", añadía.
Efectivamente, regresar a esos paisajes rurales, en los que durante el resto del año solo se escucha el silencio, no requiere una gran inversión. En la mayoría de los casos supone hacer unos centenares de kilómetros en coche y alojarse en la vieja casa familiar. Una vez allí, la vida en general es más económica que en la ciudad, así que el gasto en comida y ocio es menor. Una pequeña aldea puede aumentar hasta en 200 o 300 vecinos en los meses de julio y agosto, lo que supone negocio para los autónomos del lugar.
Además, si nos tomamos las vacaciones en su acepción más pura, como una desconexión total y absoluta con nuestras rutinas y obligaciones diarias del resto del año, hay pocas opciones mejores que ir al pueblo. Incluso si la cobertura de internet es mala, la ruptura con la realidad habitual puede ser radicalmente sanadora.
Porque es un turismo libre de horarios y ataduras, sin estrés ni más madrugones que los que uno se quiera dar para aprovechar la fresca. Nada de colas para entrar en un museo, ni estar pendiente del reloj para estar en determinado sitio a tal hora. Al bar se puede ir en cualquier momento para departir, beber y comer con los parroquianos, y de camino raro será no encontrarse con algún vecino con el que pararse a saludar y charlar un buen rato.
Los días en el pueblo pasan, puede que sin grandes sobresaltos, lo que no significa que tengan que ser aburridos. O sí. Porque aburrirse sin más de vez en cuando también está bien. Pero vivir en la naturaleza nos permite reconectar con ella, disfrutar de la bicicleta, pasear por el campo, darse un baño en el río, hacer una barbacoa con la familia, jugar a las cartas hasta las tantas o simplemente redescubrir las estrellas por la noche. Y después, dormir a pierna suelta. Porque, como todo el mundo que lo ha probado sabe, en los pueblos se duerme mucho mejor.
Y para muchos volver al pueblo también es volver a los días sin tiempo de la niñez, a los recuerdos de las primeras veces de tantas cosas, al primer beso furtivo, a la primera calada, a aquella gran gesta que protagonizaste el torneo de pelota y que solo tú recuerdas o a la primera gran melopea en las fiestas con la orquesta tocando el 'Ritmo de garaje'. Puede que ya no estén las mismas personas que entonces, o puede que sí, pero en esos rincones anida una nostalgia placentera que se empeña en volver a nosotros y que nunca está de más paladear de vez en cuando, eso sí en pequeñas dosis para no indigestarse.