Hacer planes es un deleite universal, un desafío, quién sabe si un acto de inteligencia, y por eso las vacaciones resultan momentos tan especiales en nuestros años: las planeamos como si fuesen a proporcionarnos grandeza, algo parecido a un estilo de vida breve y poco formal. En vacaciones nunca dices «puag», «buff», «boh» o «qué puto coñazo». Representan el gran plan de cada verano, que nos recuerda que a veces la vida es agradablemente redonda. Nuestra mente viaja hacia ellas desde antes de que llegue la hora de empezarlas. Pensar en las futuras vacaciones cada poco es, en cierta manera, una fase más de las mismas. Y entonces, gracias a dios, comienzan, y con ellas los días dejan de transcurrir sobre vías. Es más, al poco tiempo también se acaban. Boom. Su historia no se completa si no incluye, bien visible, la siempre carente de sutileza palabra «fin».
Cuesta decirlo, pero si en algún momento no se acabasen, ni vacaciones serían. Por supuesto, es difícil no vivir esa ruptura con pesadumbre y hasta con sorpresa. ¡No esperabas que se acabasen tan pronto! Es una fatalidad que adviene cada verano, y de lo más desagradable, a decir verdad. Hay algo de irrealidad en ese momento. «Me parece increíble que mañana tenga que volver al trabajo», te dices comúnmente, en vísperas de retomar las cuitas diarias, a la vez que te recuerdas que en ocasiones la vida también es desagradablemente redonda.
Pero no hay que exagerar. Estamos acostumbrados a tolerar los defectos de las cosas amadas. Es posible hallar placer en el fin de las vacaciones, por supuesto. Nada es perfecto. Simplemente, hay que saber regresar. En 'El amante', Marguerite Duras evoca cómo «siempre vi a mi madre planear cada día el futuro de sus hijas y el suyo. Un día ya no fue capaz de planear grandezas y planeó miserias, futuros de mendrugos de pan, pero lo hizo de manera que también tales planes siguieron cumpliendo su función, llenaban el tiempo que tenía delante». Una amiga dice que, cada vez que hace la maleta para volver se consuela pensando en cómo va a encontrarse el buzón. «Me encanta llegar a casa y verlo a reventar, preguntando por mí». Nada cambia el hecho de que al día siguiente volverá al trabajo, a las preocupaciones, a las prisas, los jefes, la ansiedad, pero las cartas, las revistas, los paquetes con libros equivalen a una vida extra, inesperada. Y después está la casa entera, que aguarda a llenar tus necesidades, con toda tu ropa, tus objetos, y todo en su sitio, que no tienes que aprender.
No menos apacible es el reencuentro con los hábitos. Es imposible vivir sin repetición. La rutina apacigua, reconforta, como la manta que te echas por encima, menos por frío que por seguridad. Es el único punto, en mitad del huracán, en el que sientes tranquilidad. Curiosamente, la rutina equivale a la falta de plan, es una estancia en lo de siempre. Es la vida memorizada. Tal vez haya muchas razones para aborrecer una existencia así, pero también unas pocas para desearla. Lo que perdura se hace querer.
Todo esto si tienes vacaciones. Mucha gente no puede disfrutarlas. Una parte ni siquiera las desea. Recuerdo al dueño del estanco que aparece en 'Smoke', de Paul Auster. Se llama Aggie Wren y todos los días, durante cinco minutos, dejaba el trabajo y salía a la calle a hacer una fotografía, siempre la misma, en la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida, en Brooklyn. Era su gran proyecto. «Por eso nunca me voy de vacaciones. Debo estar ahí siempre. Cada mañana en el mismo sitio a la misma hora», decía.
No mostrar aflicción porque se acaban las vacaciones es una muestra de buen estilo. No hay que acordarse demasiado de ellas. Ya pasaron. Fueron hermosas y dieron pie a dos montones de cosas, las que se hicieron mientras duraron y las que no se hicieron. Pero ya está. Digamos que es hora de pensar en el futuro, quizá en las siguientes vacaciones, haciendo valer eso que dice John Irving en 'El mundo según Garp' de que «imaginar algo es mejor que recordar algo».