Uno de esos memes con frases célebres que circulan por Internet —de aquellos que lo mismo se atribuyen a Gandhi que a Einstein— dice que no hay sonido más hermoso en el mundo que la risa de un niño. En este caso, al inventor de la sentencia, sea quien sea, hay que darle la razón. Y aunque, por lo general, los pequeños siempre están de buen humor (excepto, quizá, cuando les obligas a que recojan su habitación), provocar su sonrisa tiene su aquel. De hecho, existe un oficio dedicado exclusivamente a ese menester: el de payaso.
Los hay profesionales, que trabajan en circos, y los hay aficionados, que destinan su tiempo libre al sano objetivo de entretener a los críos. Y entre estos, alguno que lo hace a la edad de 62 años, como José Luis Cervero, conocido por su liliputiense público como Nomequete.
José Luis nació en Turégano (Segovia) y es informático. Entró en la facultad en 1979, “cuando no existía el PC”, dice. Desde hace casi tres décadas reside en Tres Cantos (Madrid). Ha trabajado con ordenadores en empresas como Pescanova, Nationale-Nederlanden y Banesto Bolsa, convertida después en Santander Bolsa. Hoy está prejubilado. Afirma que desde niño desarrolló inquietudes artísticas. Sin embargo, pasó gran parte de su vida consagrado a su profesión y la familia.
“Tengo dos niños, ahora de 32 y 30 años —nos cuenta—, pero cuando eran pequeños me pasaba el día con ellos. Quería dedicarme a mis hijos. Le decía a mi mujer: ‘Cuando digan "papá" o "mamá", que no me lo cuente nadie, que lo oiga yo. Cuando den el primer paso, que lo vea yo’. Siempre me han gustado mucho los niños. Mi mujer era profesora con horario nocturno y yo me quedaba la tarde con dos lebreles, que si paseos, parque, duchas, cenas… Y todas las noches, ya podíamos estar reventados, que les leía un cuento. Antes de que se pusiera de moda, les leí El señor de los anillos. También La princesa prometida. Les ponía voces”.
Cuando se hicieron un poco más mayores y José Luis dispuso de tiempo, optó por revitalizar sus antiguas inquietudes y se apuntó a clases de interpretación (y retomó la pintura, su otra gran pasión). Encontró en Tres Cantos un grupo de teatro, Aldaba Tres, que además cuenta con una escuela, Arteluna. Hacia 2005, sus responsables llegaron a un acuerdo con el ayuntamiento del municipio para poner en escena espectáculos infantiles.
“Un día las directoras del grupo me llamaron y me dijeron: ‘Necesitamos una voz de lobo, y tú como tienes esa voz grave… ¿No te importa?’. Dije que no me importaba en absoluto. Era un espectáculo de títeres. Y salió muy bien. Me resultaba muy cansado, porque había que ensayar y yo seguía trabajando, pero me encantó”.
Al poco tiempo, pensaron que debían dinamizar el espectáculo, para lo cual decidieron que los actores, además de poner voz a los títeres, salieran a actuar disfrazados de los personajes. “Era el lobo, con orejas de lobo…”, recuerda. Tiempo después crearon la familia Cantito. “Yo hacía de padre y de abuelo, y había un malo, que era yo también. Pero al final no eres malo, sino el tonto de los malos, y eso es lo que les gusta a los niños”.
La fórmula de José Luis y el resto de actores de Arteluna no se limita a provocar la risa de los niños; aprovechan sus funciones para inculcarles ciertos valores. “Las dos directoras del grupo son psicólogas infantiles. Se trabaja mucho con los valores. Les haces reír, que está muy bien, pero en el fondo todas las historias tienen algo: refuerzan la amistad, el respeto a los animales, a los demás, la igualdad de niños y niñas, la obediencia…”, dice Nomequete.
“En el cuento de la princesa Teresa, yo hacía de Teresa. Para que los niños vieran que un hombre puede hacer un papel de princesa y una mujer puede hacer de príncipe. Aunque me veas así, grandote, puedo hacer perfectamente de princesa y pasármelo divinamente, y hacer que los demás se lo pasen bien”.
El personaje de Nomequete, al que sigue encarnando, nació hace once años, cuando José Luis y algunos de sus compañeros de la escuela de teatro concibieron el grupo Los Cucutrastos. Desde entonces actúan regularmente en la Casa de la Cultura de Tres Cantos y en otras localidades madrileñas como Cercedilla, Valdemoro y Hoyo de Manzanares. “Nuestros espectáculos están dirigidos sobre todo a niños de cuatro a siete años”, explica.
En sus representaciones, narran e interpretan cuentos clásicos, a los que dan una vuelta de tuerca que a veces roza el absurdo. “Por ejemplo, la Bella Durmiente: ¿por qué no darle la vuelta? A eso lo llamamos ‘trastear’, en el sentido de cambiar. Y como mostrábamos dos facetas del cuento, la real y la trasteada, se nos ocurrió relacionarlo con el juego del cucú trastrás, en el que te tapas la cara y luego la muestras. De ahí salió el nombre de la compañía”.
“Empezamos con los clásicos griegos: los dioses y los héroes”, prosigue José Luis. “Lo más complicado era trastear las historias: escribir los guiones, asignar los personajes, estudiarlos y ensayarlos. Al principio quedábamos todos los domingos, muchas horas. Inventamos el clasiprismatrón, que pronuncian mejor los niños que nosotros: como estamos trabajando con los clásicos, metimos la palabra ‘clásico’; al darles la vuelta, era como si los mirases con un prisma. Es un objeto que puede ser cualquier cosa: un sombrero, una cuchara…”. El clasiprismatrón es el artilugio que saca a escena y le otorga la facultad de cambiar el cuento.
Y de Los Cucutrastos surgió Nomequete, que continúa representando a día de hoy. “Cada uno tenía que tener su personaje, con una personalidad propia, distinta de la de los demás, y un nombre. Dándole vueltas pensé: ‘Me gusta ser un poco gruñón con los niños’. Y está la frase esa de: ‘No me, no me… que te, que te…’. Y de ahí surgió el nombre de Nomequete. Yo soy el más regañón, Pelusa es la que me chincha a mí, que en el fondo soy el más tontorrón y hacen conmigo lo que quieren”, comenta. Simultáneamente José Luis hace teatro para adultos. “Ahora tenemos un grupo que es La Lumbre, y actuamos en locales alternativos, asociaciones, etc.”
Asegura que sus hijos, cuando lo ven en escena, “están encantados de la vida. Ya me han visto hacer el tonto toda la vida”. No se considera actor, aunque “al final lleva uno tanto años…”. Y se emociona cuando se le pregunta qué le aporta esta actividad tan bonita.
“Lo que tiene de gratificante es lo agradecidos que son como público”, responde. “Si a un niño le haces feliz, te quiere con locura. Es desaforado. Cuando terminamos vienen a hacerse fotos y desprenden un amor… Porque les has dado que les interesa. Hacer llorar a un niño está chupado, pero hacerle reír es un poco más complicado, y si encima quieres hacerle feliz… Si lo consigues, lo que te devuelven, o lo que yo siento que me devuelven, es indescriptible. Es precioso. Que te abrecen…, se me saltan las lágrimas”.
Durante la pandemia, a Nomequete le dio por subir vídeos a YouTube para sus pequeños espectadores. No podía abandonarlos en tan duras circunstancias. Algunos de sus títulos eran: “El coronavirus y la canción de la Chata Berenguela”, “El coronavirus y un bocadillo”, “El coronavirus y atar los zapatos” o “Nomequete hace deporte para luchar contra el coronavirus”.
Cuando algo más tarde regresaron las actuaciones en vivo, las restricciones le provocaban un nudo en la garganta. “Cuando al terminar el espectáculo se iban sin más, y no había besos, ni abrazos, ni el chocar de manos…, ahí sí que se me saltaban las lágrimas. Lo más bonito de ser payaso es eso. No tiene precio”, dice.
Pese a todo, describe a los niños como “un público difícil. El espectáculo tiene que estar diseñado para una franja muy específica, porque si acuden más pequeños no lo van a entender y si son más mayores, se van a aburrir y no van a interactuar. Ahora resulta fácil porque lo hemos hecho muchas veces. Estamos muy atentos a cómo reaccionan. Eso te lo da la experiencia y el saber transmitirles cariño y respeto. Cuando sales como payaso, sales a hacerles reír, pero también debes conseguir que sientan que los respetas como espectadores; como si estuviesen en el Teatro Real al lado del rey. Eso creo que también lo perciben. Les pico, pero siempre con dulzura y cariño”.
Hace disfrutar y disfruta; tanto, que ni siquiera sabe lo que cobra por ello. “No tengo ni idea”, asegura. “No es mucho, millones no hay. A mí cada seis meses me dicen que hay que facturar, y facturo. Me preguntan: ‘¿No lo repasas?’. ¡Pero si no he llevado la cuenta! Si me dicen que son diez, pues diez; si me dicen que veinte, veinte. Te lo juro, no tengo ni idea. Nunca me ha preocupado, no me interesa”. Su mejor recompensa, sin duda, es otra.