Lo reconocemos. Prácticamente hemos dicho que los cuñaos solo sirven para hacer memes y nos hemos pasado unos cuantos pueblos. Porque los cuñados sienten, padecen, tienen su corazoncito, y, a su vez, tienen cuñados. Somos nosotros.
Por unas cosas u otras, por ellos y por nosotros, ‘por mí y por todos mis compañeros’, ha llegado el momento de rehabilitar la figura de ese familiar que es el hermano o la hermana de nuestra pareja. Una especie de ‘carne de su carne’ con la que hemos pasado y vamos a pasar media vida.
Parecía una tarea casi imposible. Pero no. Resulta que hay personas que no solo toleran, sino que incluso respetan, quieren y admiran a sus cuñados. 'Uppers' los ha encontrado: Belén y Paco, de 56 y 59 años, respectivamente. Ambos encontraron en sus cuñados la familia que buscaban desde niños.
Aparte de la edad de la inocencia, la infancia es la etapa en la que se gestan muchos de nuestros comportamientos y objetivos de la edad adulta. En el caso de Belén y Paco, ambos crecieron con unas carencias afectivas y de seguridad emocional que fueron determinantes en el momento de buscar pareja.
“Siempre me hubiera gustado tener una hermana. Tengo 56 años y un hermano de 55. Con él siempre me he llevado más o menos bien, pero desde pequeñita echaba en falta a alguien más. Me daba mucha envidia cuando iba a casa de mis amigas y estaban llenas de gente, de hermanos, de abuelos… Mis padres no se llevaban demasiado bien. De hecho, pasé toda mi infancia temiendo sus discusiones. Discutían por casi todo: por el dinero, por ver o no a la familia, por los suspensos de mi hermano, por un regalo que no era el adecuado, por cualquier cosa…”, así comienza su historia Belén, administrativa en una entidad bancaria, que vive con especial intensidad las fiestas navideñas.
“Navidad era la peor época porque mis padres discutían más que nunca. Por todos esos años me juré que cuando tuviera una familia todas mis Navidades serían felices. De niña, yo quería cambiar las cosas: estudiaba mucho y sacaba muy buenas notas. Aparentemente, era la niña perfecta. Era mi manera de llamar la atención en positivo y demostrar que se podía cambiar y hacer las cosas bien. Siempre esperaba que mis padres se llevaran bien y que un día mi madre nos dijera que nos iba a traer un hermanito. Pero no sucedió y crecí con ganas de hermanos”, explica
Para Paco, directivo de una empresa de distribución, la manera laxa en que sus padres organizaban la vida familiar hizo que, por encima de otras cosas, en su edad adulta buscara límites, referencias y estabilidad.
“Somos tres, dos chicas y un chico. Yo era el típico niño que iba a su bola, que jugaba con cualquier cosa, que iba mal en el cole. Mis padres eran muy particulares, estaban claramente agobiados conmigo (siempre apuntándome a clases particulares, pendientes de mis deberes y de hablar con los profesores) y al mismo tiempo eran un poco anárquicos. Con mis hermanas me llevaba bien, pero entre ellas se entendían mejor. Mis padres también eran bastante avanzados para la época: mi madre trabajaba cuando ninguna madre lo hacía y mi padre era muy activo. Les gustaba viajar, quedar con amigos… Pero también tenían sus crisis y vivimos un par de separaciones temporales. La verdad es que sus propios problemas les hacían ir un poco a su aire. Creo que mis hermanas y yo vivimos descontrolados en algunos momentos. ¡Y lo que es la vida ! Hubiera querido unos padres más controladores, más plastas”.
Tanto en el caso de Belén como en el de Paco, la familia de sus parejas ha sido un activo más en su relación. Iban buscando un modelo concreto de clan y lo han conseguido.
“Cuando conocí a Pablo, mi marido, creo que me enamoré tanto de él como de su familia. Fue un flechazo”, explica Belén. “Él venía de una familia numerosa: eran seis hermanos y otros siete primos. Siempre estaban celebrando cumpleaños, santos y cualquier cosa que surgiera. Con mi familia, por ejemplo, la cena de Nochebuena acababa sin pena ni gloria. En la suya, la fiesta duraba hasta el amanecer. No me gusta trasnochar, pero aquellas ganas de compartir la alegría me fascinaban. Con los hermanos de mi marido y sus parejas, salíamos, viajábamos, nos ayudábamos cuando era necesario. Sentía que había encontrado los hermanos que nunca tuve.”
Para Paco, la necesidad de límites familiares vino en pack. “Aunque parezca raro, el control que buscaba me lo dio Ana. Me eché al mismo tiempo una novia y la familia clásica que buscaba. La conocí en la carrera. Lo nuestro fue un amor de poco a poco. Físicamente no es nada despampanante. Yo entonces era un guaperas y me ligaba lo más grande. Ana era la compañera tranquila, la que estaba todos los días en la facultad y luego en el laboratorio, mientras hacíamos nuestras tesinas. Poco a poco, me gustó su lado apacible, su tranquilidad... Cuando empecé a participar en todas las tradiciones de su familia (que aún hoy tienen) empecé a sentir que eso era lo que había estado buscando siempre: un refugio frente al estilo mucho más relajado de mis padres. La guinda del pastel fueron mis cuñados: Gloria, la hermana de mi mujer es una persona estupenda y un médico aún mejor; Paco (se llama como yo), otro fenómeno. Lo único es que él es vikingo y yo colchonero. Aparte de eso, todo son cosas buenas”. No hay duda: Paco está tan pillado por su mujer como por su familia.
Esta es la gran pregunta. No es raro que una relación familiar comience de la mejor manera y con los años degenere como el rosario de la aurora. “Hace más de 20 años que Pablo y yo nos casamos. En todos estos años, hemos pasado ratos muy buenos y momentos más tristes. Mis suegros ya han muerto; hemos ido teniendo hijos y la propia vida nos ha hecho espaciar nuestros encuentros”, admite Belén, para la que sus cuñados siguen siendo imprescindibles en su vida. “La relación continúa intensa y cercana. Sabemos que estamos ahí para cuando nos necesitamos. Siempre hay un recuerdo para los hermanos y cuñados en nuestras conversaciones, en nuestros viajes... El whatsup de la familia está siempre a tope de fotos, bromas, quedadas… En Navidad, por ejemplo, uno de mis cuñados, el mayor, se lleva a todos los sobrinos de compras para comprar los Reyes. Y los padres quedamos para recogerlos y, de paso, caen unas cañas. Cuando vienen a casa, mis cuñados están en su casa. La confianza es total. Tengo un marido, un hijo y seis hermanos, el mío y mis cuñados. ¡¡¡Al final, tengo unos cuantos hermanitos!!!”, resume con una gran sonrisa.
En el caso de Paco, la distancia geográfica se impone, pero se compensa con otros momentos de calidad. “Ana y yo vivimos en Palma de Mallorca y nos vemos menos de lo que nos gustaría, pero hay ocasiones sagradas. Los eventos familiares son algunos de ellas. Estamos abonados a la BBC, bodas, comuniones y bautizos, no nos perdemos nada, aunque a veces suponga un esfuerzo económico. La Navidad es otro de nuestros momentos: nos reunimos en casa de mi cuñada un par de días antes de Nochebuena y disfrutamos planeando cenas y comidas, haciendo compras y entrando en la cocina a liarla. Nos vemos menos, pero el cariño está siempre ahí. La verdad es que ahora, viendo cómo ha cambiado la vida, hay costumbres de mis suegros que me parecen algo frikis. Sus hijos también alucinan a veces. Pero ¡es lo que hay! Además, mientras ellos siguen mandando, los demás nos sentimos un poco niños”, explica.
Como en cualquier relación entre personas, los cuñados que se llevan bien obtienen un beneficio emocional. Pero, además, como señala la psicóloga Romina Giarrusso, directora del Gabiente Psicológico Psicobai, intervienen otros factores.
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