Morirse no es barato. Ni siquiera siendo perro. Puede que ni siquiera siendo pájaro, gato, cobaya o conejo. Lo sabe Julián, de 54 años, que acaba de perder a Cholo, un gato persa que ha formado parte de su familia estos últimos 14 años. Después de varios tratamientos, la enfermedad renal pudo con él. Poco antes de fallecer, se pusieron en contacto con una funeraria para mascotas en Ciempozuelos. “Por la recogida a domicilio, el velatorio, la incineración y la entrega de las cenizas en una urna nos han pedido 250 euros”.
La idea de celebrar exequias gatunas puede que suene surrealista, pero es algo cada vez más común con los animales que forman parte de nuestros hogares. En el caso de Cholo, la idea fue de la hija mayor, Amelia, de 23 años. Así lo cuenta Julián: “Cuando murió nuestra perra Lola, un Husky Siberiano que falleció por edad, a punto de cumplir 16 años, se empeñó en darle una despedida digna. En la Universidad había oído hablar de estos servicios y nos convenció. El proceso fue idéntico, pero nos cobraron algo más por superar los 20 kilos de peso. Nos dieron las cenizas en una urna biodegradable que enterramos en una gran jardinera de la terraza”. Este será también el destino de los restos de Cholo.
El catálogo de servicios no se agota ahí. Estas funerarias ofrecen la posibilidad de hacerse ellos cargo de otros trámites, como la baja del animal en los registros oficiales, la solicitud de eutanasia, el regalo de una joya con su ADN o la presencia de familiares durante la cremación. Son prestaciones que, lógicamente, tienen un coste añadido.
El auge de los funerales de mascotas en estos últimos años responde a la relación tan estrecha que muchas personas entablan con sus animales. El confinamiento por la pandemia ha reforzado aún más este vínculo. Janette Young, investigadora de la Universidad de Australia del Sur, acaba de publicar un artículo en el Journal of Behavioral Economics for Policy, en el que afirma que más del 90% de los dueños de mascotas asocian su bienestar durante el encierro con los abrazos, caricias y otras formas de interacción con sus animales. Esta conexión explica el deseo de darles una muerte digna y, de paso, el floreciente negocio del final de la vida de las mascotas. En muchos países el ritmo de crecimiento de este mercado se sitúa por encima del 9% anual.
No son despedidas tristes, sino rituales muy sencillos que se hacen como una señal de respeto. Raquel Lázaro, gerente de Cremascota, un tanatorio crematorio situado en la localidad madrileña de Alcorcón, nos explica la necesidad de este acto: “Nuestro cerebro necesita participar en la ceremonia de despedida para iniciar el duelo y seguir adelante con un buen recuerdo”. Su proyecto nació hace diez años, “como un gesto de empatía hacia esas personas que demandan una despedida a la altura del amor y el respeto que durante tantos años nos da el animal”.
Con este fin, Lázaro ha dispuesto en este lugar una sala donde velar al animal en un ambiente familiar y confortable, con conexión a internet, refrescos, café e infusiones. Un equipo humano está disponible para acompañar en ese proceso de despedida. “Sabemos que es un momento delicado y merecen un trato respetuoso”.
El servicio más demandado es la incineración individual, que incluye la preparación de la mascota previa a su presentación en la sala velatorio. La asean y la colocan en una posición natural, recostada sobre una cama. “El último recuerdo debe estar ligado a una imagen agradable y ligada al descanso”, indica. Una vez que la familia está preparada, se procede a su incineración y posterior entrega de sus cenizas en una urna de madera, la huella de la mascota en una pasta especial y certificado de incineración individual. El precio parte de los 300 euros y ofrece la posibilidad de financiarlo hasta en 12 meses.
Otra opción es dar sepultura al animal. Impresiona ver el aspecto de cementerios animales con lápidas y mausoleos similares a los humanos. A 15 minutos de Barcelona, se encuentra uno de ellos, rodeado de naturaleza. Las mascotas descansan en paz por unos 65 euros al año y las familias pueden visitar el lugar, depositar una flor y rememorar con ellas los momentos que vivieron juntos. El precio varía en función de la fosa o nicho escogido. El alquiler se renueva cada año y garantiza que durante ese tiempo el lugar se reservará únicamente para su mascota.
Uno de los más populares es El último parque, en Madrid. Se trata de un espacio de 35.000 metros cuadrados en plena naturaleza fundado por un grupo de veterinarios que quisieron dar respuesta a los dueños de perros que no sabían qué hacer con el cuerpo una vez fallecido. En él se constata que incluso en el más allá persisten los rangos. Una fosa de honor, ubicada en la zona más representativa del recinto y forrada en mármol italiano de primera calidad con un grabado de 50 letras, supone un desembolso de 5.000 euros. Los bolsillos más modestos deben conformarse con una pequeña fosa ubicada en la parte media del cementerio y construida en grupos de ocho con un exterior en granito gris y decorado con piedras. En este caso, no está permitido que la mascota supere el kilo de peso.
Insólito es también el cementerio Sena, en Valencia. Si el dueño lo desea, sus cenizas podrán reposar junto a las de su mascota. El reclamo es muy directo: “Si compartes toda la vida con ellos, ¿por qué no seguir compartiéndola en la eternidad?”. Con este fin, dispone de un columbario o estructura de nichos para urnas cinerarias que ambos pueden compartir.
La muerte es uno de los pocos negocios que no declinan. Era cuestión de tiempo que se extendiese al mundo animal, aunque de momento las cantidades están lejos de los funerales humanos cuyo coste se sitúa en España en torno a los 3.500 euros, según cálculos de la OCU. El sector factura alrededor de 1.500 millones, el 0,13% del PIB español.