A mi nieta Adriana, de tres años, le habíamos estado preparando para el gran día en el que iba a ir al 'cole de los mayores'. Convertimos la compra del uniforme, los zapatos, la elección de su mochila y el estuche con sus lápices de colores, en una especie de fiesta. Me fui con ella a descubrir el inmenso, inconmensurable y apabullante mundo del material escolar y después de una hora intensa de incertidumbre y cambios de opinión "quiero esa mochila Roja de Minnie, ¡no, no... mejor la de Frozen!, ahora la prefiero azul, aunque... me gusta más esa amarilla (que es el color preferido de mamá) y es 'precioza'", me decía con su lengua de trapo.
Al final, la elección estuvo a punto de acabar en drama porque solo podía llevarse una y no las cuatro o cinco que se había colocado a la espalda dispuesta a cargar todas. "Por fa, por fa, Esther (no me llama abuela cosa que a mi me encantaría), yo te doy las monedas y todo el tesoro inmenso del mar que tengo en la hucha de la sirenita y así las puedes pagar", repetía con un punto de zalamería y picardía mientras yo intentaba mostrarme seria y no dejarme seducir. Pude convencerla diciéndole que a su hermano Bosco (de un año) como iba a la guarde con los pequeños no le iba a comprar nada ni mochila, ni plastilina, ni pegatinas, ni colores, ni nada.
¡Y llegó el gran día!, pero para mi tuvo un sabor amargo. Si el maldito covid no hubiera venido para quedarse y amargarnos la vida, yo habría ido a verla entrar en su cole de mayores, aunque solo hubiera sido por ver su llegada con su baby de rayas y su mochila azul, pero las estrictas medidas de Seguridad lo impidieron. Tampoco pude acercarme a la guarde del bebé y entré en una hipérbole de sentimientos contradictorios.
Yo acababa de entrevistar a la Ministra de Educación, Isabel Celaá, y aunque el titular era claro, "la vuelta a las aulas será segura", me dijo, tras detallar minuciosamente todas las líneas de actuación (que luego cada autonomía aplicó de forma distinta), la realidad escribía con líneas torcidas un panorama lleno de inquietud.
La teoría estaba clara: horarios diferenciados, nada de salidas conjuntas al patio, ratios más bajas, códigos de colores y medidas de protección como el lavado de manos, el uso de mascarilla, la distancia social y toda una retahíla de medidas dependiendo de la edad. Los medios de comunicación nos hacíamos eco de lo complicado que estaban siendo los primeros días por falta de profesores, falta de medios o de espacio y empezaron, como se preveía, los primeros contagios y cuarentenas.
He de reconocer que no entiendo a los negacionistas de la educación presencial y menos en niños de corta edad cuando parte esencial de su desarrollo es socializar y compartir, pero, como abuela, he tenido muchas dudas en esta situación tan excepcional.
En momentos de incertidumbre y miedo yo suelo reaccionar informándome todo lo que puedo sobre el asunto y con esto me paso igual. Leí el último informe del centro europeo de prevención y control de enfermedades infecciosas sobre COVID y escuelas, que estaba basado en encuestas que se realizaron en 15 países europeos y se publicó a principios de septiembre. En él se decía que los contagios entre niños en centros educativos son poco habituales y que ir a clase no era el principal motivo de contagio en menores.
Se ponía como ejemplo Suecia como algo emblemático. El país nórdico no ha cerrado en ningún momento las escuelas ni tan solo en abril cuando se atravesaba el mayor pico de la epidemia. En esas circunstancias, implementando medidas, se contagiaron solamente el 0,5 % de los niños de cero a nueve años, algo prácticamente insignificante.
¡Esos datos son esperanzadores!, pensé. El colegio de Adriana guardaba estrictamente todas las garantías y las medidas de seguridad y de hecho, en su clase burbuja, solamente hay 13 alumnos. Sus padres me tranquilizaron y yo respiré aliviada al ver que todo marchaba sobre ruedas.
No habían pasado ni dos días del nuevo curso cuando mis hijos me pusieron un WhatsApp: "Nos acaban de avisar de la guardería de Bosco, una de las profesoras ha dado positivo en covid-19, ponen a todos en cuarentena y la cierran hasta recibir instrucciones".
Se me pusieron los pelos de punta. Sentí una angustia difícil de explicar, que casi me impedía respirar. No solo por el bebé, también pensé que su hermana iba a un colegio diferente, que sus padres estaban teletrabajando parcialmente y no tienen apenas ayuda para la casa, y que, por precaución, teníamos que estar dos semanas sin ver a los niños.
De repente, otra vez la pesadilla. Yo me niego a imaginar un mundo sin besos y sin abrazos, y mucho menos sin poder achuchar a mis nietos porque el contacto físico, el "piel con piel" es consustancial a la condición de ser abuela y yo lo quiero ser en la verdadera acepción de la palabra.
No soy joven, pero me siento joven y aunque estoy en el límite (a tan solo a unos años de lo que algunos consideran como edad de riesgo), aún sigo en plena actividad laboral. Eso sí, cuando pintan canas en las sienes, sacas tiempo para todo y pretendo seguir conciliando con mis nietos, si este maldito virus me lo permite, como lo hice con mis hijos .
Cuando escribo estas líneas, en forma de desahogo personal y en primera persona, el curso apenas tiene dos semanas lectivas y el goteo de aulas cerradas por positivos de coronavirus se incrementa en todo el país. En Madrid ya se registran 34 colegios con incidencias relacionadas por el coronavirus y lo mismo ocurre en toda España, lo que aumenta la incertidumbre de muchos padres sobre lo oportuno de llevar a sus hijos al colegio.
A mi nieto Bosco, sus padres por seguridad y para decidir si la pequeña Adriana debía o no seguir seguir yendo al 'cole de los mayores' (ante la posibilidad de que la profesora hubiera contagiado a su hermano) decidieron hacerle un test rápido que dio negativo. Cuando leí el Whastapp: "El test de Bosco ha dado negativo así que tranquila, todo bien", sentí un gran alivio pero solo momentáneo porque las cosas se complican en todo el país.
Que recuerde, solo he tenido una sensación de angustia similar a la que siento ahora cuando mi hijo (el padre de los pequeños Adriana y Bosco) tuvo un gravísimo accidente de moto en la adolescencia. Ese día ETA asesinó cruelmente al matrimonio Becerril en Sevilla y yo, que entonces era la redactora jefe de nacional, me había desplazado allí para cubrir la noticia y hacer en directo los informativos.
Me avisaron de que una furgoneta había atropellado a mi hijo, que iba en su moto, y se había dado a la fuga sin auxiliarle. El mundo se me vino abajo porque no estaba con él y esa ausencia me mataba. Pasé varías semana en el hospital sin moverme de su lado y recuerdo perfectamente que solo deseaba, con todas mis fuerzas, ser yo y no él quien estuviera en aquella maldita situación.
Si hubiera sido posible me hubiera cambiado por mi hijo para pasar yo por las operaciones y el dolor. A eso se le llama ser madre y ahora resulta que ser abuela no solo mantiene, sino que acrecienta, ese sentimiento de protección llevado al límite. Si la covid-19 tiene que acordarse de mi familia, ¡ojalá que este bicho no nos quiera!, prefiero que me visite a mí y no a mis nietos. Eso es, sencillamente, porque soy la abuela aunque me llamen Esther a secas.
Afortunadamente nosotros en casa hemos tenido, de momento, suerte pero otros muchos abuelos y otras muchas familias lo están pasando muy mal y ver a sus nietos enfermos les parte el corazón. Me gustaría que estas líneas sirvieran para darles ánimos y fuerza. Este maldito virus no entiende de ideologías, ni de posición social o económica. Nos puede afectar a todos, pero ahí están nuestro héroes de las batas blancas y los investigadores que cada día abren una puerta a la esperanza. Ojalá, mas pronto que tarde, hablemos del coronavirus como algo del pasado. ¡Esta batalla y esta guerra a la enfermedad también la vamos a ganar!