Con 25 años Ramón Larramendi (Madrid, 1965) se lió la manta la cabeza y puso rumbo hacia sus sueños. Él quería recorrer el Ártico, caminarlo, esquiarlo, disfrutarlo, vivirlo. Dicho y hecho. No era su primera vez, pero sí la que cambiaría su vida para siempre. Entonces no había GPS, no había internet, no había teléfonos satelitales. Aquello era un viaje a lo desconocido que terminó durando más de tres años en los que recorrió 14.000 kilómetros.
En aquella Expedición Circumpolar, la travesía polar no mecanizada más larga jamás realizada, aprendió muchas de las cosas que le han terminado por convertir en uno de los mejores exploradores polares del mundo. Él prefiere tirar de modestia, pero la realidad le sitúa en lo más alto o muy cerca. “Estoy entre el club de la poca gente que realmente está haciendo exploraciones polares potentes a nivel mundial, pero decir que soy el mejor explorador me parece exagerado. Estoy ahí entre el pequeño club de gente que está en exploración polar haciendo cosas punteras a nivel mundial”, apunta.
Lo cierto es que en esos tres años llevó a cabo “la expedición más importante” de su vida. “Me fui con un mapa y una brújula, con lo justo para recorrer 14.000 kilómetros y fue una experiencia brutal. Hubo tramos de dos y tres meses en los que no vimos a nadie. Así te puedes volver loco. No hay nadie, no puedes llamar a nadie. Es la soledad máxima y hay gente que no lo ha podido soportar y se ha tenido que volver. No todo el mundo está preparado para vivir en ese entorno diferente”, rememora.
El 80 o 90 por ciento de lo que es ahora se lo debe a esa expedición, tal y como él mismo explica: “Tanto profesional como personalmente, allí te construyes a ti mismo. Si no disfrutas en el día a día y solo estás pensando en llegar, vas a ser muy infeliz, vas a pasarlo muy mal. Lo tienes que disfrutar, estar motivado y no pensar en el futuro. Eso, poco a poco, te lo da experiencia y los días allí”.
Si es por experiencia, desde luego, pocos habrá con tantas horas, días, meses e incluso años al pie del cañón helado. “Entre expediciones y viajes he estado viviendo más de 10 años seguro en el Ártico. Sólo expediciones de alto calibre llevo más de 20. Cuando era chaval yo soñaba con todo esto que he vivido, pero era un sueño, era ficción. El haber podido materializarlo ha sido un privilegio impresionante. Ahora me emociona pensar que sigo al pie del cañón, al mismo nivel que hace décadas”, confiesa Ramón.
Y si llegar a vivir este tipo de aventuras en el Ártico era algo con lo que soñaba cuando apenas era un chaval, con el tiempo añadió un elemento más a esas ensoñaciones: el trineo del viento. Se trata de un vehículo de su invención para, literalmente, navegar por la nieve y el hielo del Ártico.
“El trineo de viento es una cosa única en el mundo. Es una mezcla de la mentalidad inuit, con la que me siento muy identificado y que he aprendido con el paso de los años, y occidental. La construcción del trineo es muy sencilla, sin clavos, todo con cuerdas. La simplificación es clave. Es el vehículo polar más sostenible, con máxima simplificación en la construcción y materiales. Es materialmente imposible hacer un vehículo más sostenible. El éxito del trineo radica en la simplicidad y la mentalidad inuit”, explica.
Con ese trineo, que ha ido perfeccionando con el paso de los años, Ramón Larramendi acaba de superar con éxito su última expedición, en la que ha recorrido 1500 kilómetros de sur a norte en Groenlandia durante más de dos meses y medio sin más motor que una cometa. Sí, una cometa. Sí, 1500 kilómetros.
“La expedición ha sido una consolidación del producto ‘trineo de viento’. Habíamos hecho otras travesías con trineo de viento pero ahora queríamos ponerlo a prueba y no ha podido salir mejor. Hemos hecho más de 1500 kilómetros con el trineo de viento más grande jamás construido y hemos sido capaces de transportar 3000 kilos de carga. Nuestro pico era 2,2 toneladas y ahora lo hemos hecho con un trineo de tres toneladas, más de 20 metros de largo y ocho personas a bordo. Hemos cruzado Groenlandia con algo monstruoso”, nos narra un Ramón aún agotado. “Ha sido una paliza tremenda”, añade.
El objetivo de la expedición era, precisamente, “saber cuánto peso podemos transportar, porque eso permite llevar equipos más sofisticados y cosas más complejas. Es esencial para la investigación. Navegar con algo tan grande abre muchas posibilidades”.
La incertidumbre cuando ya estaba todo listo para arrancar fue máxima: “La primera vez que lo arrancamos no sabíamos si iba a reventar algo. No sabes si estás llegando al punto de ruptura, haces cálculos, pero hasta que no te pones a hacerlo no sabes. La primera vez que levantamos y se movió había sensación de miedo, pero muy pronto se vio que podía mover tres toneladas sin problema. Es bastante alucinante porque la fuerza que hace falta es colosal”.
Aunque suene extraño, Ramón y su equipo han navegado por el hielo. “Es un velero de nieve y hielo. El concepto mástil no tiene posibilidad de funcionar, pero, conceptualmente, es un barco de vela aunque no se parezca. Sería más parecido a un kitesurf, pero lo que va detrás es un monstruo de 20 metros de largo y 3,4 metros de ancho”.
Obviamente, para que esta expedición haya sido un éxito rotundo ha habido años de trabajo detrás, ya que Ramón no era precisamente un experto cuando se le ocurrió la idea de que una cometa pudiera tirar de un trineo sobre la nieve.
“En mi vida había tocado una cometa de esas, solo una de un hilo en mi casa, que se rompió muy pronto. Aprendí poco a poco. Este producto ha llevado casi 25 años de trabajo. Al principio no nos enterábamos de nada y cometimos errores, pero aprendimos. Al principio probé diferentes cometas y pedí opiniones de expertos. Probé lo que me recomendaron y saqué mis propias conclusiones”, narra Ramón.
Prueba a prueba, ha dado con la cometa perfecta: “La de 250 metros, que es la más grande que hemos probado, es ingobernable. Hemos ido subiendo de tamaño desde 28 metros, 40, 60, 80, 100 y 150 metros (pesa unos siete kilos) y cada vez mejor. Pero todo tiene una curva de límite y a 250 metros es físicamente ingobernable. Quizás el límite máximo sea 170 o 180 metros”, explica.
Más allá de los estudios y las pruebas materiales del trineo está la parte personal y mental, ya que los retos a los que se enfrenta Ramón cada vez que pone en marcha una expedición son mayúsculos. “La experiencia y la parte mental son muy importantes en una expedición polar. Uno va aprendiendo a lo largo de los años y se va adaptando. Aprendes a base de golpes y errores. Nunca dejas de cometer errores, pero tienden a ser un pelín más pequeños ahora que cuando estaba empezando”.
“La experiencia te da paciencia. El ritmo en el Ártico es otro y eso se aprende rápido. Hay que saber mantener la calma, estar siempre sosegado y saber que nunca hay prisas. Hay un dicho en el Ártico: "Quien tiene prisa en el Ártico, tiene prisa por morir". Y es así. No puede haber prisa, las cosas tienen su tiempo”, continúa.
Él lo ha vivido y experimentado en su propia piel: “A los 20 años te das cuenta de que la impulsividad se paga. Si eres demasiado impulsivo, te desesperas porque todo es muy lento, lleva mucho tiempo. Requiere desarrollar la paciencia, si no, no soportas el medio”.
Este extremo está íntimamente relacionado con el proyecto del trineo del viento, pues este vehículo puede desarrollar grandes velocidades. Sin embargo, no es ni lo más apropiado ni lo más seguro. “Podemos ir muy rápido pero no queremos ir muy rápido. En esta expedición el máximo ha sido 40km/h, pero es demasiado descontrolado y demasiado estresante”, desgrana Ramón, que va más allá en su explicación.
“La clave de una expedición es ir despacio. Vas más rápido cuando vas despacio. Lo tenemos comprobado y nuestra velocidad óptima está alrededor de los 14 ó 15km/h. Así podemos estar 24 horas sin parar. De hecho, hemos hecho 300 kilómetros seguidos en 24 horas. Es mucho más eficiente estar 24 horas seguidas sin parar a una velocidad controlable y controlada que permita a la gente que va en el trineo trabajar, dormir o lo que sea”, concluye.
De este modo se minimizan los riesgos para una expedición que, en el caso de la que acaban de concluir, estaba formada por ocho personas divididas en dos equipos de cuatro operativos durante 12 horas. “La navegación tiene su peligro porque manejas una fuerza colosal así que hay unas normas claras de actuación para no correr riesgos, pero son muchas horas y muchos días así que se pueden producir pequeños errores. El principal es interponerse entre la fuerza y el trineo, pero también te puedes levantar desorientado y caerte del trineo. Eso puede pasar, que nadie se entere y adiós”.
Y es que, por muchas veces que hayas estado en el Ártico, nunca tienes la certeza de que el terreno es firme: “A lo mejor la última vez que pasaste había ocho metros de nieve acumulada pero en realidad debajo hay una grieta por la que te puedes caer”.
Este tipo de proyectos, así las cosas, conllevan un nivel de estrés importante, aunque eso no abstrae a los exploradores de tres fenómenos con los que te topas en este entorno sí o sí. La soledad, el frío y el silencio. Ramón afronta cada uno de un modo.
“Allí aprendes a disfrutar de la soledad y de la propia relación con la soledad, que tiene sus riquezas y sus cosas bonitas. La gente no sabe estar sola y tiene miedo a la soledad, pero aprender a quererla es un proceso muy bonito porque te conoces a ti mismo”, comenta.
Sobre el frío incluye otros matices: “Al frío te acostumbras estando bien equipado. Hay partes como las manos que no tienen solución. El resto del cuerpo, si lo haces bien, puedes controlarlo más o menos. Tienes que hacer muchas cosas para mantenerte. Gestionar el frío es un arte”.
Y el silencio es relativo a pesar de no haber nada ni nadie en kilómetros y kilómetros a la redonda: “El silencio no es tanto en las zonas polares, es un silencio metafórico. Hay mucho ruido por el viento. Lo que no hay es ruido mental, faltan estímulos exteriores, es la naturaleza pura. Te aíslas realmente del mundo. Es como recuperar el silencio en la era del ruido. Al sumergirte en este mundo, te desconectas de todo y solo tienes la naturaleza y los problemas a resolver”.
Por supuesto, también existe el miedo: “Tienes miedo a cosas objetivas, como las grietas. Siempre estás temeroso de que algo pueda ocurrir. Hay que adelantarse a los acontecimientos y tener respeto y humildad hacia donde estás. Debes saber que en el Ártico la vida y la muerte son lo mismo, forman parte del ciclo natural. La muerte es lo más natural de todo y la naturaleza no tiene sentimiento. Estás alerta porque nadie va a protegerte más que tú mismo”.