Los virólogos suelen hablar de ‘virus lentos’ (producen enfermedades tras largos períodos de incubación y estas suelen ser de larga evolución) y ‘virus rápidos’ (justo lo contrario). Pero no estaría de más introducir una tercera variable, sobre todo es estos días de actualidad trepidante: además de otros calificativos de naturaleza virológica y taxonómica, el coronavirus también debe ser considerado un ‘vulneravirus’. ¿Qué quiere decir eso? Que su impacto en mayores, enfermos crónicos e inmunodeprimidos (es decir, los más vulnerables) es cualitativamente importante.
No me cabe duda, el coronavirus es un ‘virus rápido’ tanto por sus capacidades para hacerse presente, teletransportarse y enfermarnos, como por su ‘capacidad’ de propagar información, que no solo infección. Efectivamente, estamos asistiendo a un fenómeno complejo desde el punto de vista sanitario en el que, posiblemente, por primera vez en la historia, estemos retransmitiendo en directo una epidemia. Solo la mesura de autoridades sanitarias, medios de comunicación serios y la naturaleza sensata de nuestro paisanaje está evitando lo que pudo ser una auténtica infodemia.
En esta sociedad de la inmediatez no podríamos esperar menos de una infección como la producida por el nuevo coronavirus (COVID-19), sin embargo hay una aspecto lento, muy lento en todo lo que llevamos vivido desde que cundió la alerta sanitaria: ¿qué hay de las personas mayores?.
Posiblemente, esta lentitud en preocuparnos de qué hacer y cómo ante el mayor colectivo de riesgo esté relacionada con el ‘enlentecimiento’ que acompaña al hecho de envejecer. Una de las características del envejecimiento es el ‘enlentecimiento’ de muchas de nuestras funciones orgánicas. Pero me temo que no van por ahí las cosas y que pueden tener más que ver con ciertas actitudes nihilistas de nuestra sociedad y despreocupación o falta de la necesaria ocupación de los de ‘siempre o casi siempre’.
Volviendo a lo fisiológicamente lento, y con un carácter relevante, está lo que ocurre con nuestro sistema inmune al ir haciéndose mayor, disminuye marcadamente su capacidad de respuesta. Este fenómeno, que sitúa a los mayores al frente de los grupos de mayor riesgo frente a cualquier tipo de infección, se conoce como inmunosenescencia.
Si a esto añadimos que es muy frecuente que en personas de edad avanzada coexistan varias enfermedades que, a su vez, condicionan estados de mayor fragilidad y que, por mecanismos relacionados con la enfermedad y no solo con el hecho de cumplir años, afectan a nuestro sistema inmune, estaremos ante un terreno perfectamente abonado para que cursen enfermedades como la que produce el coronavirus y que el riesgo vital se vea incrementado al descompensar, complicar y empeorar los procesos que se padezcan de fondo. Así que podemos estar ante un doble escenario en la peor de las situaciones: “morir de coronavirus vs morir con coronavirus”.
Efectivamente, una vez más ante problemas de nuestros mayores enlentecemos las respuestas y las medidas específicas han tardado en llegar. Me vuelvo a temer, que motivadas por hechos incontestables : los fallecimientos y las características de los fallecidos. Desde el punto de vista clínico y de la epidemiología de las enfermedades transmisibles era esperable, como lo es en el caso de la gripe y de tantas infecciones, que los más perjudicados sean los más vulnerables.
Algunas medidas tienen que ver con evitar la propagación y el contagio y se basan en el ‘sentido común epidemiológico’, que no dista de lo que debiéramos hacer cada año en época invernal. No acudir a centros de alta concurrencia con síntomas de enfermedad respiratoria, lavarnos frecuentemente, las manos, toser de forma adecuada… Pero otras medidas han de sopesarse. Por ejemplo, si se cierran guarderías y centros escolares de menores, ¿se quedarán esos menores a cargo de sus abuelos?, ¿no estaremos incrementando su riesgo?
Una reflexión aparte merecen las medidas a tomar en residencias de mayores. Adecuar el régimen de visitas al estado de salud de los visitantes es lo lógico y deseable en cualquier momento. Pero me permito incluir un matiz, algo más de un 70% de la población de estas residencias sufre deterioro cognitivo (enfermedad de Alzheimer y otras) y, con seguridad no van a entender estas medidas de contención de las visitas. Para un enfermo de Alzheimer el único hecho reminiscente puede ser recibir la visita de sus familiares y no entenderían lo contrario, es más lo contrario les podría llevar a ‘fabular’ cosas que aumentarían la confusión en la que viven instalados.
Los que nos dedicamos a atender a personas con estos males siempre indicamos a familia y amigos que no dejen de visitarles, aunque haya fases de la enfermedad en las que no les reconozcan. Siempre partimos de la misma premisa: “No sé quién eres pero sé que te quiero”. Eso ayuda al enfermo. No siempre es fácil tomar decisiones en el ámbito de la salud y, solo, poner en esa balanza imaginaria entre riesgo y beneficio las cosas nos ayuda, si bien no contesta a todas nuestras preguntas.
Sin que se me malentienda, creo que es común poner impactos distintos a lo cercano y a lo lejano. Oímos a diario que no damos la misma importancia a quien muere lejos (en lo geográfico, en lo social, ¿también en edad?) y quien muere cerca de nosotros, como si una vida no fuera lo que es, el bien más preciado que cada uno de nosotros tiene, solo eso. No es lo mismo ‘el coronavirus’ que ‘mi coronavirus’ y en ese ‘mi’ caben muchas cosas y se pueden dejar fuera otras tantas.
Nuestra sensibilidad con las situaciones de los mayores está aún por mejorar en su desarrollo en todos los ámbitos, también en la igualdad que debemos exigir para todos en nuestra sociedad. Pensemos de verdad en nuestros mayores.