Estaba con mi marido en casa y, de repente, sonó el teléfono fijo. Ángel decidió cogerlo, algo muy raro porque, como ese número solo suena cuando quieren venderte algo, tenemos por costumbre no atender las llamadas. Preguntaron por mí, identificándose como el equipo de vacunadores del centro de salud del Casco Histórico, y me convocaron para acudir al hospital tres días después. Estoy en la franja de 60 a 69 años y mi marido también por lo que, al final, nos citaron a los dos a la vez.
Sabíamos que, inevitablemente, nos vacunarían con la de Astrazeneca, y justo coincidió la cita con las alarmantes noticias de varios pacientes que habían sido ingresados por trombosis tras ser vacunados. Lo que para mí no dejaba de ser un efecto secundario excepcional y, por lo tanto, el mismo que tiene cualquier medicamento, para mi marido se convirtió en una auténtica obsesión hasta el punto de que se planteó, seriamente, no vacunarse hasta que pudieran suministrarle otra.
Tenemos un grupo de WhatsApp con nuestros amigos que, durante estos tiempos de pandemia, ha suplido a nuestras citas habituales para tomar el aperitivo, ir a un concierto, una exposición o salir a cenar. Casi todos son de nuestra misma edad y, aunque tenemos profesiones variopintas -desde profesores a arquitectos, periodistas, empresarios, cocineros, pintores o músicos, ese canal de comunicación nos sirve para hacernos recomendaciones de todo tipo. Por ahí circulan críticas de las últimas series de televisión, las novelas que van apareciendo, exposiciones interesantes o recetas de cocina revolucionarias. Sin embargo, ese día el monotema fue que nos habían citado a casi todos para vacunarnos. Curiosamente había un empate entre los partidarios de hacerlo con Astrazeneca y los que pensaban esperar a saber cuál era el motivo que producía los trombos. La polémica estaba servida y el debate fue intenso.
Resultaba curioso ver como mi generación, que habíamos vivido en la locura de la movida madrileña de los 80, disfrutado de las culturas underground e implicado en aquel movimiento contra cultural y liberador -que incluía probar todo tipo de drogas blandas y duras, bebido cualquier cosa que nos ponían delante, tomado los anticonceptivos que nos traían de Londres sin pensar en ningún momento en los riesgos que todo aquello traía para la salud- ahora, ya cumplidos los 60, nos hemos vuelto absolutamente hipocondríacos y temerosos por los efectos secundarios de una vacuna. ¡Quién nos lo iba a decir!
Ahora, en vez de hablar de la sala ROCK OLA -nuestro lugar de culto de entonces-, de la "Escuela de calor" de Radio Futura, "La chica de ayer" de Nacha Pop o "Perlas ensangrentadas" de Alaska y Dinarama, nuestra única conversación gira en torno a los efectos de la vacunación. Las únicas versiones que nos interesan se llaman Pfizer, Moderna, Janssen o AstraZeneca.
Entre mis amigos se han hecho dos grupos claros: los del "no pasa nada", que solo ven ventajas en recibir las dos dosis porque "no solo va a servir para frenar la COVID-19, sino que también actuará como una especie de placebo que nos va a permitir soñar en que pronto volveremos a la maravillosa y antigua normalidad" y los que, sin ser negacionistas, si tienen muchas dudas sobre las consecuencias que la elaboración de vacunas tan precipitadamente tendrán en nuestra salud. "Las autoridades sanitarias, las agencias del medicamento y los políticos han lanzado mensajes tan contradictorios que, al final, lo que han conseguido es un recelo enorme de los ciudadanos sobre alguna de las marcas y, especialmente, la de Oxford/ Astrazaneca", dicen.
Como el miedo es libre, las alertas del mes pasado del Comité de Seguridad de la EMA, que analizó 62 casos de trombosis cerebral en los senos venosos y 24 de intraabdominal, fueron el detonante de una psicosis colectiva impresionante. Al final da igual que solo se hayan notificado 169 casos de trombosis cerebral y 53 de abdominal entre 34 millones de vacunados, una cifra absurda y mucho menor que la mortalidad producida por otros medicamentos. Sea como fuere, el miedo a la dichosa vacuna ha hecho estragos.
Y, ¡por fin!, llegó el día D. Aunque estaba convencida de vacunarme aquella fue una mañana extraña. Estaba inquieta, desasosegada, con ese tipo de nerviosismo que se te pone cuando hay un acontecimiento importante y de final incierto, que te encoge el estómago. La hora H eran las seis de la tarde, pero como a algunos amigos les habían citado a las cuatro desde esa hora empezaron a llegar mensajes, "entrando al matadero", y fotos, "prueba superada", a lo que se añadían todo tipo de sugerencias de cómo llegar al Hospital General Universitario de Toledo -un enorme centro sanitario que aún no se ha inaugurado oficialmente- y que se ha convertido eventualmente en "vacunódromo".
Mi marido y yo fuimos media hora antes, aparcamos sin dificultad y desde el parking hasta la entrada había multitud de carteles advirtiendo que solo se vacunarían a personas entre 60 y 65 años. Antes de entrar nos encontramos con varios amigos y conocidos, que no veíamos desde hace años, y, saltándonos todos las normas habituales de cortesía, no hablamos ni de la familia ni del trabajo ni de nada de nada que no fuera la vacunación. Nos despedimos rápidamente citándonos a la salida, mientras uno de ellos nos animaba al grito de "¡somos los valientes de la Astrazeneca y que sea lo que Dios quiera!".
En recepción nos pidieron el DNI, comprobaron que estábamos entre la franja de vacunación y nos pusimos a la cola guardando, eso sí, una estricta distancia de seguridad, que un celador -muy campechano- se encargaba de mantener en orden. "Señora, sepárese de su marido que todavía no están vacunados" o "si usted es diestra diga que le pongan la vacunan en el brazo izquierdo y si sois zurdos en el derecha", repetía una y otra vez intentando relajar el ambiente, que era tenso y espeso .
Ni me enteré del pinchazo porque fue cuestión de segundos y, antes darle las gracias a la enfermera e interesarme por posibles efectos secundarios, ella me pidió que pasará a una sala de espera contigua donde nos darían una serie de recomendaciones.
Cuando se reunió un grupo de más o menos veinte vacunados (la habitación era muy grande y las distancias de seguridad enormes), una enfermera, ¡muy pizpireta ella!, nos empezó a comentar los síntomas que podríamos tener: "dolor, enrojecimiento, calor o picazón en el lugar en el que se había inyectado la vacuna, malestar general, cansancio, sensación de fiebre, dolor de cabeza, náuseas, dolores articulares o musculares". Nos advirtió que si se presentaba fiebre alta de más de 38°, vómitos o diarreas y permanecían más de 48 horas acudiéramos a nuestro centro de salud, pero si no era así que no nos preocupáramos porque eran síntomas leves y absolutamente normales. Entre tanta explicación, la sanitaria en cuestión, llamó nuestra atención subiendo el tono y diciendo que la recomendación más importante era que no hiciéramos caso de lo que decía la televisión, la radio ni los periodistas porque "les alarman y es mejor no escucharles". Siguió respondiendo a algunas preguntas que le plantearon en un tono displicente y tratándonos como a niños a los que hay que aleccionar y por segunda vez reiteró su ataque a los medios de comunicación.
En ese momento me planté. Levanté la mano, me identifiqué como periodista y también a mi marido, señalando los medios de comunicación en los trabajamos. Le recordé, simplemente, que los periodistas también nos habíamos convertido durante la pandemia en servicios esenciales, que habíamos arriesgado, al igual que otros muchos colectivos, nuestra vida y nuestra salud para que los ciudadanos estuvieran informados y tuvieran una ventana al exterior en tiempos muy difíciles. "Es muy fácil matar al mensajero, cuando la realidad es que nos limitamos a contar lo que los políticos, los científicos y los sanitarios nos transmiten. Tal vez las dudas provengan de ahí", comenté en alto. Para mi sorpresa algunos de los presentes aplaudieron y así, con un pulso reivindicativo y corporativista de mi maravillosa profesión, acabó mi momento de vacunación.
A uno de mis amigos, en la charla final, le dijeron que, según habían comentado algunos de los vacunados, uno de los efectos secundarios fue que les había subido la libido, con lo que todavía presume de que "la Astrazaneca hace milagros" y dice que está deseando que le pongan la segunda dosis, exactamente en 12 semanas.
Lo que se aconseja es mantenerse vigilantes desde el tercero o cuarto día tras la inyección, hasta dos semanas después, ¿cuáles son los síntomas para que salten las alarma? Dificultad al respirar, dolor de pecho, hinchazón de la pierna, dolor abdominal persistente, síntomas neurológicos, dolor de cabeza, visión borrosa y pequeñas manchas de sangre debajo de la piel (petequias más allá del punto de la inyección). Yo me limité a tomarme un Paracetamol y, aunque es verdad que estuve dos o tres días más cansada de lo habitual, lo cierto es que estoy como una rosa y muy contenta de haberme vacunado.
En cuanto a Ángel, que era tan reticente a la vacuna desarrollada por la universidad de Oxford, ha tenido dolor de cabeza un par de días pero está tranquilo y contento al pensar que, con la primera dosis, ya hay una inmunidad colectiva probada de hasta un 76 por ciento y cuando nos pongan la segunda nuestra calidad de vida va a mejorar. Todos nuestros amigos están bien, deseando de poder vernos tomando unas cañas y dejar atrás esta pesadilla. Estamos vivos, sanos y hemos cumplido sesenta años. ¡Nos queda mucho por vivir y disfrutar! en el nuevo tiempo pos-COVID.