El mes pasado entró en vigor una normativa en Reino Unido por la que se obliga los locales de restauración a mostrar las calorías y fotografías de todos sus platos. Esta regulación afecta a cualquier empresa de más de 250 empleados tanto en local, como a domicilio. Lo que se pretende, por tanto, es que quien se quiera preocupar por su salud sea plenamente consciente de lo que está comiendo y pueda ‘contar calorías’. El problema viene cuando los nutricionistas hablan y dejan claro que las matemáticas, en lo relacionando con la alimentación, están obsoletas.
No todas son iguales y un bajo aporte calórico no significa que el producto sea bueno, como uno alto tampoco quiere decir que sea malo. Por ejemplo, las 100 calorías de unas tortitas de maíz envasadas son infinitamente peores que las 160 que te aporta un aguacate. Un ultraprocesado no se puede comparar con una fruta y las autoridades sanitarias lo saben.
Sin irnos muy lejos, podemos fijarnos en las etiquetas de cualquier producto del supermercado. Tradicionalmente ha aparecido solo el valor nutricional, pero los países cada vez exigen más aclaraciones en el paquete, como pueden el alto contenido en azúcar o la presencia o no de aceite de palma. En nuestro país, tenemos el Nutriscore, que ha generado un gran revuelo entre los expertos de la salud y ha favorecido que surjan nuevas aplicaciones que puntúan, bajo otros parámetros, lo que compramos en las grandes superficies.
Otro de los puntos flacos de esta nueva ley está en quién y cómo se definen las calorías que aparecen en los menús. Este problema ya surgió en Estados unidos. Nueva York fue la primera ciudad en poner en marcha una medida similar a la británica en 2008, en todas las cadenas con al menos 15 puntos de venta. Varios estudios que se realizaron tras su aprobación plantearon el siguiente problema: qué herramientas objetivas se iban a emplear.
Las posibilidades eran varias. Por un lado, que recurriesen a analíticas de calorimetría, lo que les supondría un gran coste a los establecimientos y, por lo tanto, era improbable que lo hiciesen. Por otro, si se utilizase la información facilitada por cada ingrediente y se hiciese una media ‘a ojo’ o se emplease una tabla de composición, que existen muchas y variadas. En conclusión, la exactitud calórica es prácticamente imposible.
El riesgo de una medida de este tipo es que lejos de ayudar a controlar la epidemia de la obesidad, centrar el mensaje en el contenido calórico puede resultar totalmente perjudicial porque no anima a la sociedad a dar un cambio en la forma de alimentarse, ni enseña a hacer buenas elecciones para lleva un estilo de vida saludable.