"Mi madre era artista, pintaba payasos y por eso yo me hice payaso". Así de sencillo y de complicado al mismo tiempo. Por ese motivo Alain Vigneau (Pau, 1959) decidió entregar su vida al clown que lleva dentro. Porque perdió a su madre demasiado pronto (él apenas tenía siete años cuando la asesinaron y su padre sólo le dejó llorarla 24 horas) y a su abuela sólo un lustro más tarde. Tuvo que aprender a lidiar con el dolor mucho antes de lo que cualquier niño puede gestionar.
Alain, así pues, se convirtió en payaso huyendo de todo (ya había intentado huir sin éxito dedicando su vida al pastoreo durante una década), buscando una explicación a tanto sufrimiento y con la sana intención de encontrar el camino hacia lo que él llama el entusiasmo sagrado, que no es más que el amor incondicional a la vida que muchas veces olvidamos (“el amor por la vida a pesar de los pesares”). Lo encontró y ahora, a través de sus libros, sus charlas y sus talleres, ayuda a gente de todo el mundo a lograrlo también.
“Digamos que tuve que aprender a sobrellevar el dolor muy pronto por las muertes de mi madre y mi abuela. Eso fue un gran impacto en mi vida y me llevó a inventar un mundo de fantasía, a reescribir la realidad y crear un mundo imaginario donde luego, finalmente, me he quedado a vivir", resume el propio Alain para poner en contexto su vida en relación a su obra. La última, El camino del clown (Ediciones La Llave), recientemente publicada, cierra una trilogía con la que Alain muestra la senda hacia nuestro propio interior.
“Llegué a la adolescencia sumamente enfadado, perturbado, hambriento de conocimiento, hambriento de respuestas y exigiendo a la vida que me dejase cumplir mis sueños después de ver morir a mucha gente a mi alrededor", explica Alain, que encontró la solución en los libros, el estudio y, finalmente, el clown.
"Estudié filosofía, me leí todo lo que cayó en mis manos y no solamente de filosofía sino también de la contracultura americana. Me leí todo lo que pude encontrar porque necesitaba respuestas sobre qué es este fenómeno de la vida que no respeta a las madres, no respeta a los hijos, no respeta una lógica mínima”, continúa.
Después de sumergirse en todo tipo de estudios y razonamientos, Alain tomó el camino del clown para reír y hacer reír, pero también para llorar y hacer llorar. Por paradójico que parezca. "Acompaño a las personas en un proceso arte-terapéutico profundo que nos lleva a transitar muchas emociones, entre las cuales se encuentran la tristeza y también la alegría. Por eso siempre digo que en mi trabajo se llora y se ríe con el mismo placer".
Uno no suele situar en el mismo plano la risa y el llanto, si bien Alain Vigneau los menciona siempre de un modo íntimamente relacionado: "Yo no considero que reírse sea mucho mejor que llorar. Muchas veces el humor se sobrepone a la rabia frustrada, otras es un humor evitativo, para llenar los silencios y no hablar de los asuntos de los que se tiene que hablar, así que yo no me fío de cualquier tipo de humor", asegura el clown.
Por eso, Vigneau entiende que antes de reír debemos llorar cuanto necesitemos: "El humor que yo busco es un humor celebrativo, es un humor que mira las cosas de frente y, cuando las mira en profundidad, te genera una carcajada que sólo llega cuando antes se ha llorado todo lo que se tenía que llorar".
Su especialidad, de hecho, y tal y como él mismo reconoce, es “celebrar la tragicomedia humana". Y eso, obviamente, “da para llorar y da para reír, aunque la carcajada que cura sólo llega cuando uno ha transitado lo que hasta ahora le impedía acceder a ella, ha llorado todo lo que tenía que llorar y gritado todo lo que tenía que gritar”.
Y para conseguir todo esto, ¿qué debemos hacer? Buscar nuestro clown particular. Porque sí, por muy serios que seamos, todos llevamos un payaso dentro que nos puede ayudar en los peores momentos.
"No conozco persona que no tenga dentro un clown, es decir, un payaso o una payasa maravillosa. Y no hablo de un pequeño clown sino de un gran clown. Todos, sin excepción, lo tenemos", sentencia Vigneau, que continúa con su explicación.
"Lo que pasa es que nos tenemos que alejar del cliché del payaso circense. El clown es un arquetipo que está hecho de nuestra parte más confusa, más aparentemente inepta, más aparentemente inútil, pero muy entusiasta. Es un personaje que está hecho con una pasta mezcla de poesía y generosidad. El payaso se puede asemejar muy fácilmente a querer hacer cuatro gracias para un público con una cierta infantilidad y lo que yo busco está muy alejado de esto. Mi trabajo consiste en sanar las heridas de la infancia, reconquistar energías esenciales de las cuales disponíamos en la infancia como la espontaneidad, la creatividad, la capacidad de asombro o el atrevimiento".
Eso es lo que debemos buscar. Ahí es nada. La edad, lejos de ser un problema, se convierte en una ventaja muy poderosa en esta búsqueda interior. “Cuando uno tiene 30 años, todavía tiene mucha energía y de alguna forma puede sostener su propia neurosis. A partir de los 50, uno se empieza a aburrir de sí mismo, la vida ya le ha pasado muchas facturas y le ha colocado frente a situaciones que le han hecho reflexionar sobre sus límites”.
“A los 50 uno hace las cuentas y hay cosas que están hechas y otras que quedan por hacer, pero uno de alguna forma sabe que el tiempo se le acaba. A esa edad empiezas a estar de vuelta de todo y a dar importancia a las cosas importantes. Cuando uno es joven, está todo por construir y uno está muy inquieto y muy preocupado por su imagen, por lo que pensarán los demás”, explica Alain.
El ego, en este sentido, es uno de los grandes obstáculos que hay que superar para encontrar nuestro clown y, con él, nuestro entusiasmo sagrado: “A las personas con mucho ego les cuesta más llegar, pero llegan. Todos llegamos a nuestro clown, pero no a la misma velocidad. El clown rompe el ego y esas personas terminan haciendo un clown maravilloso”.
Para dejar de lado el ego o, al menos, tratar de esquivarlo, podría aparecer el maquillaje. Sin embargo, Alain no trabaja con esa herramienta: “No me gusta porque puede confundir. De hecho, yo tampoco trabajo la nariz de clown como una máscara de la comicidad porque yo a mis alumnos no les pido que nos hagan reír, les pido que nos hagan soñar. Por eso, para mí, la nariz de clown no es el símbolo de la comicidad, sino de la ingenuidad, de lo genuino, de lo simple y de la transparencia”.
Ese camino hacia la transparencia es “sanador, conmovedor e hilarante”, nos explica Alain, al que le brillan los ojos cada vez que habla de sus alumnos, de sus improvisaciones y de cómo se transforman en escena. “Hay que ser muy generoso para hacer reír a un público con los problemas que se tiene en escena. Es un trabajo de corazón”.
Alain no apuesta ni por el maquillaje ni por la nariz de clown como símbolo de comicidad, ya que él busca la esencia de las personas, que sean ellas mismas. "No les pido que cambien su voz, que cambien su manera de hablar, que cambien su cuerpo. Al revés, les pido que me entreguen su voz, que habiten su cuerpo y me entreguen su creatividad", explica.
"Solo usamos la nariz de clown después de haber buscado a la persona, de haber encontrado la esencia de la persona. Prácticamente sólo usamos la nariz de clown para decir al mundo ‘ahora soy clown’". Y todos lo somos.