Los números abruman. Cada año, 25,5 millones de personas juegan a la Lotería de Navidad en nuestro país (casi las mismas que votaron en las últimas elecciones generales: 26 millones). En 2018 se vendieron 5.224 millones de euros en décimos. En Soria (donde más afición genera este sorteo) cada habitante se gasta 218 euros de media. El anuncio de televisión del Gordo es el más sonado y esperado del año (y de los más caros). Cada 22 de diciembre, las cadenas alteran sus programaciones para retransmitir el sorteo; los ecos de los niños de San Ildefonso resuenan en bares y oficinas… Todo, por la ilusión de que nos toque el primer premio, que identificamos como garantía de felicidad suprema. ¿Lo es?
Recibir la noticia de que nuestro décimo ha resultado premiado con el Gordo debe de proporcionar una alegría sin parangón. Pero ¿y después? ¿Realmente esa dicha de los primeros días, semanas o meses perdura en el tiempo? Se conocen casos de personas a quienes ganar la Lotería les ha arruinado la vida. Se funden la pasta en menos que canta un gallo y, una vez acostumbrados a un frenético estilo de vida, experimentan una caída desde las alturas que les deja peor que estaban.
Un estudio realizado en 2011 comparó el destino de personas que habían ganado grandes cantidades en la lotería con el de personas que habían ganado un pellizco. Y descubrió que los primeros tenían más probabilidades de declararse en quiebra en un plazo de tres a cinco años que los segundos.
En 2016, Don McNay, autor del libro Life lessons from the Lottery, declaró a la revista Time: "Muchos ganadores terminan desgraciados o sin blanca. El dinero se les escapa de las manos. Llega fácil y fácil se va. Algunos se divorcian; otros se suicidan". En el mismo reportaje, Time cuenta la historia de Jack Whittaker, quien ganó 315 millones de dólares en 2002. Poco después, su hija empezó a consumir drogas y murió de sobredosis. "Ojalá hubiera roto el billete", dijo el entrevistado.
Casos tan dramáticos son minoritarios, pero no cabe duda de que percibir de la noche a la mañana una suculenta inyección de dinero le pone a cualquiera a las puertas de empezar una nueva vida, para lo que no se está preparado. En el extremo opuesto, otros beben de la copa del gozo a sorbos pequeños, y la alegría les dura más. El carácter predispone a lo uno o a lo otro.
"No siempre es fácil canalizarlo", opina Vanesa Fernández, doctora en Psicología y profesora de la Universidad Complutense de Madrid. "En las personas impulsivas, la gestión de los bienes, en este caso económicos, puede ser más disfuncional que en personas más serenas, reflexivas y que piensan más a largo plazo. Estas tienen la capacidad de hacer previsiones, invirtiendo por ejemplo en una casa o un negocio, para que los beneficios se mantengan también a largo plazo".
Las personas que responden a este segundo perfil terminan siendo más felices. "El ser humano debería saber demorar el refuerzo o el premio, que es como llamamos en Psicología a la recompensa", indica Fernández. "Hay que procurar que lo bueno no venga de una forma inmediata, saber esperar. La satisfacción en todos los órdenes de la vida es mayor cuando la recompensa se obtiene a través de esfuerzo y aprendizaje".
Hay estudios científicos que prueban que el contento por ganar la lotería dura poco y es relativo. En 2001, científicos de la Universidad de Warwick (Reino Unido) encontraron que aquellos "que reciben ganancias inesperadas al ganar dinero de la lotería o recibir una herencia tienen un mayor bienestar mental el año siguiente", pero plantea que esa felicidad "se desgasta con el tiempo".
Un estudio anterior, de 1978, comparó las emociones de dos colectivos aparentemente antagónicos: 22 ganadores de premios importantes en loterías y 22 personas que habían quedado parapléjicas en accidentes. "Los ganadores de la lotería no estaban más felices que los otros y disfrutaron mucho menos de una serie de eventos mundanos", concluyó. Es decir, que no había relación entre el disfrute de la vida y los millones.
En 2018, investigadores suecos también analizaron el asunto. Y aunque concedieron que los ganadores de grandes premios en la lotería "experimentan aumentos sostenidos en la satisfacción general con la vida que persisten durante más de una década", los efectos sobre la felicidad "son significativamente menores", lo que les llevó a afirmar que ver aumentada de un plumazo la cuenta corriente le hace a uno sentirse bien durante bastante tiempo pero no influye en el plano afectivo. O lo que es lo mismo: su felicidad no depende de haber ganado el premio, sino de otros factores, comunes a quienes no lo han ganado.
Lo sabe bien Fortunato (62), natural de Ayllón (Segovia), a quien su tocaya, la diosa Fortuna, le sonrió en el sorteo de la Lotería de Navidad de 2002. Su vida no ha cambiado sustancialmente. La mañana en que nos ponemos en contacto con él nos cuesta localizarlo: nos informan repetidas veces de que anda subido a su furgoneta repartiendo pan por los pueblos aledaños, por carreteras de poca cobertura. Asegura que es feliz, pero no por aquel golpe de suerte.
Recuerda aquel 22 de diciembre como si fuera ayer, eso sí. Por entonces era dueño de un hostal-restaurante, y amenizaba la mañana de autos con el televisor encendido. "Todo el rato con la cantinela de la lotería… Llegó momento en que molestaba, así que bajé el volumen. Poco después entran dos o tres clientes y me dicen: ‘Nato, ¿qué has hecho?’. Y yo: ’Qué voy a hacer? Nada’. ‘¡Que te ha tocado la lotería!’. Les respondí: ‘Anda, anda, estáis tontos’. Enseguida me llamó mi hermana, llorando, diciendo lo mismo. Y le dije: ‘Anda, anda, otra tonta igual’. Subí el volumen y, efectivamente, estaban diciendo que el 19.576 había caído en Ayllón", nos cuenta.
En su bar tocaron 17,2 millones de euros, aunque, como suele ser costumbre en la hostelería nacional, Fortunato dividió décimos en forma de participaciones entre paisanos y clientes. Pasado el lógico jolgorio inicial, tuvo la suficiente sensatez para no dejarse llevar por la euforia. "El único capricho fue comprar dos coches, uno para mí y otro para mi mujer", explica. "El resto lo dediqué a pagar deudas y a invertir en un nuevo local. Alquilé el restaurante y compré una panadería". Un día cualquiera en su vida se diferencia poco de su rutina antes de verse beneficiado con la suerte del bombo.
"Sigo trabajando", dice orgulloso. "Tengo gente contratada, pero continuo al frente, primero porque me gusta, y, también, porque cuando me tocó la lotería tenía cuarenta y pico años y no era cuestión de bajar la guardia". Comprobó cómo le surgieron de la nada nuevos amigos, pero tuvo la madurez necesaria para detectarlos y desecharlos. "Los amigos que vienen por dinero no los quiero; han querido ser amigos, pero no lo he permitido".
En la actualidad puede dedicar más tiempo a su hobby. Me gusta la música; soy músico de toda la vida, toco la tuba en la banda de Ayllón. He podido dedicarme más y comprarme una buena tuba", reconoce. La felicidad de la que presume no la atribuye al premio de la lotería. "A mí el dinero no me hace falta para ser feliz", sostiene. "La felicidad se basa en tener buenas amistades, hermanos que estén a tu lado…, y ya está".
No es fácil reaccionar como Fortunato y tener sangre fría para refrenar las ganas de derrochar el dinero llovido del cielo. La psicóloga Vanesa Fernández nos da tres consejos muy concretos destinados a obtener la mayor felicidad posible de tan venturoso acontecimiento sin necesidad de gastarlo todo en viajes transoceánicos, yates, fiestas y limusinas: "En primer lugar, disfruta al máximo de la alegría y la emoción del momento. Seguramente será algo irrepetible".
"Segundo, piensa bien en cómo invertir el dinero. A la mayoría de las personas nos gustan las recompensas inmediatas; esa es la razón por la que cuesta hacer dieta e ir al gimnasio: porque los resultados tardan en aparecer y queremos verlos ya. Conviene pensar en cómo seguir disfrutando dentro de unos años, obteniendo así una felicidad más duradera y basada, en parte, en las decisiones personales que hemos tomado".
Una última sugerencia, no menos esencial: "El ser humano es un ser social, y cuanto más en sociedad se siente, más feliz es. Si compartimos parte del premio con la familia y amigos, seguro que eso redunda en una mayor felicidad. No quiere decir que repartamos todo el dinero, pero hay que pensar en disfrutarlo con las personas que más quieres. Por ejemplo, haciendo un viaje con nuestros padres", dice la experta. Exprimiendo la alegría del momento, diseñando un plan para que nos dure el dinero (y la felicidad) y sintiéndonos bien en compañía de nuestros seres queridos, evitaremos que una noticia tan buena acabe por convertirse en una muy mala.