Hasta hace unos meses, a Juan Ignacio, profesor de primaria en un colegio concertado de Las Tablas (Madrid), la palabra terror no le sugería mucho más allá de unas cuantas películas. Sabía que la gente tenía fobias (a volar, a los espacios cerrados, a hablar en público, a la oscuridad o incluso a las arañas), aunque la mayoría le provocaban incredulidad y a menudo hacía mofa de todo ello. Pero esta vez le ha tocado a él vivir su particular situación de pavor y ha podido descubrir que, en ocasiones, el miedo no desaparece una vez pasado el susto, sino que hay que aprender a gestionar la propia fragilidad. Y no es el único: alrededor del 54% de los docentes presenta síntomas de ansiedad, según el informe 'Educación'.
A medida que se iba acercando el inicio de curso y con la Covid-19 campando a sus anchas, una extraña sensación se fue apoderando de él. "Tartamudeaba, de repente sentía un sudor frío y me despertaba de madrugada con inquietud. Mi familia trataba de tranquilizarme. Aunque la pandemia es un peligro real, lo peor estaba en mis pensamientos. Yo lo sabía y no quería rendirme. Mi trabajo es vocacional y, después del caos del curso anterior, estaba deseando volver a las aulas". A pesar de su buena intención, pidió una baja de tres días por una lumbalgia (real) y, cuando estaba a punto de pensar en una excusa más, decidió que había llegado el momento de plantar cara al miedo.
Antes de continuar, Juan Ignacio expone la realidad que hoy nos lleva a hablar de él y de sus temores. "Durante el curso anterior, los docentes sufrieron durante los últimos meses unos niveles de estrés muy por encima de los normales, con jornadas maratonianas para adaptarse a las nuevas circunstancias y, en muchos casos, en medio de una soledad absoluta. Con la vuelta presencial a las aulas, la palabra miedo está instalada en los centros educativos a pesar de las medidas de seguridad e higiene". Preocupa que las aulas se conviertan en focos de Covid-19 y en la plataforma Change.org no dejan de lanzarse peticiones de ayuda para aliviar esta situación. Él ha firmado ya varias.
El estrés ha dejado mella en el estado anímico en los profesores. Ejercen de enfermeros, psicólogos, cuidadores…y enseñantes. Demasiado peso. El goteo de bajas de profesores se adelantó al inicio del curso escolar y los sindicatos creen que el año acabará con el doble o triple con respecto a otros años. Alrededor del 54% de los docentes presenta síntomas de ansiedad, según el informe 'Educación', elaborado por la consultora Affor Prevención Psicosocial. Tienen el sueño alterado, nerviosismo, irritabilidad, tensión, dolor de cabeza o sensación de ahogo sin esfuerzo físico, además de otros síntomas.
El mayor temor de Juan Ignacio cuando empezó con estas crisis era que se cronificase, con las consecuencias que esto tendría. Al miedo se le unía la percepción de vulnerabilidad. "Me preocupaba enormemente perder el control de un modo inesperado. Y eso mismo me hacía entrar en bucle. Más sensación de ahogo, más intranquilidad… Este mismo desasosiego lo llegué a tener un par de veces en la cola del supermercado, dejando el carro lleno de cosas abandonado en medio de un pasillo. Incluso en los momentos de mayor relajación, empezaba a imaginar el traslado en ambulancia, la estancia en la UCI, la vida familiar sin mí, la vuelta a casa… Era un autoboicot en toda regla", confiesa entre broma y sonrojo.
El hecho de incorporarse a las clases y compartir sus dudas con los compañeros fue su primer eslabón para superarlo. "Ahí te das cuenta de que ese intenso malestar es común a todos. Y los niños te dan cada día una gran lección. Su ánimo, la normalidad con la que siguen las clases, su comportamiento ejemplar respetando las nuevas reglas y la organización de horarios, accesos y salidos… todo ello me hizo entender que aquellas situaciones que interpretaba, de un modo tan desproporcionado, como amenazantes podían tener un remedio fácil", explica.
A partir de ese momento, comprendió que si dejas que el miedo te encoja estás perdido. El temor a la enfermedad es natural, pero no podía permitirse que su inseguridad fuese contagiosa, desencadenar una sensación de inquietud aún mayor. El psicólogo del centro, cuya ayuda ha sido crucial en este proceso, le recordó una frase de la escritora estadounidense Marianne Williamson: "El hecho de jugar a ser pequeño no sirve al mundo. No hay nada iluminador en encogerte para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras". Juan Ignacio no se quedó con el nombre de la autora, pero sus palabras las toma como reprimenda a sí mismo cada vez que el miedo amaga.
Con el impulso del psicólogo, fue capaz de dar nombre a lo que le pasaba, lo que inmediatamente le hizo pensar que lo suyo no era exclusivo, sino un problema con solución. "Él me animó a describir qué ocurría exactamente antes, durante y después de cada episodio de crisis. Me enseñó unas técnicas simples de relajación que con el tiempo he ido ampliando con algunos ejercicios de yoga que practico en casa. De paso, todo esto me está haciendo relajar mis exigencias conmigo mismo y con los demás, al tiempo que tomo el control de esos pensamientos negativos que me asaltan. Una vez superado (o casi), percibo que mis relaciones con los compañeros han mejorado y no llego con esos niveles de tensión de las primeras semanas".
La situación es la misma, muy complicada, pero tiene fe en él y en todas esas capacidades que le han permitido llegar hasta aquí, crecer y evolucionar a nivel profesional y personal. "Ahora procuro no dejarme vencer por el ambiente hostil que pueda percibir alrededor o en la calle". Le fastidia, reconociéndose un hombre cabal a sus 53 años y sin grandes preocupaciones, que esta desazón le hiciese perder el control de sí mismo, de que antes de que su cabeza pudiera discurrir, el cuerpo ya había echado a temblar y reaccionado de un modo difícil de concebir. Su conclusión es firme: "Habría sido un auténtico fracaso quedarme ahí, alimentando mis pánicos y sin contribuir a nada cuando más se me pueda necesitar. Al final ha sido una oportunidad de mejora y aprendizaje".