Juan II pudo conquistar Granada 61 años antes de que lo hiciera su hija Isabel la Católica, pero tuvo miedo; y Julio César quizá no hubiera cruzado el Rubicón si antes no hubiera pasado por Cádiz para que el oráculo le purgase los temores. La historia está llena de momentos sorprendentes en los que el miedo protagonizó inesperados giros del destino. Hacemos un repaso.
El miedo impidió que Juan II de Castilla entrara en Granada el 1 de julio de 1431. Ese día, el ejército castellano que comandaba el condestable Álvaro de Luna derrotó a los ejércitos nazaríes de Muhammad IX, "El Zurdo" en la vega granadina. Al terminar la lucha, más de 12.000 cadáveres musulmanes y varios miles de cristianos alfombraban el campo. Sólo quedó en pie una higuera de la que tomó el nombre la batalla, que pasó a denominarse de La Higueruela.
El rey castellano tenía la ciudad a su merced, pero entonces un temblor sacudió la tierra, los muertos y la higuera, y Juan tuvo miedo. Vio en el temblor un mal augurio, un castigo divino, y no se atrevió a entrar en la Alhambra y apoderarse del último reino musulmán que quedaba en la península. Si hubiera conquistado la ciudad, se habría adelantado en 61 años a su hija, Isabel I de Castilla y a Fernando II de Aragón en el fin de la Reconquista. El triunfo hubiera sido entonces únicamente castellano, y quizá, años después, no hubiera sido necesaria una alianza con Aragón para derrotar a los musulmanes, y la historia hubiera sido otra.
En los muros de la Sala de Batallas del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial aún pueden verse las pinturas que Felipe II encargó representando este episodio, y que constituye seguramente el fresco de historia más grande del mundo.
Nunca la Humanidad estuvo más cerca de desaparecer que el 25 de septiembre de 1983. Cualquiera de nosotros hubiera entrado en pánico, pero Stanislav Petrov controló su miedo y salvó al mundo. Eran los tiempos de la guerra fría, y tanto la URSS como los EEUU no dudaban en amenazar al otro con una guerra nuclear. Aquella madrugada Stanislav Petrov era el oficial de guardia en el búnker Serpukhov-15, cerca de Moscú, y se quedó de piedra cuando la red de alerta temprana por satélite conocida como Oko (ojo en ruso), alertó del lanzamiento de un misil norteamericano.
Un minuto más tarde, la sirena volvió a sonar alertando de que un segundo misil había sido disparado, más tarde un tercero, después un cuarto y hasta un quinto. Las órdenes en estos casos estaban claras, avisar a su superior y lanzar un contraataque. Pero Petrov no lo hizo. En una entrevista para la BBC contaba que su decisión tuvo mucho que ver con el miedo: "Me hubiera bastado coger el teléfono para tener línea directa con mis superiores, pero no me podía ni mover. Era como si estuviera sentado sobre una sartén al rojo vivo".
Petrov templó sus nervios y pensó que si los EEUU desencadenaban un ataque nuclear no lo harían con solo cinco misiles. Descolgó el teléfono e informó de que el sistema de seguridad no estaba funcionando correctamente. "Veintitrés minutos más tarde me di cuenta de que nada había pasado. Si hubiera habido un verdadero ataque, lo habría sabido ya. Fue un alivio", declaraba a la BBC. Si otra persona hubiera estado en el búnker la orden hubiera sido escalada y quién sabe qué hubiera pasado. "No me considero un héroe; solo un oficial que a conciencia cumplió con su deber en un momento de gran peligro para la humanidad. Solo fui la persona correcta, en el lugar y en el momento adecuados", comentaba.
El incidente es conocido como "el episodio del equinocio de otoño" y es que las investigaciones posteriores revelaron que las falsas alarmas fueron causadas por una extraña alineación del sol sobre las nubes de gran altitud y las órbitas de los satélites en esa fecha. El error está corregido en los sistemas de seguridad más modernos. Por ese lado, podemos estar tranquilos.
Los soldados de Napoleón preferían cualquier otro destino a España donde "los hombres y las mujeres tienen preparado el cuerpo para la abstinencia y la fatiga, y el ánimo para la muerte", escribía el emperador desterrado en Elba. Ese miedo a los españoles produjo uno de los episodios más curiosos y poco conocidos de la Guerra de la Independencia.
El 17 de diciembre de 1808 Valero Ripoll, un chocolatero de Zaragoza que pertenecía a una compañía de escopeteros, pidió al general Palafox una compañía de hombres para liberar Calatayud, que estaba ocupada por una guarnición francesa. Palafox se negó, que bastante tenía con defender Zaragoza, pero Ripoll, como buen maño, no renunció a su idea, reunió a poco más de diez hombres que secundaron su ocurrencia y se fue para Calatayud. Ante las murallas de la ciudad, Ripoll pide audiencia al comandante de la guarnición, que se la concede. Valerio, con la mayor seriedad y firmeza, conmina al francés a que rinda su posición en media hora so pena de lanzar sobre ella más de tres mil guerrilleros a su mando que aguardaban en las inmediaciones. El comandante francés, que sabía del odio que profesaban los guerrilleros a los soldados, se tragó el farol, y prefirió rendir la plaza y entregar las armas. Mientras eran atados por los pocos acompañantes de Ripoll, los franceses se dieron cuenta del engaño, pero ya era tarde. Cerca de cien franceses fueron apresados sin pegar un solo tiro. Palafox se quedó con la boca abierta cuando vio aparecer a una columna de prisioneros custodiada por Valerio Ripoll y sus pocos hombres. Por esta hazaña el general Palafox nombró a Valerio Ripoll teniente de infantería.
La sola mención de su nombre infundía pavor en todo el Imperio romano: Atila, la vara de la furia de Dios, la personificación del mal, el diablo amante de la muerte. Pues sí, el terror hecho hombre también tuvo miedo, y ese día cambió la historia. Corría en año 452 y las hordas de los hunos comandadas por Atila se derramaban por Italia abajo como una marea imparable camino de Roma. El emperador Valentiniano III se refugió tras las murallas de Rábena abandonando a los romanos a su suerte. Roma temblaba.
Atila se detuvo en el Po, donde el papa León I salió a su encuentro. No se sabe qué le dijo el Sumo Pontífice al caudillo huno en aquella entrevista, pero lo cierto es que Atila se retiró a su palacio más allá del Danubio renunciando a Roma y sus riquezas. El historiador Prisco, que conocía bien a Atila, dejó escrito que fueron las supersticiones las que hicieron detenerse a los hunos. El caudillo recelaba de las personas con nombres de animales, y el papa Leon le impresionó. Por otra parte, un augur le había predicho que si arrasaba Roma, acabaría como Alarico, el rey godo que murió poco después de saquear Roma en el 410. La verdad es que el huno se fue por donde había venido, pero le sirvió de poco. El año siguiente, en el 453, murió ahogado en su propia sangre mientras celebraba su boda con la goda Ildico.
Además de sufrir ataques epilépticos Julio César era muy supersticioso. Cuentan los historiadores Plutarco y Suetonio que al principio de su carrera estuvo trabajando como recaudador de impuestos en Gades (Cádiz) y al ver una estatua de Alejandro Magno comprendió que con la misma edad que él tenía, Alejandro había conquistado el mundo. Sobre sus espaldas cargaba la pesada mochila de ser descendiente de la diosa Venus, de Eneas, y de los fundadores de Roma, Rómulo y Remo. Entonces decidió darle un giro a su vida. Tan famoso o más que el templo de Delfos era entonces el gaditano templo de Melkart, y para allá que se fue Julio para apaciguar sus miedos.
Se encomendó a las sacerdotisas del Templo y a las emanaciones de las piras de opio, efedra, coriandro… y soñó que violentaba a su madre de la peor de las maneras posibles. La sacerdotisa tradujo el sueño: "Si sueñas que posees a tu madre, es que poseerás Roma y, por ende, el mundo", le dijo. Aquello le cambió la vida, y quizás también la historia. En el templo entró un hombre dubitativo y miedoso, y salió el mayor general y estadista que conoció el mundo antiguo.