Este domingo fallecía en Barcelona Isabel Steva, la legendaria fotógrafa catalana conocida como Colita, "sin sufrir y rodeada de sus seres queridos". Así lo anunciaba ayer mismo Francesc Polop, director del Archivo Colita, dedicado a conservar su legado.
Dicen que la dimensión de todo artista se mide por su capacidad para contar su tiempo. Colita (Barcelona, 1940), no se consideraba a sí misma una ("tengo el carnet de periodista, no de artista"), pero habrá que contradecirla, por una vez. No solo lo fue, sino que su cámara creó un universo propio: el de la 'Gauche divine' y la 'Transición' -esas dos fantasías-, el de una Catalunya (y una España, vamos) que quería abandonar a toda prisa el blanco y negro pero que se veía atrapada (no sin cierta nostalgia) por su fuerza de gravedad.
Artista, sí, y humorista sin duda. Fue la suya una mirada risueña, lúdica la mayor parte del tiempo, sarcástica a veces, crítica en su retrato documental de la época: allí están tanto la emblemática foto de la primera manifestación por los derechos LGTBQ+, el retrato más juguetón de García Márquez o la foto de Herralde con sus dos secretarias con el culo en pompa y a sus pies. Imagen que no nos debe mover a engaño: Colita era feminista. Más de izquierdas que la 'gauche' que inmortalizó. Y tan crítica con el sistema que es de las pocas artistas que ha rechazado un Premio Nacional por diferencias políticas (durante en el gobierno de Rajoy).
Hay historias 'clásicas' sobre la vida de Colita: desde esa que dice que debe su popular apelativo a que nació bajo una col a aquella en la que utiliza el año que sus padres e pagaron La Sorbona para recorrer Francia haciendo autostop. El hecho concreto es que para 1961, ya consciente de que lo suyo era la cámara (que le había regalado su padre a los 12 años), empezó a trabajar como asistente de maestros como Xavier Miserachs, Francesc Català-Roca o Leopoldo Pomés, con quienes se formó. Encontraría, sin embargo, su mirada definitiva, durante sus años de fotoperiodista en medios como Interviú: le cogería el pulso a la calle, a la instantánea. Y esa convergencia entre profundidad y oportunidad es la que determinaría sus estilo.
El trabajo de Colita se extendería durante las últimas décadas del milenio y no sería hasta principios de este que decidiría colgar la cámara, pero no acallar la voz. El 15M, ese intento de revolución del s. XX, ejecutada en pleno s. XXI, la devolvió brevemente a las andadas. Y ya. Su impronta como 'artista comprometida', sin embargo, seguiría y seguirá con nosotros durante mucho tiempo.
Más de 40 exposiciones y 30 libros forman parte de su legado, que es resguardado en el Archivo Colita, bajo la supervisión su "amigo, compadre y compinche" Francesc Polop. Durante sus últimos años se dolía, la artista, del cambio sufrido por Barcelona en tiempos recientes. Se perdía, poco a poco, esa identidad que ayudó a construir con sus imágenes y que parece diluirse en entre las franquicias, los cruceros y los Airbnb.
"Colita nos ha dejado pero su legado, tan grande, brillante y generoso como ella, no morirá", dice Polop en su comunicado. Entre todas esa fotos emblemáticas -Terenci Moix, su gran amigo, dándose aires de Truman Capote; gitanos a caballo en la Barceloneta en los 60; la de la manifestación pro amnistía en la Barcelona de los 70, con el cartel de 'la chispa de la vida'; etc- hay una que es particularmente recordada: la del cerdo que ríe. ¿Nos gusta, en este país, el autorretrato? Como sea, es una imagen feliz. Y s agradece.