Como cualquier encuentro, todo empieza con una pregunta trivial: ¿qué tal estás? Y si no hay la suficiente confianza – a veces, aunque la haya – se contesta: "bien". Es difícil escuchar que uno "va tirando" y casi imposible que "mal". En eso coincidimos con el actor Carmelo Gómez (Sahagún, 1962) que, casi inmediatamente, saca a la palestra un asunto más hondo: la lucha de contrarios. De esos opuestos que se complementan está repleta la vida y obra de Federico García Lorca. Y es al poeta granadino a quien Gómez vuelve a poner voz en 'A vueltas con Lorca', solo acompañado del piano de Mikhail Studyonov. Esta vez, en el Teatro de La Abadía de Madrid hasta el 28 de noviembre.
Es en una sala cerca de las tablas del teatro donde montamos el set para la entrevista. Justo antes de un encuentro íntimo – que podría haber sido una rueda de prensa de toda la vida - con otros periodistas. El actor leonés ha hecho las cosas muy distintas desde que era un niño. Tanto, que nunca representa la misma obra: "salgo a recibir al público y según cómo los vea, la obra será una u otra", confiesa a la prensa. Con él hablamos sobre una infancia compleja y, quizás, una vejez menos intrincada. También de sus padres; sobre todo de su madre. Es en ella en quien ve a Lorca.
Tres cosas que te gusten de Lorca y una que no te guste.
De Lorca me gusta su mezcla de contrarios, de contrarios compatibles. Todo parece que va a ser muy ampuloso, porque habla del destino y, sin embargo, es minimización y primor, como si toda su poesía fuese un juego para niños. Eso me fascina de Federico; también su vida. Creo que su vida es tan honesta que la tiene que escribir. Su vida y su obra están íntimamente relacionadas. No todos los autores tienen ese poder. Y la tercera cosa que me encanta de él es su alegría de vivir. El estar echados en este mundo, no como un castigo, sino como un enorme placer.
¿Qué no me gusta? Que algunas veces se venía arriba, aunque yo se lo perdono. Sé que a los argentinos no les gustaba cómo hablaba de las cosas. Por ejemplo, quedaba con tres amigos a la misma hora; no se acordaba. Pero era un hombre con una enorme honestidad y con eso escribía.
¿Recuerdas la primera vez que te cruzaste con Federico?
Cuando llegué a la Escuela de Arte Dramático en Madrid, tuve la suerte de tener como profesor a Miguel Narros, que es un lorquiano en estado puro. Él nos dio unas claves para entender a Lorca. La verdad es que yo no tenía muchas ganas de meterme ahí. Pero un día, yendo por la Cuesta de Moyano, compré ‘El romancero gitano’. Lo abrí por una página y fue entonces cuando entendí todo lo que decía. Me pareció bellísimo.
Ahora, que sé más de Lorca, sé que todo está lleno de su simbología; ese mundo fascinante que es el cante y el canto de este poeta absoluto.
Esos versos en los que descubriste a Lorca, ¿son tus favoritos?
No, yo creo que ahora no. Creo que ahora me llevo mejor con la parte existencial. Cómo dibuja él la infancia: un lugar sin dolor, una arcadia.
¿Cómo fue tu infancia en esos campos de Sahagún?
Hay mucha gente a la que le he oído decir que no volvería a la infancia. Yo lo haría como curiosidad. Lo pasé mal. Fui un niño solitario, que tuve que inventar mis propios juegos. No sé si era por inadaptado, por incapacidad o por qué. Sigo pensando que era muy diferente a todos los demás chavales. No podía jugar a los juegos de los otros porque me producía pánico la violencia. Yo no pasé una buena infancia. Este oficio me ha enseñado que hay momentos más bonitos.
A punto de llegar a los 60, ¿qué has ganado o qué has perdido?
Se va uno alejando de la infancia, de lo puro y lo transparente, "del agua clara, que lleva entre sus ondas la calentura", que decía la canción popular en Granada. Y ganas conocimiento. ¿Qué es mejor? Creo que la ingenuidad es lo más bonito que hay.
Cómo recuperar aquello sin perder lo que significa el paso del tiempo. Y no tenerle miedo al futuro; más allá de haya una hecatombe, como esta pandemia o que te caiga un piroclasto. Pero, por lo demás, yo estoy muy bien ahora, muy bien con el conocimiento.
Entonces, ¿llevas bien eso de envejecer?
Sí. Lo que no llevo bien de envejecer es que parece algo maldito en la sociedad contemporánea, a todos los niveles y en todos los países del mundo. Reconozco que la vejez es algo que todo el mundo repudia y echa fuera.
Lo que más me aterra del paso del tiempo es la pérdida de la memoria. Mi padre está ahí en ese proceso y sé que está sufriendo. Me aterra profundamente. Las enfermedades son penosas, pero creo que eso es lo más aterrador: ir perdiendo el contacto consciente con la vida.
Esa crítica también la haces contra el cine. Has dicho: "El cine peca de culto a la juventud".
Ahora el cine está muy al servicio de todos los aspectos modales. Tiene que hacer un producto vendible. Y para eso se tiene que adaptar a todos los cánones del momento. Y en este momento, son muy jodidos los cánones que imperan. Siempre se quiere gente joven, dinámica, musculada. Estamos eliminando la contrariedad. Nos da miedo la contradicción y eso es inmadurez.
¿Fue eso lo que te alejo de la industria cinematográfica hace seis años?
En el cine, el problema que tuve fue que te vas de moda. Y aunque puedes hacer otros personajes, no se escriben. Y cuando se hacen, no son para mí. Y antes de que me echasen, me fui.
¿Sucede lo mismo en el teatro?
En el teatro pasa algo parecido, pero tiene más posibilidades. El cine está encriptado. Hace unos años, me encontré con un productor de toda la vida, Jesús Cimarro. Yo estaba en el paro y lo estaba pasando mal. Él me dijo: no te preocupes, vamos a busca algo. Me senté con él en su despacho y encontramos una función que hicimos. Aquello me salvó la vida. Eso en el cine no pasa, ahí no hay compasión; una vez que estás fuera, estás fuera.
¿No hay posibilidades de que vuelvas a hacer cine?
No. Dedicándome al cine, pensando en el cine, no; es imposible. El cine tiene que dejar de estar subvencionado. Mientras sea así, estará siempre al servicio de parámetros que no tengan nada que ver con lo artístico. Y no hablo solamente del cine español, sino de todo.
Hay una cosa que decía Machado para dibujar un poco cuál es el problema actual: veo que en el cinematógrafo alguien sube, corre, se mete en un pozo, atraviesa un campo y después un bosque, se mete en un vehículo, llega a un sitio… Pero hasta que no se para, no sé qué le pasa. Ya no paramos; y es en la parada donde está la reflexión, la mirada, la respiración, la pausa.
El cine está ahí, en las prisas. Y las series, que son velocidad en estado puro, no me veo. Ni ellos me ven ahí tampoco. Yo era un actor que andaba despacio y tranquilo. Ahora está todo lleno de elipsis porque no podemos soportar las transiciones de un movimiento a otro.
Tienes una hija de casi 30 años, ¿se parece en algo a ti?
Sí, tiene algunos rasgos físicos; puedo decir que es mi hija. Tiene mucha libertad para hacer lo que quiera y cuando quiera; tiene todo lo necesario para hacerlo. Lo que no tiene es futuro. A diferencia de mí, que teníamos varios hándicaps, pero que sí teníamos futuro. Los jóvenes, sin embargo, lo tienen bastante difícil.
Ella está más en el mundo de la danza. Y suelo hablar con ella de lo artístico. De hecho, de su edad, es de las pocas personas con las que puedo hablar de este mundo lorquiano, lleno de contrarios compatibles. Para ello hace falta sosiego. No sé si estas nuevas generaciones lo tienen ahora: ese sosiego para pensar en algo que no sirve para nada.
¿A quién dirías te pareces más a tu padre o a tu madre?
Creo que a mi padre. Pero me gusta mucho parecerme a mi madre porque ella era lorquiana al 100%. Mi madre tenía una empatía extraordinaria. Esa empatía en aquella tierra dura y árida, en la que hay que trabajar duro para sacarle unas espigas todos los años, no es fácil. Era una mujer frágil, dependiente, analfabeta porque no pudo ir a la escuela. Era una víctima de aquella terrible posguerra y luego dictadura atroz. Ella tenía esa fragilidad como valor; eso es lo que más me gustaba y lo que trato de que no se me escape.
¿Viste en Lorca a tu madre?
Sí, claro. La he encontrado en sus versos, a través de su poesía. Aunque no puedes entender un poema de una sola lectura. Tienes que pasar por él muchas veces. Y, de repente, un día, te das cuenta: si esto es lo que me pasa a mí. Y es muy bonito cuando pasa. Asocias todo lo que te ocurre y te cambia la percepción de la vida. Le das una profundidad que no tenías; eres más ancho, más alto, más amplio, como la noche. Eso se consigue visitando poemas de grandes genios.
Detrás de esa voz y esa presencia en escena de 1.83, ¿se esconde un lado muy vulnerable?
El cine me imponía una presencia de seguridad. Pero siempre he buscado a todos los personajes la vulnerabilidad. Luego, la crítica los etiquetaba como personajes atormentados. Y en realidad, eran personajes vulnerables. Incluso en 'La regenta', se trataba de un personaje frágil, que su madre tenía completamente angustiado. Eso me parecía, de nuevo, los contrarios ayudando a encontrar todo lo que hay en el camino. Ahora sí, soy un actor vulnerable, en todos los sentidos. Y esa vulnerabilidad me ha hecho fuerte. En este espectáculo, por ejemplo, aunque estoy muy expuesto, sé que el error es un acierto y que en el escenario puede pasar de todo. Nada se repite cada día y eso genera fragilidad.
Esa pausa de la que has hablado, ¿la aprendiste de tus padres?
No, la pausa la he aprendido después. Cuando llegué al cine, vi a Fernando Fernán Gómez. Para mí, el mito era Paul Newman o Robert Redford. Eran gente tranquila. Era realismo puro, pero tenían magia. Me parecían gigantes; tenían una presencia arrolladora. Echo de menos aquella forma de entender el cine. El estilo que adquirí, lo aprendí trabajando.
Y con las relaciones emocionales, ¿te has serenado?
No, por desgracia no. Hay veces que tengo un carácter difícil, que ni yo mismo controlo. Es verdad que estoy más tranquilo y seguro. Excepto la enfermedad, no me da nada miedo. Lo que pasa es que ahora soy menos tolerante con la estupidez – y no digo que yo no lo sea -. No soporto la estupidez, ni el engaño, ni que me tomen el pelo. Cuando eso ocurre sale de ahí algo que no sé de dónde viene y cómo se ha gestado.
De todas maneras, tú siempre has sido muy reivindicativo.
Todos los actores hemos sido reivindicativos porque creíamos que teníamos la obligación moral de defender la justicia, a los débiles; esto que le pasaba a Federico García Lorca. Entonces, nos han dado muy fuerte de leches de todos los lados. Y ahora ha llegado una generación que ha dicho: ¡menuda panda de gilipollas han sido estos! No nos va a pasar.
Nadie nos pregunta porque ya no estamos de moda; antes nos querían mucho y ahora no nos quieren ni ver. Yo estoy muy bien. Ya se acabaron las pancartas. Ahora estamos en otro punto: en encontrar otra vez la arcadia perdida de la infancia, el amor, el vivir. Y la refriega política se ha quedado fuera porque ya no interesamos y porque creo que ya no volveríamos a entrar ahí.
¿Cómo te imaginas en 20 años?
Dentro de 20 años estaré calvo. (Risas)
¿Qué mensaje le enviarías al Carmelo del futuro?
Le diría: ¿eres un cascarrabias? Le diría: ¿has llegado en paz ahí? Le diría: ¿te asusta la muerte? Le diría: pues no debe asustarte. Morir es una importante fase de la naturaleza y no somos más importantes que ella.