Lo de la vida y la muerte, como dice Ray Loriga (1967), “es un on y off”. Un día estás aquí, otro día no. “Todo el mundo un segundo antes de morir estaba vivo”, añade con ironía, y se ríe de lado en nuestro encuentro en la editorial. Lo sabe bien. Estuvo a punto de que su interruptor cambiase de posición. Los hechos sucedieron así: iba paseando por su barrio una mañana cualquiera, se desmayó y, cuando despertó en urgencias, un médico le dijo que tenía un tumor cerebral, que le quedaban un par de semanas, que era cuestión de vida o muerte operarle. "Lo primero que pregunté fue si me daba tiempo a fumarme un cigarrillo", explica, "salí, fumé un par y para dentro". De todo esto de estar “al bordecillo”, como él lo llamará durante la charla, va su nueva novela, ‘Cualquier verano es un final’.
Estuvo año y medio sin hacerlo público, pero una entrevista a toda página con una impactante foto en junio de 2021 sorprendió a sus lectores. “No había dicho nada, aunque somos cuatro en Madrid y había corrido la voz y me llamaron de El Mundo diciendo que pensaban darlo y que quizá prefería contarlo yo, y les dije que sí, claro. Tampoco era algo que quisiese esconder. Y llevo un parche en el ojo, era muy evidente que algo pasaba”, explica Loriga.
Ese parche del que habla no esconde un ojo maltrecho, sino un problema de visión triple si se lo quita. Secuelas de la operación, como la de tener una parálisis en el lado derecho de la cara, sufrir algún vértigo y no recibir señal de ese oído, algo que le viene bien cuando en algún acto social no quiere interactuar demasiado con alguien, bromea. Mínimas al fin y al cabo si se tiene en cuenta que “te están hurgando el cerebro”, como explica, siempre quitándole peso, siempre cambiando el dramatismo por la “ligereza y cierto sentido del humor”.
Tanto, que al cabo de un rato no se sabe muy bien si es una posición vital en paz, optimista incluso, o una máscara. Paradójicamente, esta estética de pirata de vuelta de todo (“no me daba miedo la muerte pero sí quedarme mal”) no va muy en disonancia con la anterior, más bien toma el relevo de aquel ‘rock star de la nueva narrativa’, como le vino a bautizar a Loriga en los noventa el New York Times con un artículo a dos páginas sobre ‘Lo peor de todo’, su primera novela, que le encumbró al olimpo literario siendo muy veinteañero y teniendo muchas ganas de pasarlo bien.
Ya él mismo, como una declaración de intenciones, se colocó siendo un niño de siete u ocho años su primer revestimiento: de un día para otro se hizo llamar Ray. Luego contó en diferentes entrevistas que fue por Sugar Ray Leonard, Sugar Ray Robinson, Raymond Carver, por el príncipe Ray de Arbórea, que era un personaje de Flash Gordon, o por Ray Bradbury, la primera entrevista que hizo en su otra vida como periodista. Todos artistas o personajes a los que admiraba. Lo cierto es que no se sabe muy bien por qué tomó aquella terca decisión, pero la mantuvo. “¿Nadie nunca te llama Jorge?”, preguntamos. “Nadie, ni mi padre ni mi madre, que aún viven, ni mi mujer [la diseñadora y pintora Fátima de Burnay], ni mi hermano, que solo me queda uno porque el otro murió”, explica.
Muchos comenzaron a imitar a partir de los noventa a aquel líder estético e intelectual de la Generación X. Un 'Spanish malditismo' muy de Kerouak o Bukowski, de los que también es gran admirador, que acabó de consolidarse cuando escribió ‘Héroes’ (1993), ayudó a Almodóvar con el guion de 'Carne Trémula' (1996) o dirigió en el cine ‘La pistola de mi hermano’ (1997). Su relación de más de 14 años y dos hijos (Willen y Kay) con la rockera Christina Rosenvinge, su sonado divorcio tras descubrirse un romance con la modelo Eugenia Silva y algunas primeras páginas con otros affaires conocidos acabaron de forjar su imagen irreverente. No se sabe muy bien si impuesta desde fuera o alimentada desde dentro. Puede que, incluso, las dos cosas.
¿Te gusta esa etiqueta de 'rock star'?
No especialmente. Todo eso vino por una reseña muy buena en el New York Times de mi novela. Me hizo mucha ilusión, y me quedé para siempre con esa frasecilla; aunque podría ser peor, se han dicho cosas de mí mucho peores (risas). Pero no, nunca he sigo una 'rock star', no sé ni tocar el banyo.
¿No tocas ni un poco la guitarra?
No. Ni siquiera he tenido una banda de adolescente. Tengo muchos amigos músicos, eso sí.
Quizá con este nuevo libro a los 55 consigues que te quiten al menos la otra etiqueta, la de escritor joven
Es una condena, sí (risas). Cuando empecé a escribir, mi primer amigo en esto, que sigue siéndolo, Julio Llamazares, me dijo descojonado: ‘Menos mal que has llegado tú, porque me habían puesto la etiqueta de joven escritor y ya no me la quitaba si no hasta los 50’. Pero bueno, Marías se murió y todavía alguno en los obituarios decía ‘el joven Marías’.
Envejecer tiene cosas buenas, a los 20 quizá no hubieses podido llegar a esta entrevista a las nueve de la mañana
Al principio no hacía tantas. Pero sí, es verdad que a algunas por la mañana no llegaba.
¿Recuerdas aquella época muy derrapada?
Sí y no. Cualquiera se puede imaginar que si tienes veintipocos, vas de viaje gira mundial a países exóticos y tienes una condición de mimado a los sitios a los que vas, se te puede ir un poco la pinza de cuando en cuando. Pero estaba a la vez siempre leyendo o escribiendo. Las fiestas eran como un escape, al fin y al cabo para hacer novelas estás todo el tiempo solo metido en un cuarto y cuando sales pues… juegas con los otros niños (risas). Esa época la recuerdo más inocente de lo que parece ser mi 'leyenda'.
¿Crees que hay mucha distancia entre cómo eres y cómo creen que eres?
Me han cuadrado siempre en una especie de estereotipo. Pero bueno, está bien que así sea porque te protege bastante, parece que están hablando de otro.
¿Qué le dirías desde lo que sabes ahora a aquel chaval que tuvo mucho éxito muy pronto?
Probablemente nada, porque no me escucharía. Ya en aquel entonces tenía la idea de una carrera larga, no pensaba apurar y ya está. Mis amigos en realidad eran Julio Llamazares, Soledad Puértolas, Javier Marías, Giralt, Pisón, Feliz Romeo, Luisa Castro… es decir, me movía más entre escritores hablando de literatura que en ‘buats’ y fiestas locas. He dicho ‘buats’, ¿eso me data, no? (risas).
Te ha quedado como el meme ese de 'dime la edad que tienes sin decirme la edad que tienes'.
Por lo menos he dicho ‘buats’ y no ‘boites’, que me pondría 10 años más aún (risas).
¿Ha sido potente esta experiencia de la enfermedad?
Mucho, pero no singular. Mucha gente lo ha pasado como yo o peor. Te hace verlo todo con cierta distancia. Una vez que estás ahí en la cama del hospital en pijama da igual que seas ingeniero, panadero, escritor o bombero. Simplemente eres un señor o una señora pasando un mal trago del que puedes salir o no. Esa es la única diferencia. Salí, pero hubo otros compañeros de sala que no.
¿Qué fue lo primero que pensaste cuando el médico te dijo que operarte era cuestión de vida o muerte?
Estaba en urgencias porque me caí por la calle, me desmayé, y me hicieron todo tipo de pruebas y escáneres. El médico dijo que era un tumor mortal y que había que operar inmediatamente, que ya estaban con el preoperatorio y preparando la habitación. Lo primero que pregunté fue si me daba tiempo a fumarme un cigarrillo (risas). Salí a la calle, fumé un par y para dentro. Tampoco le di muchas más vueltas.
¿Da miedo?
No tuve la sensación de miedo. Cuando me explicaron el tipo de tumor sentí cierta tranquilidad, alivio, porque no era culpa mía. Era el cromosoma 22, con el que naces, y me hubiera pasado sí o sí. Fumando, no fumando; cuidándote, no cuidándote. Podría haber sido campeón de pértiga y llevar la vida más sana del mundo y me hubiera sucedido igual, porque es una lotería genética. Como las bolas de un bombo: no a todo el mundo le toca la lotería pero tus números están ahí metidos. En una misma rama familiar puede pasar quizá cada cien años. Al saber que no era culpa mía me relajé.
¿Cuál fue la primera llamada que hiciste?
No hice ninguna, estaba con mi mujer y lo pasamos juntos. Ella lo pasó peor que yo, creo. Yo solo llamo para las fiestas (risas).
¿Te ha dado pudor contar algo demasiado íntimo en este libro?
No creo contar nada muy íntimo. Les presto a los personajes lo de la enfermedad para que no se queden planos, porque ya que estuve tantos meses ahí entre hospitales, quieras que no, vas tomando notas mentales de tus aventuras diarias con el logopeda o cómo funcionan las cosas. No creo haber desnudado nada personal más allá de lo obvio, que llevo un parche en el ojo y se me ha torcido la cara.
¿Qué querías decir de la muerte?
Cuando estaba ahí pensé que sería divertido que un tipo se salve por los pelos de la muerte y que, al mismo tiempo, su mejor amigo desee morir voluntariamente. La idea para el tono era que flotara, no que se hundiera, que no fuera pesado, plomizo, amargo… Una muerte casi dulce y ligera.
¿Ves así la muerte, “dulce y ligera”?
La mía sí, la de un ser querido no. Esa es aterradora y dolorosísima. A la propia no le veo gran asunto, un día están on y otro estás off. Todo el mundo un segundo antes de morir estaba vivo. Y nos vamos a morir todos.
¿Cómo llevas el paso del tiempo?
Bien, lo único que me puede asustar es la merma de capacidades. Y la pérdida de dignidades. Lo he visto en padres y abuelos, es doloroso y no me gustaría verme en esa situación, eso sí me da mucho más miedo que la muerte.
¿Crees que algunas personas tienen una especie de espíritu joven, un modo de estar en el mundo que no tiene que ver con la edad?
Me sentiría un idiota si mantuviera el espíritu o la personalidad intactos de lo que era a los 20 o a los 30. La vida es un trabajo por hacer hasta el último día. Me interesa más cómo van solidificándose los sedimentos que has vivido, tu experiencia, y no mantener las mismas tres ideas que tenía a los veinte, que es ridículo.
¿Qué has aprendido de este último sedimento?
Ninguna gran revelación. Lo único que me preocupaba cuando estaba pasándolo mal era poder seguir dedicándome a lo mío, es decir, no tener una merma virulenta de las capacidades mentales. Por lo menos ser tan mal escritor como era antes (risas). Tampoco esperaba que hubiera un milagro y me convirtiera de pronto en un genio. Estar cerca de la muerte te hace relativizar. Lo que antes era grave, ahora es importante. Y lo urgente, menos urgente. Y se ordena todo un escalón más abajo.
¿Sigues sin móvil?
Ahora tengo este Nokia pequeño [sin internet], que lo uso muy poco, pero lo tengo para hablar con mis hijos, con mi mujer y ahora para la promoción del libro. Nada de redes ni whatsapp.
¿Cómo recuerdas aquella época de Nueva York con tus hijos?
Estaba sobre todo escribiendo, la verdad. Pero esa época de Nueva York la recuerdo muy bonita. Nació mi primer hijo [Willen, que ahora estudia arquitectura], las primeras navidades: una etapa preciosa. Pero estaba haciendo lo mismo que en Madrid: escribir.
Quizá allí tiene un poco más de épica para un amante de Kerouak y Bukowski
Sí y no, esta última novela la escribí en Trujillo, en una casa en el campo de unos amigos (risas). Y estuve tan contento.
¿Qué tienen de ti tus hijos que te hace sentir bien?
Que son buena gente. Pero eso no sé si es de mí o de ellos. Le tengo un poco de manía a eso de ha salido a mí o ha salido a la abuela: yo creo que los niños salen a sí mismos, afortunadamente.
El libro también habla de amistad
Sí, una amistad que es amor con todas las letras. Y con todos los componentes de un romance, con la idealización y sublimación del otro. En toda relación de amor construyes una entelequia a tu medida y por eso duelen luego tanto los desengaños, porque se rompe el espejo que tú mismo has elegido. Construyes al otro para construirte a ti. Y todo ese mundo imaginario en el amor, que acaba siendo real, a veces pasa igual en la amistad.
¿Te has inspirado en amigos concretos?
El personaje de Luiz es un poco un Frankenstein de pedacitos de amigos y buenas amigas, no todos los rasgos son de hombres. Y con todo eso se compone un ser que es una idealización.
¿Es una pequeña carta de amor a ellos en un momento complicado?
Sí, hace muchos años escribí que la vida adulta se va llenando de amigos hasta hacerse soportable. Pero vamos, las razonas del libro son estrictamente literarias, no escribo libros para hablar de cosas de mi vida, ni para sacar exorcismos de mi mente, ni para ayudar a nadie.
¿Cómo te gustaría ser recordado en 50 años?
El otro día decía mi amigo Vila-Matas que en estos tiempos tan atomizados y urgentes es imposible pensar en la posteridad. Pero yo creo que el escritor que lo niegue miente: todos tenemos esa cosa de soñar con que esto que escribo ahora será leído cuando ya no esté. Sería lo máximo para mi, que alguien me lea dentro de 50 años. Eso ya sería la hostia. Mejor eso que olvidado del todo. Aunque tampoco me quita el sueño la posteridad.
Un mensaje para ti mismo en 20 años
Vete a la cama ya, hombre.