Tessa Hadley tiene, al menos, un superpoder. La de Bristol (1956) sabe convertir en sus libros un sencillo diálogo cotidiano entre una pareja o varios familiares en toda una serie de capas tectónicas superpuestas, hechas de sentimientos contradictorios, malentendidos y deseos del inconsciente. Un magma que el lector ve avanzar y que acaba por reventar en la realidad de un modo tremendamente potente. Y confuso. Como la erupción de un volcán en un salón a la hora del té. Así, parece decir Hadley con una de sus historias (y ya van ocho novelas y tres libros de cuentos), se rompen los matrimonios, se conocen los amantes, se odian hasta el amor las familias.
Está por primera vez en Madrid gracias a ‘El pasado’ (publicado en Reino Unido en el 2015), tercer libro que, por suerte, la editorial Sexto Piso ha traído a España (antes fueron ‘Lo que queda de luz’, la historia de dos parejas cultas y algo snob cuando uno de ellos muere; y ‘Amor libre’, donde una esposa y madre burguesa lo deja todo por un amante veinteañero en la revolución sexual de los 60). En esta nueva entrega pone la lupa en la familia: cuatro hermanos de mediana edad y sus hijos pasan las vacaciones de verano en la antigua casa de su infancia para decidir si la venden o no tras la muerte de sus padres. Secretos, erotismo y legado: lo oscuro de la clase acomodada siempre a punto de desbordarse.
Hadley conversa con Uppers en un hotel madrileño frente al Congreso con la ilusión en todo lo alto. Todo parece bien bien en su aventura española: da igual el retraso de su tren desde Barcelona o el agotamiento de las entrevistas sucesivas. Para ella, explica, “es maravilloso poder pasear unos días por una ciudad tan bonita, sola, sin prisa, sin cuidar a nadie, pensando en mis cosas: aunque no lo parezca soy bastante solitaria”, dice con un vermut y aceitunas. "¡Qué bien pegan estos sabores!", añade.
De hecho, siente que ha tenido “dos vidas”. Una antes de los 46 años y otra después, cuando por fin consiguió publicar su primera novela, no por casualidad titulada 'Accidents in the home'. Veinte años antes se había casado con Eric Hadley, un profesor de Cambridge, donde estudiaba literatura, y lo había dejado todo con apenas 26 para irse con él a Cardiff. Allí tuvieron tres hijos, y en vacaciones cuidó también de sus tres hijastros, fruto de un anterior matrimonio de él, mientras intentaba, como fuese, encontrar su voz. Escribir su novela. Romper en lava. Y lo consiguió. Ahora, a punto de cumplir los 68, en Madrid, piensa mientras pasea en su siguiente libro: la relación de dos hermanas en los años 50, una de ellas su propia madre, fallecida el pasado diciembre.
¿Qué fue lo mejor de empezar a publicar pasados los cuarenta?
Fue estupendo para mí en realidad, aunque no pensaba eso a los 20 ni a los 30. Antes cuidaba de mis tres hijos e intentaba escribir, pero fracasaba una y otra vez. No le pasa a todo el mundo, pero yo lo necesité para encontrar la confianza de saber quién era y qué pensaba sobre las cosas. Y recuerdo la sensación cuando lo descubrí, fue algo maravilloso, y se encarnó en las primeras frases de un relato en el que una mujer avanzaba con su bebé bajo la nieve. Sentí: ‘Esta soy yo, sé quién soy y lo que quiero decir’.
Necesitaste tu tiempo
Necesité ese tiempo y me siento afortunada de haberme equivocado muchas veces antes de conseguir lo que quería. Creo que es malo para alguien conseguir lo que desea a los veintipocos. Quizá es un sentimiento demasiado protestante, demasiado puritano, pero fue bueno no ser afortunada demasiado pronto. Además, es maravilloso empezar a madurar y pensar: 'no encontré mi voz hasta los 46 y luego se abrió para mí una segunda vida de escritora, nuevas aventuras, todo un universo'. ¡Mírame, mi primera vez ahora mismo en Madrid! ¡Qué maravilloso!
Y cuidando a tres hijos
En realidad a seis muchas veces, porque mi marido tenía tres de un matrimonio anterior. No vivían con nosotros todo el tiempo, pero venían a veces y en vacaciones. Mis hijos tienen 43, 40 y 32. Seis hombres en total. Tenemos muy buena relación entre todos, es divertido juntarnos, los mayores superan la cincuentena y entre todos y mis nietos me dan muy buen material para mis novelas (risas).
¿Qué le dirías a esa chica de 25 que dejó Cambridge desde lo que saber ahora?
No le diría nada. No querría que supiese que todo iba a ir bien, que escribiría, que sería publicada, que podría viajar por ahí con sus libros, que la gente querría leerla. Tiene que sentir ese riesgo en la piel. Quiero que sufra (risas). Lo necesita para convertirse en escritora de verdad.
¿Te sentías frustrada en esos años?
Sí, mucho. Frustrada por fracasar escribiendo. Aunque debo decir que en lo personal de algún modo antiguo me beneficié de un sistema en el que mi marido iba a trabajar para traer el dinero a casa y yo cuidaba a los niños. Era agotador, pero cuando empezaron en el colegio tuve algo de tiempo para escribir. Y lo hice. Escribí y leí mucho. Hice mi tesis de Henry James. Si hubiese tenido además un trabajo, como ahora tienen mis nueras, no hubiese podido pasar mi tiempo leyendo y escribiendo. Pero sí, siento culpa y frustración por haber tenido esa vida tan pequeña. Era una intelectual, siempre lo he sido, pero solo en mi cabeza, y eso era doloroso. No podía expresarme y había una especie de humillación en ello.
Muy diferente a la actualidad, donde las escritoras tienen trabajo e hijos
Sí, no sé si sería capaz de hacer lo que hacen las escritoras jóvenes ahora. Quizá, después de todo, mi vida fue más fácil que la de ellas. Amo escribir sobre estas complejidades de la vida, que tienen que ver con el hambre. Y con desear cosas que no llegan. También me interesa lo que les pasaba a los hombres jóvenes de los años 50 y 60, en el sentido de que se veían obligados desde muy jóvenes a salir ahí fuera a traer dinero para mantener a la familia. Tampoco era fácil.
Eres experta en hacer malabares con lo que sienten los personajes mientras están teniendo una conversación trivial. ¿Lo haces en la vida real?
Buena pregunta (se lo piensa). No es que desaparezca de las conversaciones mientras las tengo. No es tan literal. Sino que los recuerdos, las sensaciones, los cotilleos, todo, va continuamente a una especie de bolsa común en tu cabeza. Y cuando escribes vas a buscar al fondo de esa bolsa y vas tirando de un hilo que lo une todo.
Parece muy importante para ti el amor
Cuando estás en busca de un libro siempre vas a los puntos donde la vida está caliente, y no me refiero a algo sexual, aunque también. Puntos que laten. Donde la vida es intensa y puedes ponerte a explorar. Hablo del amor entre una pareja, pero también hacia los hijos, hacia los padres, los amigos, los amantes. Hay tantas emociones soterradas, que traerlas a la superficie es impresionante. El escritor es un cazador de amor. Y no es una cosa sensiblera o cursi: cuesta mucho hacer todo eso. Luego, cuando crees que tienes una historia, te enamoras de tus personajes, te vuelves obsesiva con ellos. Parece que llegan a existir.
¿Los nombres son importantes?
Mucho. Tienen que tener su fuerza y sus debilidades. Hay una historia hindú que dice que hubo un escultor intentado hacer una imagen de dios, pero no pudo hasta que no le puso los ojos: cuando se los puso ya era dios. Para mí eso es ponerles el nombre. No es un nombre que ames, sino el que una madre daría a su hijo. Un tipo de magia.
'El pasado' va sobre la familia: ¿qué es una familia?
Lo mejor y lo peor (risas). La unión fundamental de los individuos. Y la ficción consigue tender puentes entre las diferentes psiques de sus miembros de un modo muy especial. La clave está en que es algo que te es dado, que no eliges. No eliges a tus padres ni a tus hijos. Y eso me encanta para mirar: la coexistencia forzada da lugar siempre a buenas historias. Tener intimidad con personas que no hemos elegido es bueno para nosotros, no elegirlo todo el tiempo.
Tu personaje favorito de todos tus libros es...
Me gusta Christine, de ‘Lo que queda de luz’, se parece a mí más de lo que me di cuenta mientras la escribía.
¿Por qué?
En aquella historia su matrimonio acababa de fracasar y al principio ella estaba desesperada. Pero lo que realmente descubre es que es mejor así, que aquel matrimonio no tenía sentido ya. Que conste que yo sigo casada (risas). Pero me identifico con ella más bien en que su personalidad tiende a estar bien sola, y que es una artista, una pintora. Fui muy feliz escribiendo la escena final, cuando después de que muera su amigo Zacari, que era más que un amigo, vuelve a abrir la puerta de su estudio, que llevaba cerrada por ella misma un año. Yo escribo, ella pinta, pero me gusta esa imagen de cerrar la puerta un tiempo, sumida en la tristeza, y volver a abrirla: esa felicidad creativa íntima.
Tienes alguna imagen ahora que creas que puede dar lugar a tu próximo libro
Una muy clara en mi mente, como una visión: una mujer de los años 50 tendida en una cama. Será la historia de dos hermanas. En realidad de mi madre y su hermana. Mi madre murió en diciembre.
Parece casi del inconsciente
Así es, muy profunda.
¿Ha sido duro?
Mucho. Era un mujer muy bella mi madre. Y muy inteligente. Aunque estábamos llegando a un punto complicado, porque estaba enfermando muy rápido. Ella no quería años de declive y dolor. Y yo tampoco. Murió muy valientemente, en su cama, donde fue despidiéndose de sus seres queridos. Me dictó una carta para que se la leyese después a todos sus amigos.
Qué emocionante.
Así es, mucho.
¿Se la leíste?
La leí en el funeral, para sus amigos y todos los que la querían. La echo mucho de menos.
Seguro que le gustara el libro
(Risas, con los ojos vidriosos) No lo sé, pero la emoción con la que está saliendo me dice que es posible que sí.