Como Renato Cisneros, el narrador de 'El mundo que vimos arder' es un periodista peruano que vive en Madrid y que, a lo largo de los años, es testigo de los cambios que atraviesa la sociedad española mientras sus propias circunstancias van cambiando con el tiempo. ¿Hasta ahí las similitudes? "Sí, solo hasta ahí. A través de ese personaje innominado he querido volcar mi experiencia de migración en Madrid, pero no buscaba convertirlo en un alter ego" dice el escritor peruano. "Él está más perdido, más escindido, su mundo sentimental ha implosionado, sus vínculos familiares se han debilitado, su relación con el Perú se basa en una nostalgia culposa. Nada de eso me pasa a mí. No por ahora, al menos."
En la novela, mientras nos adentramos en la historia sentimental del periodista, asistimos también a un episodio ocurrido muchos años atrás, durante la Segunda Guerra Mundial, y que implica también a otro inmigrante peruano, cuyo destino podría ser definido como trágico en el sentido clásico.
¿La historia de Matías Giurato Roeder, el bombardero peruano del ejército aliado, llegó a ti de manera azarosa?
La oí de boca de una tía lejana, en medio de una reunión familiar a la que estuve a punto de no ir. Al final fui por compromiso. Con esa tía no había hablado antes. Tampoco después. Fue la única vez que coincidimos en un círculo. La novela, en un punto, también reflexiona sobre eso: lo fortuitas que pueden ser ciertas experiencias transformadoras.
¿Qué tan real es el personaje en términos históricos?
Todo lo real que los lectores decidan. Es decir, sí hubo un peruano, hijo de inmigrantes, nacido en Trujillo, que acabó arrojando bombas en ciudades alemanas, entre ellas la ciudad de su madre. Eso pasó. Pero se trata de un vida no documentada. Por eso me la inventé, tomando como base el relato de aquella pariente. Eso sí, investigué muchísimo para que los movimientos de Matías tanto en Perú, como en Estados Unidos e Inglaterra, en los años cuarenta del siglo veinte, por tierra, mar y aire sonaran convincentes.
Giurato Roeder es destinado a bombardear Hamburgo, la ciudad natal de su madre, en Alemania ¿Cómo podría interpretarse eso en términos freudianos?
Destruir la ciudad de tu madre es destruir a tu madre. Y junto con ella, a ti mismo, o tu tejido materno. Después de recibir la orden, la encrucijada moral de Giurato reside en una sola pregunta: ¿a quién debo ser leal? ¿Al país que me dio un grado, un uniforme, una bandera y un propósito (Estados Unidos) o a sus raíces? Una de las motivaciones del personaje al marcharse del Perú con veinte años es huir de la violencia de un padre que, cuando se alcoholizaba, golpeaba a la madre. No sabe que su destino –como el de todos, me temo– es convertirse en su padre. Él también, de otra forma, al dejar caer esas bombas en Hamburgo, castiga a la misma mujer.
Hay dos formas de migración que se cruzan en el libro, la de Matías, que literalmente va a la guerra y la del narrador que hace una migración, digamos, privilegiada. Dos formas de relacionarse también con Alemania, porque la esposa del narrador es alemana. ¿Has querido significar algún tipo de ‘evolución’ en los procesos migratorios?
Más que insinuar una 'evolución', he querido subrayar una diferencia. Una cosa es migrar con un plan de por medio y otra, muy diferente, migrar por necesidad. Ninguno de los dos personajes deja el Perú por razones verdaderamente urgentes; quieren irse, básicamente, porque se cansaron o porque el país les quedó chico. Hay otro personaje, un taxista que hace las veces de interlocutor que, en cambio, encarna un tipo de migración más violenta e incierta. Creo que ese migrante, el que se va contra su voluntad porque no encuentra en su tierra posibilidades materiales de prosperar, es hoy el predominante, el que viene cambiando el mundo.
Hay varias escenas de acción a bordo del bombardero de Matías que son muy detalladas. ¿Cómo fue tu investigación para recrearlas?
Obtuve una ayuda (la Beca Leonardo del BBVA) que me permitió devorar todo lo que pude respecto de un tópico muy específico: bombardeos sobre Alemania en la segunda guerra mundial. Desde literatura histórico-militar hasta literatura convencional, pasando por documentales, películas y series bélicas. Me obsesioné con los pilotos norteamericanos y sus aviones, los B17. Tuve hasta la necesidad emocional de ver uno presencialmente y me fui a buscarlo a un museo de Londres. Y, desde luego, viajé a Hamburgo para imaginar in situ cómo pudo haber sido aquel bombardeo devastador, el más mortífero de cuantos hubo sobre Alemania, por algo se le conoce como el Hiroshima europeo.
¿Cómo ha cambiado tu percepción de lo que significó la II Guerra Mundial desde que emigraste a Madrid?
Ha cambiado gracias a esta novela. Antes mi lectura era muy simplificadora: los alemanes eran los malos y los aliados los buenos. Ignoraba que hubo miles, acaso millones, de alemanes que intentaron luchar contra la demencia del nazismo y resistieron hasta donde pudieron la brutalidad del Tercer Reich, y también ignoraba los crímenes de guerra cometidos por los aliados en su cruzada por derrotar a Hitler. Lo hicieron, sí, pero a un costo brutal. Las guerras, las de ayer y las de hoy, son demasiado complejas. No es tan sencillo decir estos son los héroes y estos los villanos.
¿Por qué crees que nos sigue fascinando la Segunda Guerra Mundial en general?
Porque no ha terminado. Es decir, concluyó militarmente, pero seguimos siendo arrasados por su funesta onda expansiva. Bastaría con preguntarles a ucranianos y palestinos. Las invasiones y genocidios de este tiempo nos demuestras que no hay lecciones aprendidas. Tantos convenios, pactos, tratados, armisticios, pipas de la paz no han servido de nada. Por último, creo que nos fascina la violencia porque provenimos de ella: el mundo surge a raíz una explosión y pareciera que estamos obsesionados con reproducir el estallido de modos cada vez más sofisticados.
¿Ha cambiado tu idea de España desde que vives aquí?
Madrid me sigue pareciendo una ciudad segura, viva, estimulante, y celebro cada oportunidad que tengo de conocer otras ciudades, pero es innegable que el país, como tantos otros, ha sucumbido a la polarización, contaminándose de discursos de odio cada día más radicales. Hace diez años, los nostálgicos del franquismo no salían a las calles tan campantes. Hoy pasas por Ferraz y están ahí, son un peligro público.
El periodista en tu libro vive, precisamente, en la calle Ferraz, que es un lugar políticamente muy señalado, en Madrid. ¿Por qué elegiste este punto de referencia?
Porque la calle de Ferraz fue muy castigada por bombas de aviones alemanes e italianos durante la Guerra Civil. Hay fotos y registros, tanto de Bomberos como de la Policía Urbana, de los incidentes ocurridos allí durante todo noviembre e inicios de diciembre del 36. En la cartografía de la destrucción de Madrid, Ferraz es un punto muy sensible. Es una ironía cruel que hoy la calle vuelva a ser escenario de la violencia.
Dice el narrador que el Perú es un ‘malestar perdurable’ ¿Por qué? ¿Crees que es una sensación extrapolable a migrantes de otros países de Latinoamérica?
Sin duda. Toda sociedad que, como la peruana, arrastra problemáticas de décadas, padece la presencia estable de una clase política incapaz de solucionarlas y vive en conflicto social permanente, se vuelve una carga muy pesada. El Perú no es un país que se jodió un día. Nació jodido. Y ese peso afecta tanto a los que viven allí como a los que decidieron irse. A la larga te acostumbras a esas fallas de origen. Es como aprender a vivir con una enfermedad incurable.
‘El error, el único error garrafal e imperdonable es volver la vista atrás’, dice un personaje del libro. Los escritores de alguna manera siempre tienen que volver la vista a atrás ¿No es cierto?
Siempre. El pasado y la memoria son el territorio de la literatura. En un pasaje de la novela se menciona el episodio bíblico de Sodoma y Gomorra. Siempre me ha llamado la atención esa historia, porque en ella se penaliza al personaje que voltea, al único que se gira para ver cómo arde su ciudad. El subtexto podría ser: volver la vista atrás te paraliza. De hecho hay sectores políticos que han formulado todo un predicamento sobre esa idea, la idea de pasar la página en nombre del futuro. Eso suena bien, pero es absurdo. La única forma de prevenir los escenarios catastróficos que indudablemente vendrán es examinando los que ya sucedieron hasta que la última víctima se sienta mínimamente resarcida. Eso hacen los libros: volver atrás, remover escombros.