Una vez un tipo de otra Universidad abrió un librería en Lima. Nuestro país salía de un conflicto armado, así que respondimos con la misma frivolidad y fuimos a robarle libros. Yo iba a por los de bolsillo de Anagrama porque eran fáciles de leer en muchos sentidos. También eran fáciles de robar. Me importaba todo tan poco, en realidad, que fue la primera vez que supe de Paul Auster. La trilogía de Nueva York. Metí el libro debajo de la camiseta y me largué sin saludar a nadie.
No sé si el tipo que había abierto la librería estaba allí y me dejó hacer con la misma indiferencia, rayana en el nihilismo, que teníamos algunos en la Lima de principios de los 90. Pero lo cierto es que me fui con el botín y lo devoré y por supuesto me volví fanático de Auster y sus ciudades fantasmas, de su irreductible deseo de contarte una historia y hacerlo con una claridad meticulosa, casi maniática. Por historia me refiero a algo que ocurre y no a ninguna pretenciosa divagación. Auster parecía siempre tan consciente de la responsabilidad que significaba no hacerte perder el tiempo que incluso tenía que hacer que sus personajes lo fueran. Siempre hay alguien que te cuenta un cuento de Navidad y de dolor.
Incluso, años después, el hijo de puta compiló un libro de historias en el que ya ni se tomaba la molestia de contarlas él sino que hizo un programa de radio para que la gente le dijera las suyas. Se llamaba "Creía que mi padre era Dios" y recogía anécdotas de neoyorquinos, rarezas de la vida, coincidencias extrañas, anomalías en el folletín costumbrista que llamamos cotidianidad. Cuentos de personas que viven toda su vida en el mismo edificio del Lower East Side y terminan conociéndose en Amsterdam.
Creo que fue por esa época que le perdí la pista a Auster. Las cosas estaban claras entre él y yo. O eso creía.
Pasaron unos diez años más. Yo ya vivía en Barcelona y por esa época mi segundo libro de poesía era rechazado por todo el mundo. Nada trágico. Cuando estaba a punto de quemarlo solo un editor de Lima aceptó publicarlo. Era el tipo que había abierto aquella librería en los 90.
Ignoro si, de haber llamado al programa de radio que montó Auster y de haberle contado esto, la historia le habría hecho sonreír. Creo que no sé cómo sonreía Auster.
Gabriela Wiener habló con Siri Hustvedt una vez y me dijo algo así como "parecía que éramos de especies distintas". Somos.
Como hace tiempo que se veía que se iba a morir, volví a Auster y leí 'Baumgartner' hace poco. Allí estaba el cabrón, en el mismo lugar en el que lo había dejado. Un poco más mayor. Pero hablando otra vez sobre fantasmas. Y los fantasmas empezamos a ser nosotros mismos.