Miguel Munárriz: "Leer es el mejor plan de pensiones"

Lo ha dicho más de un escritor a lo largo de los años: "uno escribe para que sus amigos lo quieran más". Por eso, cuando le preguntamos al periodista y también escritor Miguel Munárriz a cuál de de sus amigos autores ha querido más, no duda en contestar que al poeta Ángel González. "Mi relación con Ángel, que empezó en 1985 hasta su muerte en 2008, es la que más me ha marcado, y no solo por el largo tiempo que compartimos con publicaciones y viajes, sino porque Ángel significó para mí una referencia poética, intelectual y ética. Y Luis Eduardo Aute, al que desde que invité en 1986 a leer públicamente poesía, hicimos crecer una verdadera amistad, y ha sido también un compañero inagotable de complicidades. Los dos son las figuras más importantes en un amplio sentido cultural, moral y ético".  

Además de ellos, son muchos otros los autores que pasan por las páginas de "Empeñados en ser felices: crónica sentimental", un testimonio personal de sus ya varias décadas empeñado, también, en contar la experiencia del libro, misma que parecía hasta hace tan poco interminable pero que se ve cada vez más asediada por los cambios en nuestra manera de relacionarnos con el conocimiento y el arte.

En un mundo con los índices Pisa como están, y unos jóvenes que cada vez leen menos (o más fragmentariamente), lo suyo es una carta de amor a la lectura. ¿Se siente, como diría Antonio Cisneros, “como un dinosaurio con el último cigarrillo entre los labios”?

Mejorar los índices Pisa dependerá de que nuestra deriva cultural gire a favor de una educación que valore el respeto por el otro. Yo me relaciono con personas de mi misma mirada ante el mundo y, aunque soy de naturaleza positiva, cada vez me cuesta más confiar en un futuro favorable al equilibrio social. Lo del dinosaurio me suena bastante, es verdad, pero sin cigarrillo entre los labios, que aunque hace no muchos años el fumador tuvo una imagen entendida socialmente como estética he dejado el vicio hace ya mucho tiempo. Cumplir años sirve también para algunas cosas buenas.

Es usted, además de autor, lector y periodista, un gran conocedor de la industria cultural en nuestro país. Si tuviera que hacer un diagnóstico de esta ¿cuál sería su estado?

Es difícil aventurar opiniones al respecto. Todo ha cambiado con la irrupción de las que al principio se llamaron nuevas tecnologías. Con los primeros avances de los ordenadores, los correos electrónicos, los móviles, etc., se ha constituido una nueva manera de acceder a la cultura. Los grupos editoriales se han ido fortaleciendo y cada día nace una nueva editorial independiente; los periódicos han perdido la influencia que tuvieron y sus suplementos culturales ya no marcan ninguna tendencia, la crítica literaria no se sigue como antes y no hay autores, pensadores, intelectuales de nivel que hagan propuestas interesantes. Si antes mencioné la palabra positivo creo que mi visión de las cosas acaba de desmontarla.

Sus historias con escritores son como ríos con afluentes en los que agrega usted siempre otros libros, películas, contexto cultural o apuntes culinarios. ¿Así es la vida para el observador cultural? ¿Todo es materia de escritura?

La escritura y la vida, parafraseando a Semprún, porque todo lo vivido es materia novelable. Si una vez dije que leer es el mejor remedio para todo, y aquí lo incluyo como el mejor plan de pensiones, escribir funciona como motivador de la memoria, como ejercicio transformador, también como terapia contra el paso del tiempo. Y la lectura y la escritura nos van solas sino que forman un todo necesario con el cine, el arte y la música. Yo he escrito Empeñados en ser felices como agradecimiento a lo vivido, y eso lo he sabido después, al terminarlo; es una manera de dar las gracias a los autores de los que hablo, algo como un “gracias a la vida que me ha dado tanto”.

¿Cuál ha sido el escritor en el que ha encontrado mayor diferencia entre su imagen literaria y la persona real?

La verdad es que ningún escritor de los que he conocido me ha decepcionado. He tenido esa suerte. No me ocurrió lo mismo con dos poetas con los que tuve una mínima relación, que ni siquiera fue presencial, aunque me lo podía haber ahorrado, pero, bueno, lo cuento en el libro.

En su libro aparecen también personajes… ¿Los personajes son mejores que sus autores? Dicho de otra manera ¿pueden alcanzar profundidades a las que en la vida real no solemos llegar?

Los autores son independientes de los personajes de sus novelas, y estos pueden tener en el lector una fuerza y una presencia muy importantes. Uno construye en su imaginario un universo que se va poblando con historias que, como dice Vargas Llosa, constituyen "la verdad de las mentiras”, es decir, que las buenas novelas se hacen verosímiles y sus personajes conviven en nuestro interior para siempre, como el Jean Valjean de 'Los miserables', Ana Ozores de 'La Regenta', la señora Dalloway, de Virginia Woolf, Iván Ilich, de Tolstoi, Gregorio Samsa de Kafka, Lolita de Nabokov…

¿Cree que el letraherido es un personaje en vías de extinción?

Sí; puede llegar a serlo cuando haya desaparecido una generación, ni siquiera creo que dos.

¿Qué escritor de los muchos que ha conocido tiene el mejor sentido del humor?

Más de uno: Mario Vargas Llosa, José Agustín Goytisolo, Ángel González, Alfredo Bryce Echenique, Bioy Casares, Ida Vitale… 

¿Cómo conoció a Ida Vitale?

Cuando le dieron el Premio Cervantes. Fui a su hotel con el fotógrafo Daniel Mordzinski y la entrevisté durante una mañana que fue tan gozosa que se ha hecho inolvidable. Ida Vitale —a la que los dioses protejan otros cien años más—, es la imagen de una mujer libre, independiente, culta, divertida y extraordinariamente viva. 

¿Impresiona conocer a tanta celebridad literaria?

Martin Amis fue el escritor al que temí al conocerle porque tenía una fama merecida de auténtico 'enfant terrible' de las letras, es decir, de alguien brillante y transgresor, poco dado a “tocar tierra” en sus conversaciones literarias. Estuve con él varios días en los que me demostró su gran capacidad para el diálogo cercano. Al final le dije que me parecía que ya no necesitaba ser un “chico malo” en la literatura y en la vida. Me contestó que desde la muerte de su padre, [el escritor Kingsley Amis] ya no podía serlo: “no tendría mucho sentido, en tal caso me correspondería ser un hombre malo”, me dijo bromeando.