Maruja Torres lo ha dado todo. Ese 'todo' en este caso, bien podría caber en este libro de reflexiones sabias, inquietas, vivas, sino fuera porque en realidad se ha expandido a lo largo de una vida intensamente arriesgada, intensamente culta, intensa a secas. "Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo", podría servir también como testamento literario -después de todo, como dice ella misma, "es hora de ir haciendo la maleta"- sino fuera porque resuma vitalidad: echar la vista atrás es por una vez un ejercicio de autocomprensión y de curiosidad por un mundo que no siempre se lo pone fácil a la gente que se hace mayor.
Aquí algunas reflexiones de una de las grandes:
“… Depende. Si eso. Ya lo vamos viendo. Es la edad, que se instala en nuestro lenguaje y lo modifica. A estas alturas, no dejo de reflexionar acerca del condicional. Cuando establezco una cita (si es con los médicos, me la establecen: lo podéis suponer) es como alargar la vida, como tener un objetivo mágico. El condicional como esperanza”.
“Podría escribir un libro solo con la historia de mis huesos rodos y del consiguiente penar que me ha acompañado a lo largo de los años. No pienso hacerlo. Ahora mismo estoy como una rosa”.
“Tengo que intentar que alguien no mayor de catorce años se quede conmigo el rato suficiente para explicarme qué hay de repulsivo en un WhatsApp, o en lo que sea lo que antaño fue un tuit, si lo remato con un punto final. En alguna parte he leído que hay seres a quienes les ofende. He intentado ver un video sobre la brecha generacional en el lenguaje de las redes, pero a los dos minutos ya estaba harta, justo en el momento berenjena con melocotón”.
“Dentro de esta mujer muy vivida que soy hay dos mujeres muy vividas también. Una, la física, la que por la mañana despierta y recoge las piezas y las encaja como puede, la que acude a la consulta del oftalmólogo que va a revisarle la vista y a clavarle la inyección que intentará detener la oscuridad en su ojo derecho. La que, esa misma tarde, acudirá al buen doctor que instila periódicamente la vejiga. […] La otra dispone de un motorcillo todavía engrasado, todavía vivaz, que la mantiene unidad a lo que ocurre, al mundo que habita y al modelo de sociedad en que prefiere envejecer…”
“Mi palacio de la memoria, ese constructo que organizamos para acordarnos de lo importante, no se compone de habitaciones amuebladas ni entradas con percheros ni de objetos, grotescos o banales que nos remiten al recuerdo que perseguimos. Son imágenes que aparecen de repente y golpean como piedras, son también plumas que me acarician en la situación más inesperada, son socavones repentinos que me hacen trastabillar a solas. Corchos que afloran en la oscuridad, algunos a la deriva, otros dotados de consistencia”.
“Ahora nos dicen, con razón, que nos defendamos del encasillamiento normativo. Por ejemplo, yo ya no tengo que luchar contra el sobrepeso contra el que tuve que luchar siempre […], sino que soy no normativa. Es decir, tengo una identidad positiva. Lo más entretenido del asunto es que llega tarde y resulta superficial. Lo no normativo que en mí es que sigo poseyendo (y utilizando) un cerebro para la crítica y un cuerpo para mis placeres. […] Y eso, a mi edad, fulmina unas cuantas normas”.
“En la amistad entre mujeres caben múltiples variantes. Incluso las malas. Por suerte, porque eso quiere decir que somos adultas, que somos individuales, que somos humanas. No todas nuestras amistades tóxicas lo son todo el rato ni todas nuestras amistades buenas carecen de momentos envenenados…”