En 1956, la película 'Más dura será la caída', dirigida por Mark Robson y protagonizada por Humphrey Bogart, narró la historia (basada en hechos reales) de un gigantón argentino que no sabía boxear y que a base de amaños por parte de sus representantes llega a ser un púgil tremendamente popular en Estados Unidos. La historia, de idénticos parámetros (aunque con más triste desenlace), se replicó en España a finales de los sesenta con José Manuel Ibar Azpiazu, un brutote vasco que en esos años grises de la dictadura, y con el sobrenombre de Urtain, se hizo tan famoso, siendo boxeador, como los futbolistas y toreros de la época.
“Su carrera es muy parecida a la que narra la película”, sostiene Felipe de Luis Manero, autor del libro 'Urtain: retrato de una época' (Pepitas de Calabaza, 2024). “En el filme, el único que no sabe que todo está amañado es el boxeador. Se entera cuando en la última pelea le ordenan perder. Y aunque se rebela, pierde, y cuando decide dejar el boxeo para regresar a su tierra y pide que le paguen su parte, le dan una minucia. El paralelismo es asombroso. Hay gente que ve la irrupción de Urtain y piensa: "¿Sus representantes quieren reproducir la película punto por punto?". En Urtain hay un punto de misterio: ¿este tío es tan tonto como parece o en realidad se está riendo de todos, porque es consciente de que no sabe boxear pero se hace el tonto? Yo creo que completamente tonto no es. Se mete a boxear porque quiere ganar dinero y empezar una nueva vida”.
Antes de ponerse los guantes por primera vez, en 1968, Urtain no había tenido relación alguna con el boxeo. Era, eso sí, levantador de piedras en Guipúzcoa. Un empresario lo encontró, y mientras le enseñaba a emplear los puños, cerraba combates con púgiles que eran en realidad carniceros, policías retirados o exboxeadores. Los tumbaba en segundos. En meses pasó de ser un completo desconocido fuera de su provincia a ver su nombre en periódicos de tirada nacional. En cierto modo, sus inicios recuerdan a los de esos grupos de pop cuyos miembros son reclutados por foto en el despacho de una discográfica, reciben clases de canto y baile y son lanzados al estrellato: puro marketing. “Completamente”, coincide De Luis. “Hay un empresario que lleva tiempo buscando alguien así, y ve en él una oportunidad de sacar dinero. Aunque al final llegó a boxear medianamente bien, y fue tres veces campeón de Europa. Haciendo el símil con el fútbol, era un boxeador de nivel UEFA, no de Champions”.
Felipe de Luis reconoce que, antes de abordar la redacción del libro, no estaba familiarizado con la figura de Urtain. Periodista especializado en deportes, con larga experiencia en radio y televisión, De Luis publicó en 2020 su primer libro, 'Sito presidente', sobre Sito Miñanco, quien además de narcotraficante era presidente del equipo de fútbol de Cambados, su pueblo. “Siempre me han interesado las historias con un lado humano”, explica el autor. “Tras ese libro, quería hacer algo similar, que tuviera relación con el deporte, y me vino a la cabeza el nombre de Urtain. Conservaba en mi memoria una imagen de cuando yo era niño: estaba con mi padre, que leía el Marca, donde aparecía un reportaje sobre Urtain, años después de su muerte. Mi padre me dijo: ‘No te imaginas lo que fue este hombre y cómo acabó’. Empecé a investigar y me enganché”.
Maravillosamente bien escrito y con una original estructura, Urtain es también, como indica su subtítulo, el retrato de una época: aquella en la que los levantamientos de piedras se televisaban, los boxeadores rivalizaban en popularidad con los futbolistas y había sabuesos del periodismo dispuestos cualquier cosa por conseguir una exclusiva (caso del entonces novicio José María García, quien ocupa parte considerable del libro: contribuyó a crear la leyenda de Urtain y luego la tumbó escribiendo, en 1972, el libro 'Comedia Urtain').
“Cuando empieza en el País Vasco, a Urtain le tienen cariño como un forzudo. Y al establecerse en Madrid, a la gente le hace gracia un tipo que no sabe boxear, pero que a todo el mundo noquea en el primer asalto y pelea contra extranjeros, lo que genera un sentimiento de: ‘Todos somos Urtain’. Es un tío imperfecto, como nosotros. La población ansiaba símbolos para sentirse orgullosa de ser española”. Desde sus inicios lo acompañó la sospecha de que vencía a rivales comprados, lo que el libro confirma. “Ese rumor, en vez de perjudicarlo, lo beneficia. Los expertos decían que no sabía boxear. Pero pasaba como con El Cordobés, del que decían que no sabía torear y era una estrella”.
Urtain reunía una serie de atributos que ayudaron a que el montaje funcionara. “Era un tío muy atrevido, con mucha cara y con deseo de escapar de la vida que le habían planteado en su pueblo. Va a Madrid y no habla de manera muy fluida en castellano; uno de los trucos que usa es hablar poco y escuchar mucho, lo que hace que la gente piense que es un buen tipo. No tiene maldad ninguna, no cae mal a nadie, porque además era de convidar a todo el mundo. Gustaba mucho a las mujeres. Se vende también la imagen del macho ibérico, que encarna a la perfección. Es aquel un país muy folclórico. Y él, un personaje folclórico: la Lola Flores del deporte”.
Un folclorismo que a finales de los setenta, no digamos en los ochenta, empieza a desvanecerse con la llegada de la modernidad. Cambian las tornas, e, incapaz de digerir su declive, encuentra alivio en la botella. Alejado del ring, prueba suerte en la hosteleria; le va mal. Termina como portero de una discoteca de Burgos. Según De Luis, a lo largo de su biografía se extiende una sombra de fatalismo, que comienza con la muerte en extrañas circunstancias de su padre y que abarca incluso a miembros de su familia como Pablo Ibar, sobrino de Urtain, condenado a muerte en Estados Unidos (aunque luego sentenciado a cadena perpetua).
“Pienso que Urtain quería que su padre se hubiera sentido orgulloso de él”, dice el periodista y escritor. “Después, en Madrid, hay momentos de felicidad, incluso cómicos, pero creo que es más infeliz que feliz. Se siente muy solo en la capital. Es fatalidad mezclada con sordidez: anhelaba el convertirse en empresario de éxito, se mueve en ambientes de la noche, y acaba de portero de discoteca siendo excampeón del mundo. Padece alcoholismo. Todo eso va presagiando el final”. También lo presagió el cineasta Manuel Summers, quien en 1969 rodó una película titulada Urtain, el rey de la selva… o algo así (en la que participaba el ídolo) y mostró, en el último plano, un cementerio, un ave y un falso recorte de prensa que decía: “Cada vez que canta un pájaro, se suicida un boxeador”.
El 21 de julio de 1992, cuatro días antes de que arrancaran los Juegos Olímpicos de Barcelona, Urtain se arrojó por la ventana del décimo piso donde residía en Madrid. Tenía 49 años. “Quien peor lleva su ocaso es él mismo, que nunca se acostumbra a dejar de ser Urtain. Eso a él lo devora”, dice De Luis. Hay un desencadenante crucial: su mujer y sus hijos lo abandonan. “La convivencia era imposible. Había tocado fondo, y a él le cuesta tener que empezar de cero. Se ve acorralado, muy solo. Hay otras hipótesis, ya imposible de verificar: esa mañana llega a casa, enciende el interruptor y le han cortado la luz; venía la casera a reclamarle el alquiler, que acumulaba retrasos. Algo en concreto le llevó al impulso de quitarse la vida. Cuando muere, muere una época en España”.
En su auge y literal caída encuentra el autor ingredientes de novela negra, idea reforzada por las particularidades del boxeo. “Siempre ha tenido ese componente de sordidez”, indica. “Es un deporte muy literario y cinematográfico. Y luego está su propia naturaleza: hay violencia, es una lucha entre dos hombres o dos mujeres. Eso conecta con las pasiones más bajas del ser humano, ese modo de saber que se están haciendo daño, pero gusta”.