En septiembre de 2021, José Antonio (58), espetero del chiringuito Casa Paco Playa (Torremolinos), fue reconocido como el mejor de la especialidad en la Costa del Sol en el concurso anual organizado por el Círculo de Empresarios de Torremolinos.
Visiblemente conmovido, contagió de emoción a los asistentes al elevar el trofeo al cielo y efectuar una silenciosa y sentida dedicatoria. Sus compañeros en Casa Paco sabían qué significaba el gesto. José Antonio ofrecía el galardón a Paco, fundador del chiringuito, fallecido de Covid en la fase más cruda de la pandemia.
“Nunca me había presentado a ese premio”, nos cuenta ahora el maestro espetero, que lleva quince de sus veinticinco años de carrera espetera trabajando en ese local playero, fundado en 1968, y que Paco y su esposa, Encarna, montaron utilizando tablones de contendores para fabricar mesas. “No tenía necesidad, porque llevo mucho tiempo en esto. Pero me llevaba muy bien con mi jefe y pensé: ‘Creo que se merece que gane el premio por su trayectoria y su chiringuito’. Nadie sabía que me había presentado. Y lo gané”.
No todos los espeteros son como Fermín Trujillo; es más, podría decirse que ninguno se acerca al talante pícaro del personaje de televisión, aunque, eso sí, son igual de sentimentales. Confluyen en su oficio su amor al mar, un profundo conocimiento de sus productos, el respeto a la tradición, el estar preparado para aguantar horas junto a las brasas en pleno agosto…; también valores como la responsabilidad hacia el comensal, que mencionan los espeteros entrevistados, o la amistad, que hace que el personal de cada chiringuito forme una especie de pequeña (o gran) familia, donde se comparten alegrías y sinsabores.
Quien se convierte en espetero lo hace de manera natural, porque ha crecido junto al mar y al lado de pescadores. “Desde pequeño era pescador”, recuerda José Antonio. “Ya de niño, el pescado, cuando salía de la red, lo espetábamos en la misma arena de la playa, al pie de la orilla. Todos en mi familia son pescadores”.
Manolo (59) es el simpático encargado de los espetos en el chiringuito Casa Lucas, en Málaga. Trabaja allí desde hace tres lustros. “Empecé hace veinticuatro años como el que no quería la cosa, haciendo moraguitas para los compañeros y amigos, disfrutando de la playa… Ahí fui esmerándome día a día y mejorando poco a poco. Había abuelos, que en paz descansen, que se dedicaban a esto y aprendí lo mejor de cada uno de ellos. Y yo puse una miajita de mi parte”.
Es la clase de oficio que no es especialmente disfrutable…, pero alguien tiene que hacerlo. “No es que me guste”, aclara José Antonio. “La pesca se ha quedado un poco obsoleta, quedan muy pocos barcos. Por eso sigo con lo mío. Como entiendo el pescado y hay mucha demanda, aquí sigo”. Es más: es una tarea bastante dura, empezando por las largas jornadas que implica. José Antonio descansa los lunes; de martes a domingo trabaja “día y noche, once, doce o trece horas diarias”. Llega al restaurante a las doce de la mañana y hasta que terminan las cenas no se vuelve a su casa.
“Monótono no es —apunta Manolo—, porque dar de comer a las personas es un placer. Cuando pasan a tu lado y te dicen: ‘Ha valido la pena venir aquí, estaban las sardinas buenísimas’, eso a mí me llena. Es como un buen cocinero con su comida. Pero como duro… Imagínese la barca llena de sardinas. El peor día es cuando corre el terral, viento de tierra, que procede del norte: son ráfagas de aire caliente, y en verano, con 40 grados, es duro lidiar con ese viento. Lo mejor es trabajar con viento fresquito”.
Saber resistir el calor constituye una de las claves para poder “dar de comer a las personas, a las criaturas, al ser humano”, como dice Manolo con su prosopopéyica jerigonza. “Hay que meterse en la candela”, explica. “Eso es lo más complicado, porque es un horno, hay mucho fuego, el viento corre para todos los lados a veces, los fogonazos te dan en los ojos, en la cara, en el pecho, y realmente llora uno pa’ dentro. Pero tiene uno ya muchos años y está curado, como el jamón. Pero hay muchas criaturas que eso no lo aguantan. Yo utilizo mis manos limpias para coger las cañas, porque así debe ser. No valen trapos ni guantes ni nada de eso”.
Otro de los secretos, según Manolo, es la homogeneidad del espeto. “Las sardinas deben tener todas el mismo tamaño; no se pueden mezclar unas sardinas de un cuarto de kilo con otras de medio kilo. La pequeña se pasaría mucho, y la grande llegaría cruda. Tiene que haber una equivalencia, como para todo en la vida. En un espeto, todas pequeñas; en otro, las grandes. Es el formato que debe utilizar cualquier espetero”.
Y el tercero, hacerlos con cariño. “Hay que pinchar como si fuese para uno —añade el espetero de Casa Lucas—, con mucho amor, en condiciones las cosas”. Por descontado, la calidad de la materia prima resulta primordial. “Si tenemos unas buenas sardinas, amigo mío, eso es como todo”. Antiguamente se espetaba con cañas, que fueron retiradas por normativa sanitaria y sustituidas por espadas de acero inoxidable. “En mi opinión estas son mejores, porque duran toda la vida, no tienes que estar pendiente de si te despistas un momento y se parte la caña y se caen las sardinas o un pescado grande… Y para lavarlas es muy sencillo, porque no se desportillan y no se le clavan a uno las astillas. Antes hacíamos 200 cañas todos los años”.
Los espeteros conocen perfectamente el medio marítimo. “Si tienes la base desde pequeño, conoces los vientos, el material que te llega, su procedencia… Eso es fundamental”, afirma José Antonio. “Si entiendes de eso, lo tienes mucho más sencillo que otra persona que lo intente de nuevas. Miro los vientos de dónde vienen, cómo tengo que poner el fuego, la parte que más quema, conozco de dónde viene el pescado… Porque, según la procedencia, unos tienen más grasa que otros. Son pequeñas cosas que tienes que saber”.
De un tiempo a esta parte, los chiringuitos playeros suelen permanecer abiertos todo el año. Pero antaño no era así, y los espeteros debían de buscarse otras ocupaciones para subsistir fuera de la temporada estival. “Yo siempre me he buscado la vida”, dice Manolo. “Antiguamente trabajaba nada más lo que era junio, julio y agosto, porque los chiringuitos cerraban en invierno. Así que uno tenía que luchar, bien en la obra, bien en lo que le salía a uno”.
Una de las recompensas que reciben estos abgenados trabajadores es recibir la felicitación de los clientes, que muchas veces son personajes populares, pues ya se sabe que delante de unas sardinas a la brasa, que pueden comerse con las manos, todos somos iguales, los modestos y los ricos, los anónimos y los famosos. Comensal habitual en Casa Paco es Pepe Reina, portero de la selección española de fútbol, madrileño de nacimiento pero andaluz por parte de padre (el también portero Miguel Reina). “Pepe es íntimo amigo mío”, dice José Antonio.
Manolo ha preparado sardinas (y otros pescados, también en espeto) a cantaores, políticos como el alcalde de Málaga, deportistas, cantantes como Junco… “Para mí todo el mundo es importante”, sostiene.
Muchos espeteros de hoy son jóvenes que han aprendido de maestros como Manolo o José Antonio. A pesar de lo atávico de esta actividad, que contrasta con la modernidad de las nuevas tecnologías, parece que el oficio no está en peligro de extinción.
“Mientras haya mar y existan las sardinas (o patas de pulpo, calamares, pescado gordo, gambas…), a quien quiera dedicarse a esto no le va a faltar trabajo”, asegura Manolo. “Pero hay que valer. Es como el oficio de minero: no todo el mundo valía para meterse bajo tierra. Lo que hacen falta son buenos maestros para enseñar a gente nueva. Eso es lo que hace falta. Y que digan: ‘Tú vales y tú no’. Pero comer sardinas en espeto es un placer, y nunca faltará quien quiera disfrutarlo y quien deba prepararlas”.