Tanto como los clones de Papa Noel y los Reyes Magos que se apostan en los centros comerciales, como los niños de San Ildefonso o el personal contratado solo para envolver regalos en los grandes almacenes, los castañeros y las castañeras son uno de esos personajes integrados en el paisaje de la temporada invernal. No es posible encontrarlos en otra época del año.
En las noches de frío pocas cosas resultan tan reconfortantes como portar un cucurucho de castañas asadas por estas personas que parecen llevar ahí toda la vida, parapetadas en modestos tenderetes en plazas y avenidas de tránsito humano asegurado. Sin embargo, rara vez nos paramos a pensar quiénes son y por qué están ahí.
Manuel Bretón de los Herreros, quien las llamaba “heroínas de fuelle y tenaza”, les dedicó en 1844 un alegato en el libro colectivo Los españoles pintados por sí mismos: “Basta a mi propósito hacer observar al pío lector que la práctica de semejante industria data evidentemente de tiempos muy remotos…; acaso del tiempo de Mari Castaña. (…) Su tenducho es una especie de tertulia que frecuentan y amenizan con sus chistes y agudezas los criados de la vecindad, los simones desocupados, las comparsas del teatro y los mozos del cordel”.
El cine inmortalizó su acalorado oficio. Imposible olvidar la escena en que José Isbert busca a su nieto Chencho perdido en la Plaza Mayor de Madrid en La gran familia, una película de hace sesenta años (Fernando Palacios, 1962). Desesperado, cuando los comerciantes de figuritas y belenes ya están cerrando sus puestos y el recinto empieza a vaciarse, el angustiado abuelo pregunta por el niño extraviado a una castañera. La señora lo despide con cajas destempladas, lo que eleva el dramatismo de la secuencia.
Sin embargo, y aunque podrían estar tan quemadas como sus castañas por la dureza de su trabajo (muchas horas de pie, soportando bajas temperaturas, en medio de la calle), a las castañeras —son mujeres en un alto porcentaje— les encanta cruzar unas palabras con sus impacientes clientes. A muchos de estos, en cambio, el ritmo frenético de la vida moderna, y quién sabe si aquella escena del cine, les frena a la hora de dedicar unos minutos a la charla. Aun así, el gusto por socializar es uno de los rasgos comunes de estas infatigables trabajadoras, además de su larga dedicación a la tarea, pues la mayoría la ejerce desde hace lustros.
“Lo mejor de este trabajo es el poder charlar con la gente”, dice Encarnación (64), que regenta un puesto en la madrileña calle de Alcalá. Tanto es así, que se lo toma casi como un estudio sociológico. “Me gusta ver que pasa por aquí todo tipo de personas. Algunas sencillas, que por tres euros quieren entrar en calor con unas castañas calentitas. Otras, por la forma de vestir, te das cuenta que tienen recursos. Vienen jóvenes y mayores. Dos o tres minutos solo dan para intercambiar unas pocas frases, pero se empieza hablando del tiempo y luego les pregunto si son de aquí, si han venido de vacaciones…”.
Frente a los compradores de paso, el permanecer cada día en el mismo sitio posibilita la relación, más estrecha, con clientes fieles. “Algunos me compran todos los días”, añade Encarnación. “Y te cuentan sus cosas: si ya están de vacaciones, si este año van a venir sus nietos a verlos… Con el paso del tiempo, acabas enterándote de que tienen hijos trabajando en el extranjero o de cómo les va en el trabajo. Notas que hay gente mayor que se siente sola… Y que te vean como a alguien de confianza para mí es motivo de satisfacción”.
Valentina (55) asegura que “es un trabajo bonito” y lo que más le gusta es “relacionarme con la gente”. Esta simpática ucraniana lleva quince años asando castañas en la glorieta de Quevedo, en Madrid. Las asa pero no las despacha; una compañera, situada fuera de la caseta, es la que le ayuda en la transacción con los compradores (para hablar con Valentina debemos esperar a que ambas atiendan a los viandantes que forman una larga fila ante su puesto).
“Me gusta ver las caras de satisfacción cuando comen las castañas calentitas, y si además te dicen lo ricas que están…”, añade. También le complace comprobar que la tradición se renueva gracias a nuevas generaciones de consumidores. “Me da mucha alegría cuando compran los jóvenes. Años atrás, solo compraban castañas la gente mayor”, explica.
Charlar con los parroquianos es también lo que anima a Rosa (58) a ponerse cada tarde tras su fogón. “Lo que más me gusta es tratar con la gente”, incide esta ecuatoriana de que lleva 24 años viviendo en España. Los últimos trece inviernos los ha pasado despachando castañas en la calle de Alberto Aguilera, en el barrio de Argüelles de Madrid, el cual abre a media tarde y cierra a eso de las diez de la noche. “Es que si te metes en el puesto y no hablas con nadie, la jornada puede hacerse muy larga… No somos parte del mobiliario urbano; somos personas, vendemos algo que hace felices a otros durante un rato, y está bien que podamos conversar. Aunque cada vez es más difícil porque en la gran ciudad cada uno va a lo suyo”.
En todos los puestos de la capital las castañas se venden este año a tres euros la docena. En un buen día pueden despachar más de cincuenta raciones, lo que si calculadora en mano parece alentador, las castañeras (o el dueño de la licencia) han debido de pagar 6.000 euros por la concesión de seis meses. Factores como la meteorología —en los días lluviosos pocos peatones se paran a comprar un cucurucho— o la calidad de las castañas pueden influir negativamente en su negocio. Según Rosa, “este no está siendo un buen año”, y lo atribuye precisamente a que ha bajado la calidad de la materia prima.
Esos seis meses abarcan en teoría de noviembre a abril, aunque a partir de febrero, si se suavizan las temperaturas, la demanda empieza a decrecer. ¿Qué hacen el resto del año? Rosa se dedica a cuidar de personas mayores, labor que desarrolla desde que se instaló en nuestro país. “Ahí también tengo contacto con la gente, por eso me encanta”, añade. “Toda mi vida he estado de cara al público”. Valentina prefiere mantenerlo en secreto. “Siempre se encuentra otra cosa para la primavera y el verano. No se puede vivir solo de esto todo el año”, es lo más que revela. Para aumentar las ventas, esta temporada ha diversificado el negocio, incluyendo maíz y patatas.
Los meses que mantiene cerrado el puesto de castañas, Encarnación trabaja dispensando otros productos (algodón de azúcar, bolsas de palomitas, chucherías) en ferias, verbenas y hasta en mercadillos medievales. En ese sentido, ha seguido el oficio familiar por parte de su marido, Manuel, quien a su vez lo heredó de su padre. “Mi suegro ya vendía castañas en los años cuarenta, y mi marido, desde que tuvo uso de razón, le ayudaba. Ya de mayor, se lo tomaba con algo más que un trabajo: era algo que sentía unido a su familia”, recuerda Encarnación.
Al principio, Manuel se empleaba el resto del año como jardinero, pero luego, a través de compañeros, entró en el negocio de los mercadillos, lo que además les dio a él y a Encarnación la posibilidad de viajar de un lado para otro.
Cuando Manuel falleció hace once años, Encarnación se echó sobre los hombros la faena. “Podría haber buscado otra cosa”, indica. “Pero me gusta este oficio y estoy segura de que a mi marido le habría gustado que siguiera la tradición”. ¿Quién asaba mejor las castañas? “Manuel era un maestro, pero un poco callado con la gente”, responde su viuda. “Yo lo hago muy bien, porque no es difícil, y además soy más sociable”, añade con gracejo.
¿Hasta cuándo dura el oficio de castañera? A sus 64, ¿está pensando Encarnación en jubilarse? “De momento no”, responde. “Aunque es un trabajo duro y llegará el día en que no estaré para estos trotes”. Mujer previsora, ya tiene pensado qué futuro correrá el puesto cuando ella no esté. “A mi sobrina, que a veces viene a ayudarme, ya la tengo casi convencida. También le gusta, ahora no tiene trabajo estable y así la costumbre pasará a otra generación de la familia. Somos como los de Zara, pero de las castañas”, bromea.