Pocas cosas hay más típicas del verano que el helado. Aunque puede disfrutarse en cualquier época del año, es en temporada estival cuando con más frecuencia se consume: su frescor sirve de eficaz antídoto contra la canícula. Pero no todos los helados son iguales. Los artesanales atraen a un número creciente de consumidores que prefieren los productos naturales a los elaborados con polvos químicos que aportan sabor y aromas, conservantes y colorantes.
Son las diez de la noche de un martes cualquiera de julio y la heladería Los Alpes, en el barrio madrileño de Moncloa, bulle de actividad. En la hora y pico que pasamos en su interior, nunca el número de clientes baja de la docena. Al otro lado del mostrador, cuatro dependientas trasiegan sin pausa preparando y sirviendo los pedidos. Guillermo Castellot, el propietario, posa para nuestra foto con un cucurucho de cinco bolas. Cuando termina, lo sortea entre la clientela que en ese instante abarrota el local: “Quien me diga cuál fue el primer sabor que comercializamos, se lo lleva”. Un treintañero espigado responde: “¡Mantecado!”. “Muy bien”, dice Guillermo, y le hace entrega del colorido botín.
Fundada en 1950, Los Alpes es la heladería más antigua de Madrid. La creó el abuelo de Guillermo, el italiano Pedro Marchi, casado con la española Marcelina Panero. Desde 1933, cuando llegó a España, la pareja abrió varios quioscos de helados por distintas ciudades del país, hasta que se estableció definitivamente en la capital. En los años setenta, Palmira y Clara, hijas del matrimonio, se hicieron cargo del establecimiento, junto con Guillermo Castellot, marido de Clara. En la actualidad es otro Guillermo, hijo de estos y nieto, por tanto, del fundador, quien lleva las riendas del negocio con su hermana Eva.
Guillermo, que ahora tiene 51 años, fue un niño con suerte: creció entre helados. “Mis padres me dejaban comer cuanto quisiera. Era gordito y me encantaba comer helados todos los días después del colegio. Venía con amigos y merendábamos. La parte mala era que en verano prácticamente no veía a mis padres, que se pasaban el día en el local”, explica. De pequeño, dudaba entre ser cura (estudiaba en un colegio religioso) o heladero. “Me tiré por la heladería. Me apasiona lo que hago”. Poco después, entró a trabajar en la tienda desde abajo. “Me daban bayeta y estropajo y me hacían meterme debajo de las mesas para quitar los chicles que la gente pegaba en los bancos”, recuerda.
Castellot entiende por helado artesanal aquel que produce en su propio obrador, con materias primas que él mismo compra y trata a su gusto. “Me gusta que todos los helados lleven mi sello. Las avellanas las quiero de una manera, los pistachos de otra, el cacao debe tener determinado grado de fusión, el platano ha de ser canario y con cierto tipo de madurez…. Si vienes a mi tienda, el melón no va a ser siempre igual; de hecho, lo vas a tener en una temporada muy concreta. Lo mismo con la mandarina: si ves una heladería con mandarina en verano, algo no cuadra”.
Asegura que obtendría mayores beneficios vendiendo helado industrial, pero no es lo que aprendió de su familia. “Me levanto todas las mañanas a las seis para ir al obrador; llego a mi casa para comer a las seis de la tarde y ahora son las diez de la noche y sigo aquí. Así es nuestro verano. No es por ganar dinero, porque si fuera por eso, no tendría los precios que tengo y buscaría una materia prima que siendo buena, no fuera excelente. Es por la tradición que me inculcaron mis padres y mi tía de hacer las cosas bien”, indica.
Parte importante de su trabajo es la investigación. Cada año lanza cuatro o cinco nuevos sabores. “Luego el público es el que dice si valen o no”. Al cabo del año pueden comercializar 120 sabores, incluyendo los de frutas de temporada y los semisalados. “El helado de salmón ahumado o de queso de roquefort los hacemos en navidades. Es curioso: antaño el helado apenas se consumia en invierno, y ahora diciembre es un mes muy rentable, casi como pleno verano”. Diariamente, de lunes a sábado, produce alrededor de 700 litros de helado, entre los cuales hay hueco para la nostalgia: cada 1 de julio, y aunque su elaboración es muy costosa, pone a la venta una edición limitada de 100 litros de mantecado con piñones, el favorito de su padre, cuyo cumpleaños caía en esa fecha. “Este año no nos ha durado ni una semana”, afirma emocionado.
No todos los maestros artesanos del helado llegan a este negocio por herencia familiar. Las dos historias de las que hablaremos a continuación tienen algo en común: sus protagonistas apostaron por este producto sin experiencia previa, dando un vuelco absoluto a sus vidas. Maurizio Melani, de 68 años, nació en Bérgamo (Italia), y durante veintiséis años trabajó en el sector financiero. Agotado, se tomó un año sabático y en 2005 recaló en Valencia de visita. Le gustó tanto que decidió quedarse.
Un primo suyo, técnico heladero, le animó a reinventarse abriendo una heladería en España; sabía que Maurizio es muy aficionado a la gastronomía. “La comida ha sido siempre una pasión”, dice. “Iba a buenos restaurantes en Italia y hablaba con los cocineros para que me contaran sus secretos. Cocinaba en casa para quitarme el estrés. En aquel momento tenía ganas de relajarme un poco y dedicarme a algo que de verdad me gustara”. Contrató una empresa de estudios de mercado y descubrió que los vecinos de Sagunto demandaban helados de calidad. Maurizio, que no tenía ni idea de cómo se elaboran, se formó con su primo y realizó varios cursos de química para conocer qué son los azúcares, las grasas, las proteínas y cómo se comportan con el calor. Por fin, en mayo de 2006 abrió su primera heladería, en el puerto de Sagunto. Hoy, bajo la denominación de Véneta Helados, posee seis en total, cinco en Valencia y alrededores y otra en el centro de Madrid.
“Hay muchas empresas que fabrican pastas, aromas… Y como necesitan almacenarse muchos meses, llevan conservantes, emulsionantes, estabilizantes… Así como colorantes, ya que con el tiempo, los productos cambian de color”, explica. Optó por comprar la materia prima a pequeños productores, que se la venden en grandes cantidades. “El cliente busca la calidad, y esta pasa por un trabajo artesanal, es decir basado en ingredientes naturales”, prosigue. En su obrador prepara incluso la base pasteurizada (mezcla en caliente de azúcares, leche y grasa) que luego se combina con la fruta o los frutos secos. “Existen bases ya preparadas, pero yo la hago personalmente. Cambia la estructura del helado, la calidad y la experiencia gustativa”.
No menos importante es controlar la calidad del frío. “El helado italiano —explica— es cremoso en comparación con el español. La diferencia está en la temperatura de servicio; la vitrina italiana está a -15º C, mientras que en España está a -20º C o -22º C, por lo que se presenta congelado. Para que pueda estar cremoso hay que calibrar perfectamente los ingredientes y disponer de vitrinas idóneas”.
Para él, el concepto “artesanal” no se limita al uso de productos naturales; debe incorporar arte. De ahí su obsesión por la creatividad, que le ha brindado importantes premios del sector. En 2014, su “Galleta de la Abuela” fue galardonado como el mejor helado de España; en 2017 obtuvo el primer premio en el Gelato Festival America, en California, por “Sicily Orange Sunrise”; en 2020, “Pistacho Paradise” quedó en primera posición en el Gelato Festival Challenge de Europa; y en 2024 Véneta Helados fue elegida quinta Mejor Heladería Artesanal del Mundo por el Gelato Festival World Ranking.
Según Maurizio, el consumidor puede distinguir el helado artesanal del que no lo es fácilmente. “La estructura debe ser cremosa, cálida al paladar y no dejar rasgos grasientos en boca. La calidez es muy importante, porque transmite inmediatamente la gama aromática del producto. El sabor no ha de ser agresivo, porque el producto natural no es agresivo, aunque sí persistente. Generalmente, los aromas químicos son muy agresivos al principio pero se van rápidamente durante la degustación”, apunta.
Muchas horas ha echado Maurizio para alcanzar el prestigio internacional, pero el comprobar cómo el helado llena de satisfacción a las personas es, según dice, la mejor recompensa. “Es maravilloso ver a la gente feliz desde que entra en la tienda, mira el helado, abre los ojos… porque el helado se come antes con la vista. El año pasado estaba en la playa de la Malvarrosa y vi a una chica nórdica que había comprado el helado ‘Galleta de la Abuela’. Estaba llorando. Pensé: ‘Madre mía, algo ha pasado’. Me acerqué para ver si podía solucionar el problema, y me dijo: ‘Nunca he comido un helado tan bueno. Gracias, gracias, pasaré dos o tres veces todos los días mientras esté aquí, y me iré con el recuerdo de la heladería’, y me dio un abrazo”.
En uno de los ventanales de Olmo Heladería Artesanal, en el centro de Sevilla, luce un cartel con el eslogan: “No hacemos helados con sabor a, sino helados de”. “Es distinto”, dice su propietario, Félix Fernández, de 63 años. “Si te tomas uno de nuestros helados de fresa, sabe como la fresa que comes en tu casa; los helados industriales son un sucedáneo de sabor a fresa. Nuestros helados llevan un mínimo de 55% de fruta; el resto es la base, que elaboramos y formulamos nosotros”. Además de por el sabor, el cliente puede distinguir el helado artesanal por la textura: “El elaborado de forma artesanal pesa, mientras que el industrial tiene más cantidad de aire. Como está basado en la rentabilidad, cuanto más aire le meten, mayor beneficio obtienen”.
Félix llegó al sector en el momento más delicado de su vida. En 2014 tanto él, que trabajaba en una multinacional del frío industrial, como su esposa Susana, empleada en un colegio concertado, se quedaron en paro. “Pasé treinta años dedicándome a algo que no me gustaba nada”, dice Félix. “Lo vivía como una condena. Nos quedamos en una situación muy mala: tenemos una hija con discapacidad, había que pagar la hipoteca… Teníamos todas las papeletas para salir en televisión como gente que pasa de la clase media a quedarse en la calle”.
Debía reciclarse para salir a flote, y tenía claro que esta vez se centraría en algo que le gustara, como la cocina. Un día, mientras tomaba un helado con su hijo Manuel, se le encendió la bombilla. “¿Sabes qué te digo? Que me voy a enterar de cómo se hace el helado”, comentó. Contactó con un maestro heladero para aprender el oficio. “Al fin y al cabo, el helado es cocina en frío”, dice. “Fue un descubrimiento. Es un producto muy complicado, muy técnico, que requiere equilibrios entre líquidos y sólidos, de azúcar… Debe ser todo milimétrico, como en repostería”.
Había pasado entonces la barrera de los 50. “Llegas a una edad en que no te preocupa tanto el aspecto económico y te das cuenta de que las prioridades son el comer y el dormir”, dice. Por otro lado, se define como una persona bastante tradicional en algunos aspectos. “No tengo coche, detesto el móvil… Nos gustan las cosas a la antigua usanza”. La suma de ambos factores le inclinó por anteponer la elaboración artesanal a la visión comercial. “La gente nos dice que debemos meternos en redes sociales. Pero si me dedico a hacer mi helado bueno, de calidad, no hace falta. Tampoco sacar sabores raros para salir en la prensa. Somos muy simplistas: helados de chocolate, vainilla, nata, fresa…, pero buscando siempre la calidad. No baso mi negocio en la rentabilidad. Me dedico a hacer algo que me gusta”.
Gente de su entorno le ha sugerido que no se complique y se cambie a lo que él llama “helados de saquitos”: “Son polvos de sabores que vienen en sacos de dos kilos. Las instrucciones son: ‘Añadir 2,400 litros de agua, batir y helar’. No tardas ni cinco minutos”. Ese método no va con él: prefiere ocuparse de todo el proceso, que empieza con la selección y compra de los ingredientes. “Tenemos un frutero de confianza, que está aquí en el centro y sirve a los restaurantes. Aunque hay variedades como el mango que requieren ir frutería por frutería hasta conseguir 12 o 14 kilos, porque es muy difícil encontrar esa cantidad en su punto en una sola tienda. El pistacho es de Italia, la avellana de Piamonte… Es tontería hacer helado de mala calidad, porque tengo margen para hacerlo bueno. No compramos nada hecho, lo hacemos todo aquí”.
Ahora vive feliz (“Estamos muy tranquilos. Tenemos seis empleados, que para una heladería pequeñita está muy bien. Y te sientes reconocido, porque cuando trabajas treinta años en una multinacional, nadie te da una palmada en la espalda”) y hace feliz a la gente. Como a aquel turista estadounidense que, en 2019, cada día de la semana que pasó en Sevilla acudía a Olmo con su esposa a comprar helado… y que resultó no ser un turista cualquiera.
“Me decía: ‘Haces el mejor helado del mundo’. Yo, modesto, respondía: ‘Para opinar eso deberías haber probado todos los helados del mundo’. Y él: ‘Yo he tomado helado en todas partes del mundo’. Uno de los días me dicen las chicas: ‘El americano ha venido y ha pedido permiso para ver la cocina, y por sus comentarios parece que entiende de estas cosas’. Cuando se acercó a despedirse me dio una tarjeta y me dijo: ‘Si vas a Estados Unidos, ven a verme’. En la tarjeta ponía Nathan Lyon. Me quedé extrañado. Busqué el nombre en Internet y es un chef muy famoso en su país, donde hace programas de televisión”. Ciertamente es lo que allí denominan un celebriy chef: presenta programas como A Lyon in the kitchen o Good food America, ha estado nominado a los Emmy y escrito varios libros sobre alimentación sana. ¿Lo llamará para abrir una franquicia en Estados Unidos? “No podría”, responde. “Porque si no hago yo el helado, ya no es artesanal”.