El turismo es una actividad que tiene larga historia. Es cierto que en tiempos pretéritos era algo reservado a las clases más pudientes. Viajar era caro y bastante inseguro. Esto explica por qué en las crónicas del imperio romano podemos ver que sólo los patricios y los emperadores es embarcaban en esa empresa. Por ejemplo, era común que se retirasen a sus villas en la Campania o a otros lugares donde tuvieran tierras cuando el calor apretaba en la Ciudad Eterna.
Durante la Edad Media, lo que podríamos considerar hoy “turismo” tenia una connotación religiosa con los peregrinajes a Roma, Jerusalén o Santiago de Compostela, algo que empezó a generalizarse a devotos de toda condición.
Ahora bien, a partir del siglo XIX el turismo comenzó a darse de manera más frecuente. Descansar, conocer otras culturas, ver a familiares lejanos o incluso salud se volvieron razones frecuentes para desplazarse. La bullente clase burguesa empezó a vacacionar de manera más frecuente.
Con todo, sería con la generalización de la sociedad de consumo cuando empezó a ser algo extendido. Pensemos, en todo caso, que no se considera turismo un viaje que no incluya pasar al menos una noche, si no se considera una excursión. Eso no signifique que no pueda ser una actividad igualmente edificante o que no sea lucrativa para el receptor, pero la definición canónica de la OMT incorpora ese requisito.
El gran boom del turismo tiene lugar entre 1950 y 1973, especialmente en el mundo occidental. La gran sociedad del bienestar, el aumento de los salarios o la llegada de las vacaciones pagadas fueron decisivos en esto. Y, por supuesto, como desarrollo llegó más tardíamente a España que a otros lugares, también lo hizo el turismo. Para el franquismo, de hecho, la apertura a los visitantes extranjeros, a “las suecas” era una señal de apertura y modernidad tanto como de ingresos rápidos. Es la época del famoso Spain is different.
Entre las clases más acomodadas tendía a haber dos destinos turísticos prioritarios. El primero era el de los balnearios, que en algunos lugares llegarían a tener en toro a ellos pequeñas ciudades, como Panticosa, por ejemplo. El segundo fue, especialmente durante principios del XX, las playas, donde también había balnearios al aire libre. Algunos, por ejemplo, como Puerto Real, se han perdido. Por tanto, había una generación para la que el turismo tenía mucho que ver con la salud.
Para los que llegarían después, la playa se volvió el lugar turístico por antonomasia y de la salud se llegó al ocio. El desarrollismo franquista traería los apartamentos en la costa mediterránea mientras que para aquellos que tenían más recursos San Sebastián o Santander serían destinos preferenciales.
Hacia Cádiz la moda llegaría más tardía, en plena democracia, con unas playas más vírgenes protegidas por el levante. De un modo o de otro, el turismo a las playas en vacaciones se volvió prevalente. Cierto que ya se empieza a hablar de que el flujo hacia el sur va a reorientarse al norte. Si las temperaturas medias siguen subiendo y hay riesgo creciente de desertificación en España se entiende mejor por qué se vuelve a mirar a la costa del Cantábrico como refugio climático.
Sin embargo, el turismo no implica solo la salud o el ocio, también la oportunidad de visitar y conocer otros espacios. España, desde esa perspectiva, tiene un componente singular: nuestro país es el quinto del mundo con más lugares patrimonio de la humanidad. La combinación de un país con buenas infraestructuras, precios (y salarios) bajos, heterogéneo y rico en monumentos habría de hacer de las capitales españolas un destino preferente. Eso ha hecho del turismo “la enfermedad holandesa” de España.
El turismo se ha convertido en el equivalente a encontrar petróleo. Ayuda a tener ingresos rápidos y fáciles. Ahora bien, también vuelve a toda la economía dependiente de ese recurso. Eso ha hecho que una generación de españoles más jóvenes haya visto cómo ha cambiado la fisionomía de sus ciudades.
Los comercios tradicionales han cerrado dejando paso a las franquicias. Los alquileres y la propiedad en el centro se han vuelto imposibles. Hasta caminar por Madrid, Málaga, Barcelona o Valencia se vuelve un deporte de riesgo sorteando grupos de turistas caminando en grupo.
Buscar un equilibrio es algo complicado. De un lado, el turismo es un indudable logro, algo que antaño estaba solo al alcance de unos pocos. Del otro, también es importante que sea sostenible para que nuestras ciudades sean habitables. La “turismofobia” se ha vuelto un término de moda, exagerado para los que prefieren que no haya ninguna regulación, pero por más que se quiera es importante discutir sobre su regulación.
Una manera en la que Holanda controló su mal fue adaptando mediante el tipo de cambio la salida exportadora del petróleo e incrementando la inversión en manufactura para crecer en competitividad. Con el turismo debemos empezar a discutir sobre regulación.
Regular el alquiler turístico implica asegurar una competencia justa con el sector hotelero. Tasar las pernoctaciones es una forma de interiorizar las externalidades negativas que genera la afluencia masiva de gente. Pero ojo, que necesitamos que las tour-operadores españolas sean competitivas (no que nos lo gestionen desde fuera), que fomentemos un turismo de más valor que demuestre que aportamos cultura, no sólo borrachera.
Sin duda es un esfuerzo que requiere el concierto de muchos sectores y administraciones diferentes. Nadie quemaría un pozo de petróleo para luchar contra la contaminación, pero si no se regula su uso, el país no sólo se vuelve invivible sino, en le medio plazo, también más pobre.