Cuando uno piensa en superyates de lujo, la primera imagen que se le viene a la cabeza tiene que ver con aguas cristalinas, puestas de sol y cenas opulentas cocinadas por los mejores chefs y servidas por un personal impecable. Y así es… para sus dueños.
Jamila García, jefa de azafatas de superyates con alrededor de 15 años de experiencia, revela un mundo que es tan exigente como privilegiado del que ella se enamoró a primera vista. Ella nos cuenta la vida a bordo de los superyates, un trabajo accesible para cualquiera pero para el que no todo el mundo vale.
"Depende del puesto que tengas tienes una vida u otra. Cuanto más alto es tu rango, mejor es tu vida en el mundo de los superyates. No tiene nada que ver un tripulante junior con el de alguien como mi marido -Paul James Roger-, por ejemplo, que es capitán. La perspectiva de una persona que empieza no es de una vida fácil y no todo el mundo vale. Hay que tener la piel muy gruesa en este trabajo, pero a mí me tocó la lotería. Me apasiona".
Cierto es que el salario de todo el que está dentro, por muy bajo que sea su rango, parte de 2.500 euros netos, además de alojamiento (a bordo) y todos los gastos pagados.
Jamila comenzó su carrera en este mundo tan exclusivo casi por casualidad, tras un evento en el Hotel Palace de Madrid en el que ejercía de azafata. “Salí directa de la universidad a los yates. Me hicieron una propuesta después de un evento, yo la rechacé porque me quedaban unos meses para terminar mi máster y al día siguiente de acabarlo me volvieron a llamar para ofrecerme de nuevo unirme al yate”, explica.
La oferta era extraña, pero irrechazable: “Me proponían un salario de 2.500 euros y, cuando acepté, me dijeron que tendría un avión privado para llevarme al día siguiente directa al yate, que estaba en el Caribe. Y así fue”.
Su familia no se lo tomó nada bien. “Lo veían como algo escandaloso, y me decían que a ver para qué iban a querer llevarse a una chica de pueblo al Caribe, pero yo sabía que había encontrado algo único”, explica para después apuntar: “Lo entendieron pronto porque veían cómo siendo muy joven ya tenía un salario mayor que el del presidente del gobierno”.
Más de una década después, no puede estar más feliz de la decisión que tomó, en un principio, como si fuera “sólo un trabajo de verano”. Jamila, como jefa de azafatas, está al mando de la atención a los pasajeros y de toda la logística del interior del yate. El día a día exige una resistencia tanto física como mental fuera de lo común. “Hay quienes dicen que somos esclavos y, en cierta manera, es verdad. Vendes tu tiempo a un precio muy alto. Hay momentos en los que tienes que trabajar 24 horas seguidas y la presión es máxima”, asegura una Jamila que no cambiaría su trabajo por nada del mundo.
La exigencia física queda plasmada en las horas de cada jornada y en la excelencia que se exige en este tipo de lugares. La mental pasa por la atención a unos clientes entre los que se encuentran las élites de todo el mundo: “De repente te dicen que vas a tener a comer a bordo a cualquier nombre de los más importantes del mundo que se te ocurra (todos han pasado por estos yates) y la presión es máxima. Firmas contratos de confidencialidad máxima porque escuchas muchas conversaciones que no puedes comentar con absolutamente nadie. A la gente le pone nerviosa este tipo de momentos”.
La vida en un superyate no es solo un trabajo, es un servicio a personas que poseen una riqueza inimaginable. “Hay varios tipos de billonarios”, explica Jamila. “Por un lado, están los que siempre han tenido dinero, para ellos todo es normal. Luego están los nuevos billonarios, que tienen que aprender a serlo. Yo he tenido buena experiencia con todos mis huéspedes, nunca nadie me ha tratado mal. Hay mucha gente que ve a los armadores como diablos, pero son gente normal, que trabaja, que tiene una familia y que te trata bien”.
Hay que tener en cuenta que estamos hablando de cantidades a las que sólo un porcentaje ínfimo de la población tiene acceso. Sirva como ejemplo que si un superyate cuesta 200 millones, el dueño debe tener al menos el 10% de presupuesto anual, es decir, 20 millones para disfrutarlo.
La vida de Jamila en los superyates le ha llevado a experimentar cientos de anécdotas con personalidades a las que, por contrato, no puede mencionar. Estas situaciones son extravagantes para el común de los mortales, pero para ella se han convertido en el pan suyo de cada día.
Desde su perspectiva, el trabajo exige que los empleados se acostumbren a una rutina en la que todo, absolutamente todo, está orientado a satisfacer los deseos de los huéspedes. “De repente quieren comer percebes en Mónaco, y en Mónaco no hay percebes. Entonces, tienes que fletar un avión y traerlos de Galicia. Lo que es excéntrico para ti, para mí ya es rutinario. De hecho, en la comida es algo muy recurrente tener que fletar aviones para tener lo que los dueños piden fresco en la mesa. Es común que en la Costa Azul llegue la comida a diario al yate en avión desde un mercado exclusivo que hay en París”, cuenta con absoluta normalidad.
“Si el dueño pide algo, lo consigues y punto. No le preguntas cuánto quiere pagar. Con los billonarios no se habla de dinero”, añade. Con los que sí se habla es con los familiares y el resto de invitados, cuyos gastos suelen conllevar la aprobación del capitán. No siempre, pero sí habitualmente.
A lo largo de su carrera, Jamila ha trabajado para varios dueños, cada uno con un estilo de vida diferente, pero todos con una característica en común: recursos ilimitados. A menudo, los gastos para cumplir las demandas más inusuales pasan desapercibidos para los propietarios, pero no para el personal. “He tenido dueños que tienen su yate y otro más para los hijos y sobrinos. Un día te levantas y el otro yate ha hecho una fiesta y se han bebido todo el whisky que había. Eres tú quien le tiene que explicar al dueño que no queda ni una sola botella de whisky de 10.000 euros”.
El marido de Jamila, Paul, es capitán de un superyate de 60 metros en el que lleva más de cuatro años. Paul ha llegado hasta ahí partiendo de lo más básico, ya que comenzó su carrera en este mundo en 2008 como marinero y fue, poco a poco, ascendiendo hasta convertirse en capitán.
La dinámica de su relación ha sido única. Ambos comparten la pasión y el desafío de trabajar en alta mar, aunque eso implique estar separados durante largos periodos. “Mi marido pasa seis meses al año fuera de casa, pero cobra un salario muy importante durante los doce meses. Él siempre dice que prefiere no ver a su hija durante seis meses y luego estar las 24 horas al día con ella cuando vuelve. Todo depende de la perspectiva, ya que mucha gente que no sale de casa tampoco ve a sus hijos porque cuando llegan de trabajar ya están acostados”.
Una de las ventajas que Jamila señala de esta industria es la alta demanda de tripulantes experimentados. Para quienes tienen años de experiencia, como ella y su marido, las oportunidades no faltan. “Es una industria en la que hay muchísimo trabajo. Si no estás contento en un yate, te vas y punto. Los buenos tripulantes tienen trabajo siempre, y si además tienes muchísima experiencia, puedes exigir unas condiciones que no son tan fáciles de encontrar en otros empleos”.
Lo más común en este tipo de yates es hacer rutas por el Mediterráneo y el Caribe, pero ya hay muchos yates que están en Asia y muchos que están en Alaska o en Latinoamérica. “Varía mucho en función del dueño, que hoy puede decidir estar tres meses tranquilo en Mónaco y mañana decir que quiere pasar Navidad en las Seychelles”, apunta una Jamila que lo conoce de primera mano tanto por ella como por su marido.
“Yo trabajé en un yate en el que estuve un año entero en California viviendo la vida. Es verdad que hay yates en los que apenas tienes 24 horas libres y otras veces que estás cuatro meses en México disfrutando porque no tienes huesped ninguno. A Paul, por ejemplo, le ha tocado hacer mucho Maldivas y Seychelles, y dice que no es tan bonito como suena, que te terminas aburriendo allí”.
Jamila lamenta que algunos tripulantes se quejen de sus condiciones: “Me da muchísima rabia ver a los tripulantes que están a bordo disfrutando de la vida, con todo pagado y sueldos que no se ganan en España quejarse de su trabajo. Que se vayan y busquen trabajo en otra cosa”.
La vida en un superyate, sin embargo, no está exenta de críticas externas, especialmente en temas medioambientales. Jamila reconoce que el impacto ambiental es una preocupación creciente, pero sostiene que no todo lo que se dice es justo. “El tema del ecologismo me da mucha rabia, porque muchos critican sin saber y se dedican a cometer actos vandálicos. Manchan con pintura negra el yate y no se dan cuenta de que el único perjudicado es el trabajador, no el dueño, que ni se ha enterado porque el yate está limpio en menos de una hora”.
Ella destaca, además, el valor económico que estos yates representan para ciudades costeras. “Ciudades como Barcelona, que ingresa millones de euros por los superyates, podrían perder esos ingresos por cuestiones de seguridad,. Muchas empresas piensan que hay inseguridad y se van a puertos del sur de Francia”.
A pesar de la dureza de la vida en los superyates, es un trabajo accesible a todos y una oportunidad única. Sólo necesitas el curso de seguridad básica, que se puede hacer en una semana, y un certificado de médico marino, que en España es gratuito.
Así pues, desde jóvenes buscando su camino hasta personas de edad madura en busca de una reinvención, este trabajo ofrece algo para todos los perfiles, siempre que estén dispuestos a encontrar su tipo de yate. “Hay yates que exigen una edad y físico determinado, pero también hay otros yates más familiares, donde solo quieren tripulación fiel. Es una industria sin límite de edad. Es un trabajo es recomendable y viable a cualquier edad. Es una gran manera de reinventarse. Yo misma he tenido a madres e hijas trabajando a bordo del mismo yate”.
Ella misma, a través de una de sus empresas, Starfish Crew, se encarga de guiar y ayudar a personas que buscan una oportunidad en el mundo de los superyates. Además, Jamila también está al frente de otra empresa, Starfish Super Yachts, en la que da servicio del otro lado, auxiliando a yates que piden ayuda para reclutamiento o entrenamiento.
Y es que Jamila trabajó a bordo hasta 2021, cuando decidió formar una familia. “Quería quedarme embarazada y empecé a trabajar en estos otros proyectos”. La industria del lujo sobre el agua le brindó mucho más que un trabajo. La vida a bordo la marcó profundamente, y hoy recuerda esos años con satisfacción. La vida en un superyate tiene su brillo y su oscuridad, pero para Jamila y Paul es el mundo en el que eligieron triunfar.