Hace años, la violencia entre cónyuges no llegaba a convertirse en un serio problema, sino que se consideraba algo a tratar de puertas para dentro, y por descontado, la violencia de tipo psicológico no se consideraba maltrato ni había leyes que protegiesen a las víctimas. La historia de dos mujeres, madre e hija, que a continuación expondremos, resulta un claro ejemplo de lo que suponía vivir la dominancia y el control del hombre hace más de 30 años, la soledad y falta de apoyo del entorno y los organismos competentes y los graves y duraderos efectos de la violencia psicológica. Una experta en violencia de género explica con rigor qué supone vivir bajo el yugo de un maltratador y porqué las víctimas, en este caso llegadas a una edad adulta, llegan a reconocer hechos e identificarse como claras víctimas en su infancia junto a sus madres, cuando por fin, a día de hoy, se ponen sobre la mesa términos e ideas por parte de profesionales en la materia que en el pasado resultaban tabú e imperaba la desinformación.
No ha sido hasta el año 2004 cuando se implementan unas medidas para hacer frente a la violencia de género, con la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. María Magdalena Orosan, psicóloga experta en violencia género, refiere sobre la figura del maltratador que: “despliega una serie de estrategias coercitivas hacia sus víctimas, en forma de degradación, responsabilización de la víctima, transformación de la realidad, sobrecarga de responsabilidades, privación de sus necesidades básicas, intimidación y cosificación que deja unas huellas devastadoras. Las consecuencias contarían en: sentimientos de inferioridad y de incapacidad ante la vida, ansiedad, depresión, reexperimentaciones de los momentos traumáticos, culpa, vergüenza, e incluso llega a separarse de sus apoyos más cercanos, lo cual facilita al maltratador que ejerza aún más poder sobre la víctima, al verse esta sola y vulnerable”.
Y de esta idea base, destaca la figura de los hijos, parte clave en todo lo que ocurre entre sus padres, los adultos. Ellos son también víctimas del horror y muchos, demasiados, sufren en silencio, al igual que sus madres. La Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y adolescencia considera a los menores expuestos a violencia de género como víctimas directas y pueden ser protegidos por la ley que ampara a sus madres. Desde UNICEF: “los niños, hijos de víctimas de violencia de género, también lo son. Presenciar situaciones de maltrato también deja una marca tan grave como un golpe”.
“Cuando un niño o niña crece desde pequeñito en un entorno de violencia en casa, lo normaliza porque es lo que conoce. No hay conciencia del significado de las conductas del maltratador y el niño atribuye que su padre 'es así' y viviendo en un estado total de intranquilidad”, expresa la psicóloga.
Isabel (nombre ficticio a petición de la entrevistada) de 48 años, residente en Palma de Mallorca, es encargada en una tienda de ropa de una conocida firma española. Su madre es Carmen (también nombre ficticio), ama de casa y tiene 77 años. Ambas han sido víctimas de la violencia machista, aunque reconocen no haber sido conscientes de ello hasta hace poco tiempo porque hace algunos años el tema no se trataba del modo que se hace hoy en día y no se ponía nombre a esta lacra social, ni al maltratador.
Isabel que afirma haber vivido siempre en un entorno de miedo cuando era pequeña expresa que su padre bebía bastantes cervezas al día y se pasaba muchas horas en el bar. Cuando llegaba a casa se instauraba la inseguridad, intranquilidad y el miedo.
Carmen contó a su hija la única paliza que le dio su padre cuando ella era muy pequeña. “Según mi madre no se volvió a repetir. Él (el padre) pidió perdón arrodillado y ella accedió. No recuerdo que hubiese más golpes físicos, aunque sí se acercaba mucho a mi madre, le gritaba y nos levantó la mano en alguna ocasión”, continúa Isabel.
“Mi madre me contó que estuvo días escondiéndose tras esa paliza. Me explicó que le avergonzaba que la viesen así, con la cara destrozada por los puñetazos, pero él salía a la calle sin problema como si nada hubiese pasado”, asevera esta hija.
Isabel siempre ha sido testigo de fuertes discusiones del matrimonio en su infancia y lleva grabados muchos de esos duros momentos en su memoria: “Recuerdo temblar cuando escuchaba llegar el ascensor a nuestro piso o el ruido de las llaves de casa antes de entrar él. En una Navidad tiró el árbol decorado al suelo y se rompieron muchos adornos. Sentí que yo me rompía en mil pedazos. También he llegado a esconder los cuchillos de la cocina y a dormir con uno bajo mi almohada por lo que pudiese pasar”.
La profesional apunta que el niño puede someterse, pero también intentar defenderse con la violencia que ha aprendido (que es lo único con lo que cree poder hacer frente al maltratador) en situaciones críticas en las que tema por su vida. “Viven en un miedo constante y no pueden crecer en un entorno de seguridad, están siempre alerta”.
Isabel prosigue el relato sumando que nunca llegó a sentir que ella también era una víctima. “Nunca me hicieron sentir eso, todo lo contrario. Ambos me hablaban mal del otro y mi madre me necesitaba para desahogarse constantemente”. Se sentía angustiada y poco segura en su hogar. “No sabía qué iba a encontrarme. Prefería estar en el colegio o con los padres de mis amigos”.
La madre de Isabel nunca denunció la violencia machista que sufría en su casa. Isabel con 13-14 años le pedía que buscase ayuda y se separase, pero ella no actuó. Incluso el hablar del tema con algún familiar no llevaba a ninguna parte porque 'quitaban hierro' al asunto. Según cita la psicóloga muchas mujeres no denuncian por miedo y es que hay maltratadores que intensifican su nivel de agresividad al hacerlo.
Carmen e Isabel reconocen haber sufrido menosprecios, faltas de respeto, insultos... en casa. “En mi adolescencia pasé por la anorexia y la bulimia. Él llegó a decirme que estaba gorda y que mi familia se asustaría al verme. Me humillaba siempre que podía. Para él, mi madre y yo no valíamos nada. Éramos mujeres”, describe la mujer de 48 años. Cuando tuvo novio, sobre los 22 años, vio la mejor oportunidad para salir de su casa.
La violencia se transmite de generación en generación. Pese a todo lo vivido, Isabel mantiene la relación con su padre, aunque de un modo esporádico y para que sus gemelas de corta edad no pierdan el trato con sus abuelos. “Creí que el convertirse en abuelo le ablandaría el alma y el corazón. Sin embargo, no ha sido así para nada. A veces me digo que él tampoco tuvo una infancia fácil ni un buen ejemplo al que seguir”.
“No hay apego, no hay vínculo, ni afán de abrazarle o cuidarle de corazón. Le ayudaré el día que me necesite porque es mi padre, pero no porque crea que se lo merezca. La semilla que debía germinar entre él y yo en la infancia murió con uno de esos portazos que cortaban mi respiración”, concluye la superviviente.
Para Orosan, se produce finalmente un sentimiento de lealtad hacia el padre, aunque no haya vínculo. “Siempre se ha inculcado que un padre es un padre haga lo que haga y es necesario reestructurar esa creencia tan arraigada. Es importante poner el foco en las conductas del agresor y responsabilizarle sobre lo que haga”.
El maltrato físico o psicológico tiene consecuencias en los menores que lo presencian y sufren. Sin embargo, las secuelas irán en función de cada sujeto. “Existe un marcado estrés por parte de la progenitora víctima de violencia de género que interfiere de manera significativa a la hora de ejercer su marentalidad y proteger a sus hijos, teniendo en cuenta que se está en un ambiente amenazante. El hijo no percibe protección por parte de la madre y habitualmente, se siente responsable de salvarla de su rol de víctima asumiendo un papel que no es el suyo”, sostiene esta psicóloga experta en violencia de género.
Como remate, para la profesional resulta imprescindible reparar los daños que produce la violencia en la víctima. “Deben buscar ayuda profesional para tratar los daños generados por la violencia, ya que estas situaciones vividas repercuten para toda la vida si no son tratadas: reexperimentaciones, dificultades para generar vínculos, ansiedad...”.