Cualquiera que tropiece con la cuenta de Instagram de Hernán Zin y no conozca al personaje —lo que puede darse: realiza mayormente su trabajo en la sombra—, le tomará por un avezado deportista profesional, curtido y maduro, practicante de ese tipo de modalidades para las que, tal vez por poco convencionales, el diccionario español parece carecer de denominación: surf, windsurf, skateboard, snowboard… Se sorprenderá por lo obstinado de su actividad, rayana en la obsesión. Y aunque en ese punto no andará desencaminado, lo cierto es que esa profusión de fotos enfundado en neopreno, mono de esquí o uniforme urbano de patinador no refleja una afición, sino una necesidad.
Hernán Zin, de 52 años, es reportero de guerra. Pasó dos décadas saltando de zona de conflicto en zona de conflicto, recalando en más de ochenta países en momentos de convulsa beligerancia; lo que sus ojos han visto —y su cámara captado— no hay estómago que lo aguante: muerte, destrucción, trincheras, campos de minas, niños con fusiles, mujeres vejadas.
Sus tímpanos se han acostumbrado al estruendo de las bombas. Ha vivido bajo la amenaza constante de que alguna bala perdida (o perfectamente dirigida) acabara con su vida. Recibió palizas. Aquel trajín le pasó factura: sufre estrés postraumático agudo, que se manifestó de improviso a través de insoportable agorafobia. El deporte y sus periplos en caravana le han salvado.
“En 2018 no sabía qué hacer”, confiesa. “Me encerré en mi casa, me deprimí, solo pensaba en suicidarme…”. Buscó ayuda terapéutica; tardó en encontrar el profesional adecuado, y aun después, la escasa información sobre su trastorno ha condicionado una lenta recuperación. A diferencia del estrés postraumático común, basado en una conmoción (por haber sido testigo de un atentado o sufrido una agresión sexual), el agudo es acumulativo: aparece después de años de ver a personas sufrir. “Estoy mucho mejor, pero convivo con él”, añade con estoicismo. “Es el precio que pago por haber hecho lo que he querido. Hay que aceptar los precios de la vida con deportividad”.
Optó por aferrarse al deporte en 2008, después de que la BBC le pagara un curso de reporterismo de guerra de las fuerzas especiales de Gales (las SAS), donde le hablaron del estrés postraumático y de cómo gestionarlo. “Casi no sabía lo que era. Dijeron que lo importante después de cada viaje es dormir, hacer vida sana, no creerse superhombres… No emborracharse: no he cometido el error de otros compañeros, que alivian la tensión bebiendo, drogándose… Para mí, el deporte es lo que más me ha ayudado a recuperar. En el mar he encontrado un refugio. Te hace sentir insignificante y, a la vez, conectado a todo”, explica.
No se precisa ser profesional de la psicología para darse cuenta de que sus hábitos físicos y viajeros, en comunión con la naturaleza y frente a la inmensidad del mar, sinónimo de pureza, son justo lo contrario a la rutina de la guerra. “Me ayudan a silenciar la cabeza”, apunta. “Los deportes náuticos y extremos exigen mucha concentración: si te despistas, te lleva el viento. Y el mantener la cabeza ocupada me ha dado mucha estabilidad emocional”. No hace sino aplicar las pautas del kharma yoga que aprendió en la India. “Se basa en realizar acciones que te concentren. Algunos lo consiguen cocinando. En mi caso, guarda relación con la guerra: uno no deja de ser un poco nómada. Me gusta eso de ir de playa en playa con mi perro, conociendo a gente nueva”, afirma.
Bonaerense de cuna, tras apartarse (a su pesar) de los rigores marciales, Zin fijó su residencia en Madrid, donde ahora posee una empresa que aglutina cuatro productoras audiovisuales: de cine, de podcasts, de publicidad y de documentales. Cuando dispone de unos días libres, arranca su autocaravana (la cual, comenta, acaba de dejar en el taller) y se escapa en busca de olas, viento y libertad. “Ya me gustaría estar todo el año de aquí para allá”, admite.
Pese a la dureza de su trabajo, dice Zin que le compensa. No ya por los galardones y reconocimientos recibidos por sus películas y documentales (un premio Forqué, nominaciones a los Goya y los Emmy e incluso una candidatura a los Oscar), ni por la buena acogida de sus libros —el último, Lecciones de una vida en guerra—, sino porque se siente realizado: le ha hecho encontrar su lugar en el mundo. “Hay momentos complicados —concede—, pero qué mejor manera de vivir que en sintonía con lo que crees y con tus valores. Con sus sacrificios: he estado sin ver a mi familia treinta años. Pero más vale la pena vivir con una pasión que sin ella. Es un camino recto. He pagado un precio muy alto, incluso a nivel económico: me he arruinado varias veces. Pero cuando una voz interior te dice algo, tírate y a ver qué pasa”.
Su singular oficio, además de haberle sumido en la inestabilidad emocional, le ha enseñado a entender la condición humana. ¿Hay buenos y malos? ¿Somos todos buenos, pero si nos llevan al límite podemos transformarnos en monstruos salvajes? ¿O acaso somos todos malos? “Es un trabajo que me ha obligado a estar con mucha gente”, responde. “Y he comprobado que el 98% lo que quiere es estar tranquila con su familia, tener un trabajo digno y que le dejen disfrutar de la vida”. Claro que también ha podido constatar la otra cara de la moneda: las personas que se dejan la piel por ayudar a otros en situaciones críticas.
“En ese sentido, me da mucha esperanza la especie humana”, prosigue. “Es cierto que cuando estalla un conflicto y se rompe el pacto social, las personas pueden sacar lo peor de sí mismas; o lo mejor, según el caso. Algunos se convierten en psicópatas, violadores, asesinos…, y otros en todo lo contrario: he visto a médicos que pasan treinta días operando, sin dormir, o abuelos que lo dejan todo para ir al rescate de sus familias”.
En esa existencia en el filo de la navaja, expuesto, a pesar de su chaleco antibalas y su identificación de “prensa”, a un proyectil, una bomba o un trozo de metralla, Zin sabe lo que es el miedo. En su sentido literal: no el miedo a ir al dentista. “El miedo siempre está, y es sano que esté: es lo que te mantiene vivo y alerta. Se parece a una relación de pareja: debe haber un equilibrio. La guerra es mucho más analítica de lo que se piensa desde fuera. Por supuesto, puedes morir en cualquier instante, lo tengo asumido, pero convivo con el miedo. Me ha costado más lidiar con el miedo en Europa: es una sociedad con mucho ruido, mucha ansiedad. Allí [en las zonas de contienda] las reglas del juego son claras: te cae una bomba o no, te secuestran o no”.
Por eso desde que abandonó temporalmente su actividad y se estableció en España, los “problemas” de los países ricos y el modo en que nos desquician le causan profundo estupor. Aún no se ha acostumbrado. “Anoche estuve cenando con amigos. Era como: ‘España está fatal…, pero nos vamos de vacaciones allí y allá’. Escuchar eso, habiendo genocidios a cuatro horas de avión, hambruna en África… Ojalá la gente hiciera un ejercicio de empatía”, dice. Aun así, lleva su pasmo en silencio: “Parece que si no empatizo con los problemas del primer mundo, del ‘se me ha roto una uña’, soy un soberbio”.
Y añade: “Estamos encerrados en una burbuja. Da la impresión de que se acaba el mundo por lo de Cataluña, por la inmigración… Muchos deberían ponerse en la piel de los que no han tenido nuestra suerte. Hay un exceso de queja, que conduce a la rabia, a la ansiedad. Dicen: ‘¡Aquí estamos fatal!’. Vete al Congo: vas a ver lo que es estar fatal. Deberíamos ser más empáticos con el resto de la humanidad”.
El cuerpo le pide más rock and roll. Le han propuesto que ruede una continuación de su documental Nacido en Gaza (2014), en el que contaba la historia de diez niños originarios de la Franja, para mostrar ahora su vida como adolescentes o adultos. “Llevo nueve meses esperando entrar, pero por ahora no permiten el acceso a extranjeros”, dice. En cuanto pueda, allí que volverá. “No sé vivir de otra manera”.