"No dejes nada en el plato, que la comida no se tira, hijo". Qué abuela no le habrá dicho alguna vez esta frase o muy parecida a sus nietos, empujándoles a hacer un esfuerzo para comérselo todo, incluso a costa de una indigestión. ¿Por qué la generación de más de 65 años acostumbra a comer pan en todas las comidas, incluso con la fruta? Probablemente todo esto tenga que ver con el traumático recuerdo que los años del hambre (1932-1952) dejaron en aquellos que los vivieron de niños. Como explica en Twitter la historiadora Gloria Román Ruiz, los ecos de los días sin pan aún resuenan en nuestras actuales prácticas alimenticias.
La investigadora recuerda que la antropología ha demostrado que quienes sobrevivieron la hambruna de la posguerra mantienen hoy actitudes austeras hacia la comida, aprovechan las sobras y rechazan el desperdicio, especialmente de pan. Y estas costumbres se las transmitieron a las siguientes generaciones.
Entre 1939 y 1942 España sufrió una enorme carencia de alimentos de primera necesidad, y al menos 200.000 personas murieron de hambre y enfermedades derivadas de la inanición. A esos años le siguió una etapa de extrema dureza en los campos, muchos de los cuales quedaron baldíos por la guerra o con una producción ínfima que no permitía saciar el hambre.
Se buscaba comida en cualquier parte y se compartía hasta lo que no se tenía, en una especie de solidaridad familiar y vecinal que contrasta mucho con el actual individualismo en la mesa. Las cartillas de racionamiento y los precios disparados de algunos alimentos básicos obligaban a las familias a estrujar el ingenio con la comida y convertir unos pocos mendrugos de pan mezclados con harina en gachas para todos. Eso explica muy bien esa 'manía' de muchos de nuestros mayores de no querer tirar nada.
Son muchos los abuelos que también sienten predilección por los dulces (chocolates, pasteles o helados), porque estos eran los artículos de lujo que había en la posguerra. "Quienes crecieron en los 40 añorándolos, comenzaron a consumirlos en grandes cantidades a partir de los 60, cuando al fin pudieron acceder a ellos", cuenta Román Ruiz, que pone como ejemplo a la protagonista de 'Nada', de Carmen Laforet, que en cuanto conseguía unas pesetas en la Barcelona de la posguerra se las gastaba en dulces.
No es extraño, pues, que quienes sobrevivieron a esos años del hambre tendieran después a sobrealimentar a sus hijos, sus nietos y así mismos con comidas copiosas, en compensación por lo que no se comió entonces, y desoyendo los actuales consejos médicos sobre nutrición. "El pan tantas veces soñado en la posguerra no falta hoy en la mesa de los mayores, que sienten que no han comido si no lo han hecho con una rebanada. No pueden pasar sin su ración diaria de pan y lo besan si se les cae al suelo para seguir comiéndolo", explica la historiadora.
Los hombres y mujeres que vivieron la hambruna valoran enormemente las etapas de prosperidad que llegaron décadas después, pero no olvidan aquella precariedad y miseria, porque hacerlo sería perder la perspectiva, ignorar de dónde vivimos y no entender que cuando nuestros abuelos nos dicen que no tiremos la comida tienen toda la razón.